TREINTA Y DOS

Roma, viernes 10 de julio, 7 h

Thomas Kind andaba por el camino sobre el Tíber, aguardando impaciente a que sonase el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Vestía un traje de lino beige, una camisa azul a rayas, y un sombrero panamá inclinado sobre el rostro para protegerlo tanto de los primeros rayos del sol como de posibles miradas inquisitivas que lo reconocieran y avisasen a las autoridades.

Bajo un paraguas de árboles frondosos, avanzó otra docena de pasos hasta un lugar que había visto al acercarse, un punto en el que las aguas del Tíber lamían los muros de granito, justo debajo de él. Echó un vistazo en torno a sí y no vio más que el movimiento del tráfico matutino que circulaba por la calzada, detrás de los árboles; se abrió la chaqueta, se llevó la mano al cinturón y extrajo un objeto envuelto en un pañuelo blanco de seda. Se inclinó hacia delante como un turista que se hubiese detenido a contemplar el paisaje, apoyó los codos en la barandilla y dejó que el objeto cayera al agua. Un instante después oyó el ruido del objeto al tomar contacto con el agua y se enderezó, frotándose con aire distraído la nuca con el pañuelo. Luego reanudó la marcha. Los restos chamuscados de la pistola Llama, de fabricación española, descansaban en el fondo del río.

Diez minutos más tarde entró en una pequeña trattoria, a unos pasos de la Piazza Farnese, pidió un espresso frío en la barra y se sentó a una mesa situada en la parte trasera, impaciente por recibir la llamada y la información que aún no llegaban.

Sacó el móvil de la chaqueta y marcó un número, dejó que sonara dos veces, luego introdujo un código de tres dígitos y colgó. Se reclinó en la silla y aguardó la llamada de respuesta.

Thomas José Álvarez-Ríos Kind había saltado a la fama en 1984 al matar a cuatro policías antiterroristas franceses durante una infortunada batida en las afueras de París, y desde entonces era el niño mimado de los medios de información y del mundillo terrorista. Se había convertido, como a la prensa le gustaba decir, en el nuevo Carlos el Chacal, un mercenario dispuesto a trabajar para el mejor postor. Y desde finales de los años ochenta hasta comienzos de los noventa había trabajado para todos: desde los restos de las Brigadas Rojas italianas hasta la francesa Acción Directa, desde Muammar el-Gaddafi hasta Abu Nidal, así mismo los servicios de espionaje iraquíes en Bélgica, Francia, Gran Bretaña e Italia habían utilizado sus servicios. Después había trabajado en Miami y Nueva York como cobrador de deudas para el cártel de Medellín. Y, más tarde, como si necesitaran ayuda, se había puesto a las órdenes de la Cosa Nostra, asesinando a fiscales antimafia en Palermo y Calabria.

Todo esto le permitía citar en público las palabras de Bonnot, líder de una sanguinaria banda del París de 1912, más tarde pronunciadas por el propio Chacal: «Soy un hombre famoso». Y lo era. A lo largo de los años, su rostro había ocupado no sólo las primeras páginas de los periódicos más importantes del mundo, sino también las portadas de Time, Newsweek e, incluso, Vanity Fair. 60 Minutes le había dedicado dos reportajes. Todo lo dicho lo elevaba a una categoría de todo punto distinta a la de la larga serie de sicarios que habían trabajado entusiasmados para él.

El problema residía en que cada vez estaba más convencido de que padecía una enfermedad mental. Al principio creyó que, sencillamente, había perdido el contacto con la realidad. Había empezado como revolucionario en su sentido más estricto, cuando viajó en 1976 de Ecuador a Chile siendo un adolescente idealista y salió con un fusil a las calles para vengar la muerte de estudiantes marxistas a manos de soldados del general fascista Augusto Pinochet. Luego llevó una vida ideológica en Londres, con la familia de su madre, asistiendo a colegios selectos antes de estudiar Política e Historia en Oxford. Justo después se había producido un encuentro clandestino con un agente del KGB en Londres, seguido de un ofrecimiento para entrenarlo como agente soviético en Moscú. De camino a la capital rusa había hecho una escala en París. Allí se había producido el famoso enfrentamiento con la policía francesa que lo había catapultado a la fama.

No obstante, en los últimos meses había empezado a comprender que lo que lo impulsaba no era una ideología ni la revolución, sino la hazaña del terror en sí o, para concretar, del acto desmatar. No sólo le resultaba grato, lo excitaba sexualmente hasta tal punto que había llegado a sustituir al sexo por completo. Y -aunque él se empeñaba en negarlo- la sensación resultaba cada vez más intensa y gratificante. Buscaba a una amante, la acechaba y, luego, la masacraba de la manera más ingeniosa que se le ocurría.

Era algo horrible. La idea lo aterrorizaba. Sin embargo, al mismo tiempo anhelaba hacerlo. Había intentado con desesperación descartar la posibilidad de que estuviese enfermo. Quería creer que sólo estaba cansado o, para ser más realista, que lo asaltaban los pensamientos propios de alguien que se acerca a la edad madura. Pero sabía que no era verdad, y que algo andaba mal, porque cada vez se sentía más desequilibrado, como si una parte de él pesase más que el resto. La situación se veía agravada aún más por el hecho de que no había nadie en absoluto con quien hablar sin el temor a que lo apresaran, lo entregaran o lo pusiesen en peligro de alguna otra manera.

El repentino timbre del teléfono sonó junto a su codo y lo devolvió al presente. Contestó de inmediato.

– Oui -dijo en francés y asintió varias veces en señal de respuesta. Era la noticia que aguardaba y llegó en dos partes: La primera era la confirmación de que un problema potencial en Estados Unidos había sido resuelto: aunque de un modo intencionado o involuntario Harry Addison hubiese transmitido información comprometedora a Byron Willis, el hecho carecía ya de importancia. El sujeto había sido eliminado.

La segunda resultaba más difícil porque había supuesto una larga investigación telefónica. De todas formas, los resultados habían llegado mucho más tarde de lo que esperaba.

– Sí -dijo por último-. Me marcho ahora a Pescara.

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