CIENTO CUARENTA Y UNO

Eaton pisó a fondo el acelerador. Recorrió dos manzanas, torció a la izquierda dos veces seguidas hasta Via della Conciliazione, adelantó a un autobús turístico, se colocó en el carril derecho y frenó de golpe en una parada de taxis delante de la plaza de San Pedro.

Eaton y Adrianna saltaron del coche haciendo caso omiso de los gritos del taxista furioso que los increpaba por aparcar en medio de la parada de taxis. Corrieron hacia la plaza esquivando el tráfico mientras buscaban desesperados entre la multitud a una mujer que empujase una silla de ruedas. De repente, sonó un claxon a sus espaldas. Era un autobús que abandonaba la plaza. En la parte frontal del vehículo se leían las palabras MUSEI VATICANI, y, debajo, aparecía la señal internacional de los minusválidos: una silla de ruedas blanca sobre fondo azul. Eaton y Adrianna se apartaron de su camino pero, de repente, al pasar por su lado, la periodista divisó por un segundo al padre Daniel sentado en uno de los asientos delanteros junto a la ventana. Acto seguido, el autobús giró y cruzó la plaza donde habían dejado el coche.


A unos cincuenta metros de distancia, Harry atravesaba la plaza en medio de una multitud que se dirigía a la basílica. Llevaba la pistola de Scala en el cinturón, la boina inclinada sobre la frente y, en el bolsillo, los papeles de Eaton que lo identificaban como el padre Jonathan Roe de la Universidad de Georgetown. Debajo de la túnica llevaba pantalones y camisa de trabajo. Ambas prendas pertenecían a Danny.

Al llegar a una escalinata, ascendió los peldaños en medio de la muchedumbre y se detuvo. Delante de él, cientos de personas se habían congregado frente a la basílica a la espera de que abriera sus puertas. Eran las ocho cuarenta y cinco, y la basílica no abría hasta las nueve, dos horas antes de la llegada prevista de la locomotora. Con la cabeza gacha, rezando por que nadie lo reconociera, Harry respiró profundamente y aguardó.

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