Con el cuello de la camisa abierto y sin chaqueta, Roscani echó un vistazo al enorme salón de baile. Sus hombres trabajaban sin cesar desde la medianoche, momento que había aprovechado para enviar a dormir al segundo piso a los que se veían más agotados. Algunos agentes seguían trabajando en el exterior, y Castelletti había despegado en el helicóptero al despuntar el alba, mientras Scala, convencido de que no habían rastreado toda la gruta, había regresado con dos perros y sus cuidadores.
A las dos de la mañana, antes de irse a dormir, Roscani había solicitado al ejército que le enviara ochocientos soldados adicionales. A las tres y cuarto volvía a estar en pie y duchado, vestido con la misma ropa que había llevado los dos últimos días. A las cuatro decidió que ya había tenido bastante.
A las seis de la mañana, las televisiones y radios locales emitieron un comunicado a la ciudadanía: en dos horas, a las ocho de la mañana, el ejército registraría todas las casas de la zona, puerta por puerta. El mensaje había sido sencillo y directo: los fugitivos estaban cerca, y los encontrarían; toda persona que los encubriera sería considerada cómplice y juzgada por ello.
La táctica de Roscani constituía algo más que una amenaza, era una estratagema para que los fugitivos creyeran que tenían la posibilidad de huir si lo intentaban antes de la hora fijada. Por ello, los efectivos del Gruppo Cardinale y las tropas del ejército se habían situado en sus puestos treinta minutos antes de que se lanzara el comunicado, con la esperanza de que alguno de los fugitivos saliese de su escondrijo.
Roscani echó un vistazo al recargado reloj rococó de Eros Barbu situado sobre la silenciosa tarima de la orquesta, y después miró a los hombres y mujeres, sentados ante las pantallas de ordenador y los teléfonos, que cribaban la información y coordinaban a los miembros del Gruppo Cardinale que trabajaban sobre el terreno. Por último, tomó un sorbo de café frío pero dulce y salió, no sin antes volver la vista atrás.
En el exterior, el lago de Como estaba tranquilo, igual que el aire. Roscani se encaminó a la orilla y giró para contemplar la imponente villa. El estilo de vida de Eros Barbu no estaba al alcance de cualquiera, y menos de un policía.
Aun así se preguntó, como en otras ocasiones, cómo sentaría pertenecer a ese mundo, ser invitado a bailar allí al ritmo de piezas interpretadas por una orquesta en directo y, tal vez, pensó con una sonrisa, llevar una vida un poquito decadente.
La fantasía se desvaneció cuando echó a caminar por la orilla del lago y sus pensamientos se centraron de nuevo en el expediente de la Interpol, que no contenía información alguna sobre el asesino del punzón y la cuchilla. De pronto tomó conciencia del olor de las flores silvestres, un aroma más bien acre que lo transportó cuatro años atrás, cuando lo asignaron de modo temporal a una rama del departamento antimafia del Ministerio del Interior, donde tuvo que investigar una serie de asesinatos de la Mafia en Sicilia. Se encontraba en un prado de las afueras de Palermo examinando junto a otros detectives el cuerpo que un granjero había encontrado tumbado boca abajo en la cuneta. Eran las primeras horas de la mañana y el aire fresco y limpio, el olor acre de las flores dominaba los sentidos como ese día. Al darle la vuelta al cadáver y descubrir que le habían hecho un tajo de oreja a oreja, los detectives soltaron un grito al mismo tiempo. Todos sabían quién era el asesino.
– Thomas Kind -dijo Roscani en voz alta. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Thomas Kind. Ni siquiera había pensado en él. El terrorista llevaba más de tres años fuera de circulación, y se creía que lo habían asesinado o que se había retirado y vivía en la relativa seguridad de Sudán.
– ¡Dios mío! -exclamó Roscani y corrió hacia la casa. Eran las ocho menos veinte de la mañana, faltaban justo veinte minutos para que comenzara la búsqueda puerta a puerta.