CUARENTA Y CUATRO

Harry la observó llegar y cruzar la Piazza Navona hacia la fuente mientras bebía con una caña de un vaso de plástico de Coca-Cola. Llevaba una falda azul claro y una blusa blanca, el pelo recogido, gafas oscuras y caminaba tranquila. Podía pasar por una secretaria o quizá por una turista que se preguntaba si debía o no acudir a la cita con un amante; parecía cualquier cosa excepto una periodista a punto de encontrarse con el hombre más buscado en Italia. Harry no vio que la acompañase la policía.

Adrianna rodeó la fuente, sin mirar a ningún lugar en particular, echó un vistazo al reloj y se sentó en un banco a unos cinco metros de un hombre que pintaba una acuarela de la piazza. Harry esperó, todavía inseguro. Al final, se puso en pie, miró al pintor, y caminó describiendo un amplio círculo hasta sentarse en el banco a pocos metros de ella, pero de cara hacia el otro lado. Para gran sorpresa suya, Adrianna lo contempló por un segundo y desvió la mirada, lo que significaba que, o bien ella actuaba con mucha cautela o la barba y el disfraz daban mejor resultado de lo que pensaba. A pesar de la gravedad de su situación, le divertía la idea de que no lo reconociera e inclinó la cabeza ligeramente hacia ella.

– ¿Le apetecería a la señora follar con un cura?

Adrianna se sobresaltó y, por un breve instante, Harry pensó que le propinaría una bofetada pero, en cambio, lo miró y lo reprendió en voz alta.

– Si un cura quiere hacerle proposiciones deshonestas a una señorita, debería hacerlo donde nadie pueda verlo ni oírlo.

El apartamento número 12, tal como indicaba la etiqueta del llavero, se hallaba en la última planta de un bloque de apartamentos del número 47 de la Via di Montoro, a unos diez minutos de la Piazza Navona. Pertenecía a un amigo que se encontraba fuera de la ciudad y que comprendería la situación, le explicó Adrianna antes de ponerse en pie y marcharse dejando atrás el vaso de Coca-Cola en cuyo interior se encontraba la llave.

Harry entró en el vestíbulo, tomó el ascensor hasta el último piso y encontró el número 12 al final del pasillo.

Una vez dentro, cerró la puerta con llave y miró en torno a sí. El apartamento era pequeño pero cómodo, constaba de un dormitorio, un salón, una cocina minúscula y un cuarto de baño. En el armario había ropa de hombre: varias chaquetas deportivas, pantalones y dos trajes. En una cómoda, al otro lado de la cama, encontró media docena de camisas, varios jerséis, calcetines y ropa interior. En el salón había un teléfono y un televisor, mientras que cerca de la ventana, sobre un escritorio, descansaba un ordenador con una impresora.

Harry se acercó a la ventana y oteó la calle. Todo seguía igual que cuando llegó: pasaban algunos coches, motocicletas y algún peatón.

Se quitó la chaqueta, la colgó de una silla y entró en la cocina. En un armario junto al fregadero encontró un vaso y empezó a llenarlo pero tuvo que volver a dejarlo sobre la mesa porque la cabeza comenzó a darle vueltas y le costaba respirar. El cansancio y las emociones habían hecho mella en él. Era un milagro que siguiera vivo. Hallarse a salvo, y no en la calle, constituía un regalo de los dioses.

Por fin se tranquilizó lo suficiente como para echarse agua en el rostro y empezar a respirar con normalidad. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que abandonó a Hércules? ¿Tres horas, cuatro? No lo sabía. Había perdido la noción del tiempo. Miró el reloj, era viernes, 10 de julio, las cinco y diez de la tarde, las ocho y diez de la mañana en Los Ángeles. Respiró hondo y sus ojos se posaron sobre el teléfono. «No. Imposible. Ni se te ocurra.» El FBI debía de haber pinchado el teléfono de su casa y el de su oficina, y si llamaba lo localizarían en una milésima de segundo. De todos modos, aunque lograra ponerse en contacto con alguien sin que lo descubrieran, ¿cómo iban a ayudarlo? De hecho, ¿qué podía hacer la propia Adrianna? Se encontraba atrapado en una pesadilla que no era un sueño, sino la cruda y salvaje realidad.

Con excepción de ese pequeño apartamento, no tenía adonde ir sin arriesgarse a que lo capturasen y entregaran a la policía, pero tampoco sabía cuánto tiempo estaría seguro allí; tarde o temprano tendría que marcharse.

De pronto oyó el ruido de la llave en la cerradura. Con el corazón en un puño, se apoyó contra la pared de la cocina. Entonces oyó que la puerta se abría.

– ¿Señor Addison? -gritó una voz masculina.

