CIENTO SESENTA Y UNO

– Adrianna -de pronto la voz distante del piloto resonó a través del teléfono que Adrianna guardaba en el bolsillo de la chaqueta-. Adrianna…, estamos al otro lado del muro del Vaticano, a unos quinientos metros de altura. El tren no se ha movido, ¿quieres que continuemos vigilando?

– Deje que las mujeres se marchen y se lleven a Hércules -pidió Harry.

De pronto, Elena se movió hacia Hércules. Kind le apuntó con la pistola.

– ¡Elena! -gritó Harry.

– Morirá si no le ayudo -replicó ella, deteniéndose.

– Adrianna… -La voz del piloto volvió a sonar por el teléfono.

– Dígale que abandone la vigilancia del tren y que se concentre en la multitud que está delante de la basílica…, dígaselo -ordenó Kind en voz baja.

Adrianna miró a Kind por un largo instante antes de tomar el teléfono y obedecer sus instrucciones.

Kind se acercó a la puerta y siguió con la vista al helicóptero, que abandonaba su posición de vigilancia y viraba al este y después al norte, en dirección a la basílica de San Pedro. El terrorista miró hacia atrás.

– Saldremos de este vagón y nos dirigiremos a la estación.

– No hay que moverlo… -Elena se refería a Hércules. Miró a Kind con ojos suplicantes.

– Entonces, déjelo aquí.

– Morirá.

Harry observó el jugueteo nervioso del dedo de Kind sobre el gatillo. -Elena, haz lo que dice.


Avanzaron por las vías con paso rápido. Kind mantenía a Elena cerca. De pronto se oyó un movimiento al frente de la locomotora y luego dos pares de pies que echaban a correr.

Thomas Kind avanzó un paso. Los dos ferroviarios se dirigían a toda prisa a las puertas del Vaticano. Kind clavó la vista en Harry, como avisándole que no se moviera. Acto seguido, ladeó la pistola y disparó dos veces. El guardafrenos y el maquinista se desplomaron en el suelo como sacos de harina.

– ¡Virgen Santa! -exclamó Elena, santiguándose.

– ¡Muévanse! -ordenó Kind, y pasaron por delante de la locomotora-. ¡Adentro! -dijo, señalando la puerta pintada de la estación.

En ese momento, Harry se fijó en los portones abiertos de la muralla del Vaticano, al otro lado del ramal, donde los carriles viejos se unían a la vía nueva, y vio un coche aparcado con dos hombres en el exterior que seguían sus movimientos.

Scala y Castelletti.

Roscani continuaba en el interior de los muros del Vaticano, pero ¿dónde?


Experimentando un dolor insoportable, Roscani daba unos pasos y acto seguido se detenía para descansar, apretando con la mano la herida del muslo. Aunque creía que se dirigía a la estación, ya no estaba seguro. El humo y el dolor no le permitían orientarse. Aun así, con la Beretta en la mano libre, siguió avanzando a trompicones.

– ¡Alto! ¡Manos arriba! -rugió de repente una voz en italiano.

Roscani se detuvo. A continuación apareció ante él una docena de hombres armados, con camisas azules y boinas. Eran miembros de la Guardia Suiza.

– ¡Soy policía! -gritó Roscani. No sabía si los guardias recibían órdenes directas de Farel, pero tenía que arriesgarse y confiar en que no pertenecieran al grupo de los hombres de negro-. ¡Soy policía! -repitió.

– ¡Arriba las manos! ¡Arriba las manos!

Roscani levantó las manos despacio. Segundos después, alguien le arrebató la Beretta. Oyó una voz que hablaba por radio.

– Ambulanza! -pidió el hombre con tono urgente-. Ambulanza!


Thomas Kind cerró la puerta de la estación tras de sí y se encontraron en el interior de un edificio cavernoso que antaño había sido la puerta del Papa al mundo. El sol penetraba por las ventanas situadas en lo alto e iluminaba la sala como los focos de un teatro en el centro del escenario. Con excepción de esta luz y de la claridad que entraba por la ventana que daba a las vías, el sitio era oscuro y frío, aunque estaba libre del humo del exterior.

– Bueno. -Kind soltó a Elena y dio un paso atrás, con los ojos fijos en Harry-. Su hermano iba a tomar el tren, así que, como sigue aquí, hay que suponer que vendrá.

