CIENTO TREINTA Y TRES

Viernes, 17 de julio, 0. 10 h

Palestrina se despertó con un grito. Estaba empapado en sudor, con los brazos extendidos en la oscuridad, intentando apartar la cosa. Era la segunda noche que los espíritus de las tinieblas se acercaban a él en sueños. Eran muchos y llevaban una manta pesada y sucia para taparlo, pero él sabía que era portadora de una enfermedad, la misma que había causado las fiebres que lo mataron en el pasado, cuando era Alejandro.

Tardó unos segundos en percatarse de que no sólo lo había despertado la pesadilla, sino también el timbre del teléfono de la mesita de noche. De pronto dejó de sonar, pero acto seguido se iluminó de nuevo el botón correspondiente al número privado que sólo una persona conocía, Thomas Kind. Palestrina respondió de inmediato.

– Sí…

– Tenemos problemas en China -dijo Kind en francés con voz tranquila para no alarmarlo-. Han detenido a Li Wen, pero ya me he encargado de la situación. Usted sólo debe preocuparse del asunto de mañana.

– Merci.

Azorado, Palestrina colgó el teléfono. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Los espíritus no formaban parte de un sueño, eran de verdad, y cada vez se hallaban más cerca. ¿Qué sucedería si Thomas Kind fracasaba al «encargarse de la situación» y los chinos descubrían su plan? No era imposible; después de todo, había fracasado a la hora de matar al padre Daniel.

De pronto sintió pánico ante la idea de que el padre Daniel siguiera vivo no por una mera cuestión de suerte, sino porque lo habían enviado los espíritus, a él y a su hermano. Eran mensajeros de la muerte que tenían una cita con Palestrina, quien al intentar atraer la polilla a la luz, cada vez los tenía más cerca.


0.35 h

Harry abrió la puerta de la cocina y encendió la luz. Se acercó a la encimera para comprobar que estuvieran cargándose las baterías de los teléfonos móviles. Tenían dos, uno lo habían encontrado en el apartamento y el otro era el de Adrianna. Cuando se dirigieran al Vaticano, Danny llevaría uno y Harry el otro. De este modo se comunicarían entre sí. Esperaban que, entre los turistas y el personal del Vaticano, Farel no fuese capaz de intervenir las llamadas aunque supiera que se encontraban allí.

Satisfecho, Harry apagó la luz y salió al pasillo.

– Deberías dormir. -Elena lo observaba desde el umbral de su habitación, situada enfrente de la que Harry compartía con su hermano. Tenía el cabello suelto, peinado hacia atrás, y llevaba un camisón fino de algodón. Al final del oscuro pasillo estaba el salón de donde procedían los sonoros ronquidos de Hércules.

Harry se acercó.

– No quiero que vengas con nosotros -musitó-. Hércules, Danny y yo podemos hacerlo solos.

– Hércules tiene un trabajo que realizar, alguien debe empujar la silla del padre Daniel y tú no puedes estar en dos sitios a la vez.

– Elena…, no sabemos qué ocurrirá; es demasiado peligroso.

A su lado, la luz de la mesita de noche atravesaba la fina tela del camisón. Elena no llevaba nada debajo. Se acercó, y Harry contempló sus redondos pechos, que subían y bajaban al ritmo de su respiración.

– Elena, no quiero que vayas -aseveró Harry decidido-. Si te ocurriera algo… Elena le rozó los labios con la punta de los dedos y, acto seguido, acercó su boca a la suya.

– Tenemos este momento, Harry -susurró-. Pase lo que pase, tenemos este momento… Aprovéchalo para amarme.

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