Desde la cocina, Harry divisó la chaqueta que había dejado sobre la silla del salón y estaba seguro de que quien había entrado también la vería. Asustado, miró alrededor. La cocina era muy pequeña y la única vía de salida era la misma de entrada.

– ¿Señor Addison?

¡Mierda! Adrianna le había tendido una trampa, y él había caído de lleno. Detrás de él había una tabla con cuchillos de cocina, pero si salía con uno en la mano lo matarían en el acto.

– ¿Señor Addison? ¿Está usted ahí? -preguntó el intruso en un inglés sin acento.

¿Qué debía hacer? No tenía respuesta porque no la había. La mejor opción era salir con las manos en alto y esperar que Adrianna o algún medio de comunicación se encontrase allí e impidiera que lo mataran de inmediato.

– ¡Estoy aquí! -gritó-. ¡Voy a salir! ¡No estoy armado! ¡No disparen! -Harry respiró profundamente, levantó las manos y salió de la cocina.

Pero al salir lo que vio no fue la policía sino un hombre de cabellos rubios.

– Me llamo James Eaton, señor Addison, soy amigo de Adrianna Hall. Sabía que usted necesitaba un lugar para quedarse y…

– ¡Dios mío!

Eaton debía de tener entre cuarenta y cincuenta años, era de estatura y complexión medianas y llevaba un traje gris con camisa a rayas y corbata gris. Lo que más destacaba de él era precisamente su apariencia anodina, lo poco que llamaba la atención. Presentaba el aspecto de un padre de familia cualquiera que lleva a sus hijos a Disneylandia y corta el césped todos los domingos.

– Perdone, no pretendía asustarlo.

– ¿Es suyo este apartamento? -Atónito, Harry Addison bajó las manos.

– Más o menos.

– ¿Qué quiere decir con «más o menos»?

– No está a mi nombre y mi mujer no conoce su existencia.

– Usted y Adrianna…

– Ya no…

Eaton titubeó y, después de mirar a Harry, se dirigió al mueble bar situado sobre el televisor.

– ¿Quiere beber algo?

Harry miró hacia la puerta. ¿Quién era ese tío? ¿Del FBI? ¿Estaba vigilándolo, comprobando que se hallaba solo y desarmado?

– Si le hubiera revelado a la policía dónde se encuentra, no estaría aquí ofreciéndole una copa… ¿Vodka o whisky?

– ¿Dónde está Adrianna?

Eaton sacó una botella de vodka y escanció líquido en dos vasos.

– Trabajo en la embajada de Estados Unidos, soy el secretario del consejero de Asuntos Políticos… No hay hielo, lo siento -ofreció un vaso a Harry y se sentó en el sofá-. Se ha metido usted en un buen lío, señor Addison. Adrianna pensó que quizá le serviría hablar conmigo.

Harry jugueteó con el vaso. Se sentía agotado, rendido. Tenía los nervios a flor de piel, pero debía tranquilizarse e intentar comprender lo que estaba ocurriendo. Aun siendo Eaton quien decía ser, era posible que sólo le preocupara la vertiente diplomática del asunto y quisiera asegurarse, antes de entregarlo a la policía, de que no se perjudicaran las relaciones entre Estados Unidos e Italia.

– Yo no maté al policía.

– ¿Ah, no?

– No.

– ¿Qué hay de la cinta de vídeo?

– Me torturaron, me forzaron a grabarlo las personas que supongo que mataron a Pio… Después me pegaron un tiro y me dieron por muerto… -Harry levantó la mano vendada-, pero no lo estaba.

– ¿Quiénes son esas personas? -preguntó Eaton.

– No lo sé, no les vi la cara.

– ¿Hablaban en inglés?

– A veces…, pero casi siempre en italiano.

– Mataron a un policía y, en principio, a usted lo secuestraron y torturaron.

– Sí.

Eaton bebió un trago de su copa.

– ¿Por qué? ¿Qué querían?

– Información acerca de mi hermano.

– El cura.

Harry asintió.

– ¿Qué querían saber?

– Dónde se encuentra…

– ¿Y qué les dijo?

– Que no lo sabía, que ni siquiera sabía si estaba vivo.

– ¿Es eso cierto?

– Sí.

Harry tomó el vaso, bebió la mitad del vodka de un trago y lo posó de nuevo sobre la mesa delante de Eaton.

– Señor Eaton, soy inocente y creo que mi hermano también lo es…, pero tengo miedo de la policía italiana. ¿Qué puede hacer la embajada? Tiene que haber algo…

Eaton miró a Harry a los ojos durante largo rato, como si reflexionase. Al final se puso en pie, recogió el vaso de Harry y lo llenó junto con el suyo.

