El cardenal Nicola Marsciano permanecía sentado en la oscuridad escuchando el rítmico chasquido de las ruedas a medida que el tren aceleraba, alejándose de Milán en dirección sureste, hacia Florencia y Roma. En el exterior, una pálida luna acariciaba el campo italiano con luz tenue. Por un instante pensó en las legiones romanas que siglos atrás habían marchado bajo el mismo astro. A la sazón eran fantasmas, como un día lo sería él; su vida, como la de ellos, apenas una muesca en el transcurso del tiempo.
El tren 311 había salido de Ginebra a las ocho y veinticinco de la tarde, había cruzado la frontera suizo-italiana apenas pasada la medianoche y llegaría a Roma a las ocho de la mañana. Era un viaje largo considerando que el vuelo entre ambas ciudades duraba apenas dos horas, pero Marsciano había querido darse tiempo para pensar y para estar solo, sin interrupciones.
Como siervo de Dios, por lo general llevaba las vestimentas de su oficio, pero esta vez viajaba con un traje de empresario para pasar inadvertido. Por la misma razón, su compartimiento privado en el coche cama de primera clase se había reservado a nombre de N. Marsciano. De este modo conservaba el anonimato sin faltar a la verdad. El compartimiento en sí era pequeño, pero contaba con todo cuanto necesitaba: un lugar donde dormir, si lograba hacerlo, y, lo que era aún más importante, un equipo portátil que le permitía recibir llamadas en su teléfono móvil sin temor a que las intervinieran.
Solo en la oscuridad, procuró no pensar en el padre Daniel: las acusaciones de la policía, las pruebas descubiertas, la voladura del autocar… Todas esas circunstancias pertenecían al pasado, y no quería obsesionarse con ellas, si bien sabía que tarde o temprano tendría que afrontarlas en persona, pues estaban en juego su futuro y el de la Iglesia.
Echó un vistazo a su reloj, cuyos números digitales brillaban con un verde transparente en la oscuridad.
El teléfono portátil Motorola que descansaba sobre la mesita junto a él permanecía en silencio. Marsciano tamborileó sobre el estrecho brazo de su asiento y luego se pasó los dedos por sus grises cabellos; por último, se inclinó hacia delante y escanció lo que quedaba de la botella de Sassicaia en su vaso. Muy seco, con mucho cuerpo, el magnífico vino tinto era poco conocido fuera de Italia. Poco conocido porque los propios italianos lo mantenían en secreto. Italia estaba llena de secretos. Y cuanto más viejo se hacía uno, mayor parecía el número de secretos y su peligrosidad, sobre todo si se ocupaba un puesto de poder e influencia, como él, a la edad de sesenta años.
El teléfono permanecía en silencio, y Marsciano empezó a temer que algo hubiese salido mal. Sin embargo, debía desechar estas ideas mientras no estuviese seguro.
Bebió un sorbo de vino y desplazó la mirada del teléfono al maletín que se hallaba al lado, sobre la cama. En su interior, guardada en un sobre bajo sus papeles y objetos personales, había una pesadilla: una cinta que le habían hecho llegar a Ginebra el domingo por la tarde, durante la comida. Venía en un paquete con el sello de URGENTE y lo habían enviado por mensajero sin señas del remitente. Sin embargo, en cuanto la escuchó supo de dónde procedía y por qué.
Como presidente de la Administración del Patrimonio de la Santa Sede, el cardenal Marsciano era el hombre a quien correspondían las decisiones financieras fundamentales sobre las millonarias inversiones del Vaticano. Y, como tal, era uno de los pocos que conocía el valor exacto de los bienes de la Santa Sede y cómo estaban invertidos. Era un puesto de gran responsabilidad y, por su propia naturaleza, se prestaba a esos vicios a los que se muestran tan proclives los hombres que ocupan un cargo importante: la corrupción de la mente y el espíritu. Los hombres que caían en semejantes tentaciones por lo general eran avariciosos o arrogantes o ambas cosas. Marsciano no era ni lo uno ni lo otro. La causa de sus sufrimientos era una cruel mezcla de lealtad profunda a la Iglesia, confianza ciega y amor al prójimo, agravada, si cabe, por su posición influyente en el Vaticano.
La cinta -a la luz del asesinato del cardenal Parma y del momento en que se la habían enviado- sólo lo hundiría aún más en la oscuridad. Más que amenazar su seguridad personal, la mera existencia de aquella grabación planteaba otros interrogantes de mayor alcance: ¿Qué más se sabía? ¿En quién podía confiar?
El único sonido que percibía era el de las ruedas en los raíles a medida que el tren se aproximaba a Roma. ¿Por qué no lo llamaban? ¿Qué había ocurrido? Algo había salido mal, ahora estaba seguro.
De pronto sonó el teléfono.
Sorprendido, Marsciano permaneció quieto. Sonó de nuevo. Una vez se hubo recuperado, tomó el móvil.
– Sí -su voz era queda, temerosa. Asintiendo con un leve movimiento de cabeza, escuchó lo que le decían-. Grazie -susurró al fin, y colgó.