Dando tumbos y derrapando, Harry condujo la camioneta hasta el lugar donde esperaba encontrar a Elena y a Danny. Habían pasado dos horas desde que saliera del lago en busca de la camioneta, y la luz del atardecer confería un aspecto distinto al terreno.
El trayecto no sólo era lento y difícil, sino también peligroso: los frenos y neumáticos estaban gastados y dificultaban la conducción; la camioneta patinaba y daba botes por un camino impracticable. Casi todas las curvas eran cerradas y, al tomarlas, temía volcar y despeñarse por el precipicio que había a un lado, o caer en el lago, varios metros más abajo, por el otro.
En un punto del camino divisó al norte la flotilla: unos treinta o cuarenta barcos anclados o navegando despacio de un lado a otro y tres patrulleras que no les permitían acercarse a la costa. Harry comprendió que la policía había descubierto la gruta. Entonces, cuando empezó a descender por una de las curvas, vislumbró un helicóptero que empezó a sobrevolar el acantilado en el que había estado hacía menos de veinte minutos.
De pronto, Harry perdió el control de la camioneta, que empezó a derrapar por la grava; pisó el freno a fondo e hizo girar el volante hacia la carretera, pero el automóvil siguió patinando y acercándose al borde del precipicio; detrás de éste no había más que aire y, abajo, agua. En ese preciso instante, una de las ruedas delanteras se atascó en un bache, y Harry perdió el control.
Como si el vehículo se hubiera montado sobre un raíl, dio media vuelta y avanzó hacia el camino.
Durante los cinco minutos siguientes Harry intentó dominar la camioneta mientras se acercaba al lago por un camino que finalizaba de súbito en unos matorrales delante de la orilla.
Aparcó en una colina, detrás de una hilera de árboles y, tras comprobar que la camioneta no era visible desde el lago, abandonó el vehículo. Caminó a lo largo de la orilla y apartó los arbustos que se encontraban a la entrada de la cueva. A lo lejos oía el zumbido del helicóptero y rezó por que permaneciera lejos.