– De hecho, señor Addison, mi deber habría sido informar al cónsul general tan pronto como me llamó Adrianna, pero éste se habría visto obligado a su vez a informar a las autoridades italianas, con lo cual yo habría traicionado la confianza depositada en mí y usted estaría en la cárcel, o peor…, y ninguno de los dos habría resultado beneficiado.

– ¿Qué quiere decir? -inquirió Harry atónito.

– Estamos en el negocio de la información, señor Addison, no nos dedicamos a hacer cumplir la ley… El trabajo del consejero de Asuntos Políticos consiste en conocer el clima político del país al que ha sido destinado y, en nuestro caso, no sólo me refiero a Italia sino también al Vaticano… El asesinato del cardenal vicario de Roma y el sabotaje del autocar de Asís, casos que la policía considera conectados, están relacionados con ambos países.

»Como secretario personal del cardenal Marsciano, su hermano ocupaba una posición privilegiada en el seno de la Iglesia. Si fue él quien asesinó al cardenal vicario, lo más probable es que no actuara solo y, en este caso, hay razones para pensar que el asesinato no supuso un incidente aislado sino parte de una intriga a gran escala en las altas esferas de la Santa Sede… -Eaton entregó el segundo vaso a Harry-. Allí centramos nuestro interés, señor Addison, en el Vaticano.

– ¿Y si mi hermano no lo hizo? ¿Y si no tiene nada que ver con todo este asunto?

– Yo he de creer lo mismo que cree la policía: que si alguien colocó una bomba en el autocar de Asís fue con el propósito de matar a su hermano. Los responsables pensaron que su hermano estaría muerto pero ahora, al no estar tan seguros, temen que cante todo lo que sabe. Por lo tanto, harán cualquier cosa con tal de encontrarlo.

– Todo lo que sabe… -De súbito Harry lo comprendió todo-. Usted también quiere encontrarlo.

– Así es -respondió Eaton.

– Me refiero a usted, no a la embajada, ni a su jefe, sino a usted, por eso está aquí.

– Tengo cincuenta y un años y sigo desempeñando el cargo de secretario. No lo aburriré explicándole las veces que han pasado por alto mi nombre a la hora de conceder ascensos… No quiero jubilarme siendo un secretario, así que debo hacer algo que los obligue la próxima vez a promocionarme. Destapar una intriga en el Vaticano sería perfecto.

– Quiere que lo ayude… -dijo Harry incrédulo.

– No sólo a mí, sino a usted mismo. Sólo su hermano puede sacarle de este embrollo, y usted lo sabe.

Harry lo miró sin pronunciar palabra.

– Si no ha muerto y teme por su vida, ¿cómo se enterará de que el vídeo es falso? Lo único que sabe es que usted quiere que se entregue y, cuando esté muy desesperado y no le quede más remedio que confiar en alguien, ¿quién mejor que usted?

– Quizá…, pero de todos modos no importa, porque ni él sabe dónde estoy yo, ni yo dónde está él. Nadie lo sabe.

– ¿No cree que la policía estará investigando ya a conciencia a todos los ocupantes del autocar, tanto a los vivos como a los muertos, para descubrir qué ocurrió en realidad, dónde y quién dio el cambiazo?

– Y eso ¿en qué me beneficia?

– Adrianna…

– ¿Adrianna?

– Es la mejor en su profesión. Antes de que usted pusiera un pie en esta ciudad, ella ya conocía el motivo de su visita.

Harry comprendió por qué Adrianna se lo había ligado, y aunque la había acusado de ello al principio, la mujer supo engañarlo y tenderle una trampa para conseguir su reportaje. Sí, era la mejor en su profesión, igual que él, y por eso debió haberlo sabido, porque ambos vivían sólo para el trabajo.

– ¿Por qué cree que me llamó justo después de hablar con usted? Sabía lo que quería ella, lo que yo necesitaba y lo que estaba dispuesto a hacer por usted y, si jugaba bien sus cartas, todos saldríamos beneficiados.

– ¡Joder! -masculló Harry mesándose el cabello. Se puso en pie y comenzó a ir y venir por la sala-. Veo que lo tienen todo pensado hasta el último detalle excepto por una cosa: incluso si descubrimos el paradero de Danny, ni él puede acercarse a mí ni yo a él.

Eaton bebió un sorbo.

– Si usted fuera otra persona, sí…, con un nuevo nombre, pasaporte y permiso de conducir. Con prudencia, llegará a cualquier parte.

– Usted puede hacer eso…

– Sí.

Harry lo miró furioso y perplejo. Se sentía manipulado.

– Si yo fuera usted, señor Addison, estaría muy contento. Después de todo, hay dos personas que quieren y pueden ayudarlo.

Harry seguía mirándolo sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.

– Eaton, es usted un maldito hijo de puta.

– No, señor Addison, soy un maldito funcionario.

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