Harry contempló a Kind, intentando encontrar un punto vulnerable pero, en ese instante, detrás del terrorista y a través de la puerta abierta, distinguió el movimiento de una camisa blanca. Cometió el error de prestarle demasiada atención.

– Vaya, vaya -dijo Kind con aspereza-. Así que es posible que el padre Daniel ya esté aquí… ¡Usted! El de la oficina… ¡Salga! -gritó.

Nada ocurrió.

Mientras tanto, Adrianna cambió de posición y se acercó a Kind. Harry la contempló preguntándose qué pensaba hacer; ella lo miró y sacudió la cabeza.

– ¡Salga! -ordenó Kind de nuevo-. ¡Salga o entraré a buscarlo!

El tiempo se detuvo por un instante, y de pronto una mata de pelo blanco apareció por la puerta seguido del resto del cuerpo del jefe de estación: camisa blanca, pantalones negros. Debía de tener casi setenta años. Kind le indicó que se acercara. El hombre salió despacio de su escondrijo, asustado y confuso.

– ¿Hay alguien más ahí dentro?

– Nadie…

– ¿Quién abrió las puertas?

El hombre se señaló a sí mismo con la mano.

Harry observó los ojos de Kind y adivinó que iba a disparar:

– ¡No lo haga!

Kind lo miró:

– ¿Dónde está su hermano?

– No lo sé…-musitó Harry.

Kind sonrió y apretó el gatillo.

Elena vio horrorizada que la camisa blanca del jefe de estación se cubría de rojo. El hombre se mantuvo en pie por unos segundos, retrocedió unos pasos, su cuerpo giró y cayó de lado en el umbral de su despacho.

Harry atrajo a Elena hacia sí para protegerla de la espantosa visión.

Adrianna se acercó otro paso a Thomas Kind.

– ¿Quiere a mi hermano? Lo llevaré hasta él -dijo Harry de pronto. Resultaba obvio que Thomas Kind estaba enfermo, y si Danny aparecía de repente, los mataría a todos en un segundo.

– ¿Dónde está? -preguntó el terrorista mientras acoplaba un cargador nuevo a la pistola.

– Fuera…, cerca de las puertas. El tren iba a detenerse para recogerlo.

– Está mintiendo.

– No.

– Sí. Las puertas se abren y se cierran directamente en el muro. No hay dónde esconderse allí.

En ese momento Kind se percató de que Adrianna se aproximaba a él.

– Cuidado… -advirtió Harry.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Kind.

– Nada… -Adrianna dio medio paso más hacia delante, con la vista clavada en Kind. -Adrianna, no lo hagas… -la previno Harry de nuevo.

La periodista se detuvo. Se encontraba sólo a metro y medio de distancia del terrorista.

– Usted mató al cardenal vicario de Roma.

– Sí.

– En los últimos minutos ha matado a cuatro personas más…

– Sí.

– Cuando encuentre al padre Daniel hará lo mismo con él y, quizá, con nosotros.

– Quizá… -sonrió Kind, y Harry notó que estaba disfrutando de cada minuto.

– ¿Por qué? -preguntó Adrianna-. ¿Qué tiene que ver todo esto con los lagos de China?

Harry la observó, preguntándose qué pretendía hacer al presionar a Kind, que sostenía una pistola, mientras que ella no tenía nada que ganar.

De pronto, cayó en la cuenta, y Kind también.

– Lo está grabando todo, ¿verdad? Lleva una cámara pintalabios y está rodando… -Kind sonrió divertido, sorprendido ante su propia revelación.

Adrianna le devolvió la sonrisa.

– ¿Por qué no responde y luego hablamos…? -dijo.

A continuación, todo ocurrió en milésimas de segundo. Kind levantó la pistola y se oyó el sonido sordo de un taladro. Adrianna adoptó una expresión de total perplejidad antes de tambalearse y caer hacia atrás.

Elena, aterrorizada, se volvió hacia Harry. Thomas Kind no percibió el movimiento pues estaba absorto en sus propias acciones. Harry observó el palpitar de las venas en la frente y el cuello del terrorista mientras se acercaba al cuerpo de Adrianna y disparaba no a ráfagas, sino un tiro tras otro, como si le estuviera haciendo el amor.

