CIENTO TREINTA Y SEIS

Roma 4.15 h

Harry se afeitaba en el cuarto de baño. Era una decisión peligrosa, pues dejaría expuesto el rostro que conocía la población a través de los anuncios del Gruppo Cardinale en televisión y los periódicos, pero no tenía alternativa. Según Danny, ningún jardinero del Vaticano llevaba barba.

Hércules estaba sentado a la mesa de la cocina, pendiente del vapor que ascendía de la taza de café que sostenía entre las manos. Elena, sentada enfrente, guardaba silencio, como él, ante la taza de café intacta.

El enano había salido del cuarto de baño quince minutos antes. Suponía un lujo tan inusitado para él que había pasado media hora disfrutando de la bañera. También se había afeitado, como Harry, con lo que tendrían una cosa más en común. No sólo eran cruzados valientes y osados dispuestos a marchar sobre territorio extranjero, sino que además estaban recién afeitados. No era mucho, pero, a falta de uniforme, contribuía a la sensación de hermandad.


Scala vio salir a los dos hombres por la puerta principal. Lo único que diferenciaba a Harry Addison de cualquier sacerdote que se dirigiera a la misa del alba era el rollo de cuerda que llevaba al hombro y el enano que lo acompañaba balanceándose sobre las muletas con movimientos fuertes y ágiles, como los de un gimnasta.

Los siguió con la mirada mientras abandonaban Via Niccolò V, cruzaban hasta Viale Vaticano y torcían a la izquierda en medio de la oscuridad, en dirección al Oeste, a lo largo de la muralla del Vaticano hacia la torre de San Giovanni. Eran las cinco menos veinte de la mañana.


Sentado al volante del Ford con unos prismáticos de visión nocturna en la mano, Eaton los observó partir, desconcertado tanto por la cuerda como por la presencia del enano.

– Harry y un enano.

Adrianna estaba despierta y alerta. Había vislumbrado las dos figuras por un segundo cuando pasaron por debajo de una farola antes de desaparecer envueltas en sombras.

– Pero el padre Daniel no está, y Scala no se ha movido. -Eaton guardó los prismáticos.

– ¿Para qué quieren la cuerda? No creerás que…

– ¿Van a rescatar a Marsciano? -Eaton terminó la frase por Adrianna-. Con el consentimiento de la policía…

– No lo entiendo.

– Yo tampoco.

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