Jadeante y sudando a mares, Eaton aguardaba detrás de la estación intentando contener un ataque de tos. La pequeña brisa que acababa de levantarse había dispersado un poco el humo, lo suficiente para permitirle contemplar la escena que se producía ante sus ojos: Harry Addison descendía por la colina con el enano en brazos, el enano junto a quien había abandonado el apartamento de Via Niccolò V por la mañana. Caminaba deprisa, ocultándose tras una hilera de árboles al borde del camino de la estación.
A unos quince metros de distancia, Eaton divisó la locomotora verde que se aproximaba con lentitud a un vagón abandonado, en el que, con toda seguridad, pensaban huir. Miró atrás y contempló las puertas abiertas del Vaticano, después continuó buscando al padre Daniel, a quien se llevaría de allí aunque tuviera que cargar con él en brazos.
Eaton pasó por detrás de la estación y quedó de espaldas a las puertas abiertas. Ante sí vio al jefe de estación de pelo blanco que supervisaba la operación.
El hombre y los dos ocupantes de la locomotora constituían un inconveniente, pero el mayor problema apareció ante sus ojos encarnado en la figura de Adrianna Hall, que surgió de la nada y empezó a cruzar la colina en dirección a Harry y el enano.
Harry se detuvo al verla y le gritó unas palabras, como pidiéndole que se marchara, pero Adrianna no le hizo caso y continuó acercándose hasta caminar junto a Harry y observar al enano que llevaba en brazos. Ella le hablaba, pero Harry seguía caminando colina abajo hacia la estación.
– ¡Mierda! -masculló Eaton, mientras buscaba con la mirada al padre Daniel.
– ¡Adrianna, vete de aquí! ¡No sabes qué estás haciendo! -gritó Harry, a punto de tropezar.
– Me voy contigo, eso es lo que estoy haciendo.
Casi al pie de la colina, cerca de las vías, vieron a los dos técnicos ferroviarios que, de espaldas a ellos, enganchaban el vagón a la locomotora verde.
– Tu hermano está en el vagón de mercancías, ¿verdad? Los ferroviarios no lo saben, pero allí es donde está.
Harry no hizo caso de la periodista y continuó avanzando al tiempo que rezaba por que los técnicos no levantaran la vista en ese momento y los descubrieran. Hércules gimió y esbozó una sonrisa.
– Los gitanos vendrán a buscarme cuando pare el tren… No deje que la policía me lleve, señor Harry… Los gitanos me enterrarán.
– Nadie va a enterrarte.
De pronto los ferroviarios se alejaron del vagón y se dirigieron a la locomotora.
– ¡Van a marcharse!
Harry comenzó a correr. Estaban muy cerca de las vías, y Adrianna le pisaba los talones.
Diez segundos más tarde cruzaron las vías por detrás del vagón y avanzaron junto a él sin que los vieran los ferroviarios.
Harry tenía los ojos llorosos, los pulmones a punto de estallar y se sentía exhausto de llevar a Hércules en brazos. ¿Dónde estaban Danny y Elena? ¿Qué había sucedido con Roscani? De pronto se encontraron frente a la puerta entreabierta.
– Danny. Elena… No hubo respuesta.
De pronto sonó un silbato, la locomotora comenzó a calentar motores y exhaló una nube marrón por la chimenea. -Danny… -repitió Harry. Nada. El tren pitó de nuevo. Harry consultó la hora.
No tenían tiempo, debían subir al vagón de inmediato.
– Sube -le indicó a Adrianna- y te lo pasaré.
– Bien.
Adrianna apoyó las manos en la puerta del vagón y se aupó. Una vez arriba, dio media vuelta y tomó a Hércules en brazos.
El enano tosió e hizo una mueca de dolor mientras la periodista se esforzaba por levantarlo. Cuando Harry subía, Adrianna se quedó paralizada.
Thomas Kind se encontraba allí, de pie, apuntando a la cabeza de Elena con una pistola.