Todo había sucedido con demasiada rapidez y violencia. Harry no había tenido tiempo de reaccionar, y Elena y él se habían quedado solos con Kind en el centro de una habitación enorme sin muebles, sin un lugar donde parapetarse.

Entonces Harry tomó la decisión y se acercó a Kind, pero éste lo vio y se volvió, apuntándole con la pistola.

– ¡Harry!

La voz de Danny resonó de repente en la estación vacía. Harry se detuvo en seco.

Kind recorrió el edificio con la mirada.

De pronto Harry se interpuso entre Kind y Elena y la puerta que había a sus espaldas.

– Elena, sal de aquí, ¡ahora! -le indicó con voz autoritaria.

Harry fijó los ojos en Kind.

Elena giró poco a poco, renuente.

– ¡Sal de aquí!

De pronto echó a correr, alcanzó la puerta y pasó al otro lado.

– ¡Thomas Kind! -gritó Danny de nuevo-. ¡Suelta a mi hermano!

Kind apretó con fuerza la empuñadura de la pistola, mirando en torno a sí, escrutando la oscuridad, unos puntos de luz y de nuevo la oscuridad.

– Ella se ha ido, Kind. Ya está. No ganarás nada con matar a mi hermano. Es a mí a quien buscas.

– ¡Salga a la luz!

– ¡Déjalo marchar!

– Contaré hasta tres, padre y, entonces comenzaré a destrozar su cuerpo, pedazo a pedazo. ¡Uno!

A través de la ventana, Harry vio a Elena subir a la locomotora y se preguntó qué diablos hacía.

– Dos…

De pronto, los pitidos del tren inundaron la estación, pero Kind los pasó por alto y apuntó a las rodillas de Harry.

– ¡Danny! -gritó éste-. ¿Cuál es la palabra? ¿Cuál es la palabra? -Miró a Thomas Kind-. Conozco a mi hermano mejor de lo que él cree -aseveró sin apartar los ojos del terrorista-. ¿Cuál es, Danny? ¡La palabra! -gritó de nuevo, y su voz resonó contra las paredes de piedra de la estación.

– Oorah!

En ese instante Danny surgió de detrás de una columna, con la silla de ruedas en sombras. Harry advirtió que la empujaba con ambas manos y desaparecía en un círculo de luz brillante que entraba por la ventana.

– Oorah! -respondió Harry-. Oorah!

– Oorah!

– Oorah!

Kind no distinguía nada más que una luz cegadora. De pronto, Harry echó a andar hacia él.

– Oorah! Oorah! -entonaba con la vista fija en el terrorista-. Oorah! Oorah!

Kind apuntó a Harry con el arma y, al mismo tiempo, Danny se lanzó adelante en la silla de ruedas.

– Oooorahhhhhh!

El grito de guerra celta retumbó en las paredes de piedra y de pronto Danny quedó a la vista.

– ¡Ahora! -gritó Harry.

Kind giró de golpe en el momento en que Danny arrojaba las dos últimas botellas de cerveza a los pies del terrorista. Una después de la otra, las botellas estallaron en llamas.

Por un breve instante, Thomas Kind sintió el retroceso de la pistola en sus manos y ya no vio nada. Había fuego por todas partes. Comenzó a correr pero, al respirar, inhaló humo y éste encendió sus pulmones. Sintió un dolor punzante, el dolor más punzante que jamás había experimentado, le faltaba el aire, no podía gritar. Sólo sabía que su cuerpo se encontraba en llamas y que corría hacia la puerta, desde donde se veía el cielo y los portones de la muralla. A pesar del terrible dolor que afectaba a cada parte de su ser, se sentía en paz consigo mismo. Al margen de lo que hubiera hecho en vida, para Thomas José Álvarez-Ríos Kind la enfermedad que había usurpado su alma terminaba para siempre. No importaba que el coste resultara enorme; pues por fin sería libre.


El tren continuaba pitando cuando Scala y Castelletti aparecieron a toda prisa por las vías. Después de oír los disparos y el silbato sin ver aparecer el tren habían decidido entrar. Se detuvieron en seco al ver a un hombre en llamas que cruzaba las puertas del muro corriendo.

Los policías contuvieron el aliento al verlo avanzar tres metros, cuatro, hasta que al final se desplomó sobre los raíles. Se hallaba treinta metros dentro de territorio italiano.

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