Nadie había tocado nada. El maletín y los papeles de Harry permanecían sobre la mesa junto al teléfono tal como los había dejado, al igual que la ropa en el armario y los objetos de higiene personal en el cuarto de baño. La única diferencia residía en los micrófonos colocados en los dos teléfonos, el que se encontraba junto a la cama y el del cuarto de baño, además de la minúscula cámara de vigilancia montada detrás del aplique situado frente a la puerta. Todo ello formaba parte del plan puesto en marcha por el Gruppo Cardinale, la unidad especial creada por decreto del Ministerio del Interior italiano a instancias de los legisladores, el Vaticano, los Carabinieri y la policía para investigar el asesinato del cardenal vicario de Roma.
La muerte del cardenal Parma y la explosión del autocar de Asís ya no se consideraban casos independientes, sino partes integrantes de un mismo crimen. Los detectives de los Carabinieri, la Squadra Mobile de la policía italiana y los miembros de DIGOS -unidad especial encargada de investigar acciones criminales con posibles móviles políticos-, debían rendir cuentas al director del Gruppo Cardinale, el fiscal jefe Marcello Taglia. Sin embargo, aunque el venerado Taglia coordinaba las actividades de los distintos cuerpos policiales, nadie ponía en duda quién era el verdadero responsabile de la investigación: el ispettore capo Otello Roscani.
Roscani observó la operación por unos instantes y luego dio media vuelta: conocía demasiado bien la función de la sierra circular en una autopsia: cortar la parte superior del cráneo para permitir la extracción del cerebro. En esos momentos desmenuzaban el cuerpo de Pio con el fin de encontrar algún dato que ayudara a resolver el caso. Roscani ignoraba qué más información podía obtenerse, pues él disponía de pruebas suficientes para determinar la identidad del asesino de Pio fuera de toda duda razonable.
Habían identificado la Beretta nueve milímetros de su compañero como el arma del crimen. En la pistola se habían encontrado varias huellas dactilares, que pertenecían en su mayor parte a Pio, excepto dos: una encima de la culata y otra en el lado derecho del seguro del gatillo.
Después de hablar con la oficina del FBI de Los Ángeles, el Gruppo Cardinale había obtenido acceso a los archivos del Departamento de Vehículos de California en Sacramento, y solicitado una copia de la huella dactilar del permiso de conducir de Harry Addison, con domicilio en el número 2175 de Benedict Canyon Drive, en Los Ángeles, California. En menos de treinta minutos, se envió por fax una copia ampliada de la huella dactilar de Addison a la oficina central del Gruppo Cardinale en Roma. El dibujo del bucle y los surcos interpapilares coincidían con las huellas encontradas en el arma que había matado a Gianni Pio.
Por primera vez en su vida, Roscani sintió un escalofrío al oír chirriar la sierra al tiempo que cerraba la puerta tras de sí y echaba a andar a caminar por el pasillo del depósito de cadáveres hasta la escalera. Había recorrido ese camino en miles de ocasiones, había visto a policías muertos, a jueces, mujeres y niños, pero, a pesar de la tragedia, siempre había mantenido una distancia profesional. Sin embargo, esta vez era diferente.
En la academia de policía le inculcaban a uno, día tras día, que siempre moría algún agente. Era un hecho triste, pero cierto. Llegado el momento, uno debía estar preparado para enfrentarse a él con profesionalidad, rendir homenaje a la víctima y seguir adelante, sin sentir rabia ni odio hacia el asesino.
Lo cierto es que uno creía estar preparado para ello hasta el día que veía el cuerpo sin vida de su compañero cubierto de sangre y destrozado por las balas y, después, lo contemplaba de nuevo en el depósito de cadáveres mientras el equipo médico realizaba la autopsia. Era en ese momento cuando uno descubría que no estaba preparado para ello, que nadie podía estarlo, por mucho entrenamiento que hubiera recibido. Cuando esto ocurría, la desesperación y la rabia se apoderaban de uno y anulaban la razón por completo. Por eso, cuando moría un policía, al funeral siempre asistía el máximo número posible de integrantes del cuerpo procedentes de todo el país, incluso de otros continentes; por eso, no era raro encontrar en la calle a una multitud de hombres y mujeres uniformados caminando en procesión solemne en honor a un compañero que, tal vez, no había sido más que un simple novato que sólo llevaba un año patrullando las calles.
Roscani empujó la puerta lateral con furia y salió. El sol de la mañana debió aliviar el frío que sentía en su interior, pero no fue así. El policía decidió tomar el camino más largo hasta el aparcamiento para tranquilizarse, pero cuando dobló la esquina y descendió por la rampa, sólo experimentaba rabia y tristeza.
Decidió dejar el coche estacionado. Lo que necesitaba en esos momentos era assoluta tranquillita, silencio para pensar. Roscani esperó un hueco en el tráfico, cruzó la calle y comenzó a caminar. El detective necesitaba tiempo para controlar sus emociones y afrontar el caso tal como lo haría un investigador del Gruppo Cardinale y no como el afligido compañero de Gianni Pio.
Tiempo para el silencio y para pensar.
Tiempo para caminar, caminar y caminar.