VEINTICINCO

Una vez más Roscani se esforzó por hacer caso omiso de Farel. El policía del Vaticano era brusco, directo y agresivo. Siempre anteponía la Santa Sede a cualquier otra cosa, como si sólo ella tuviera interés en el caso y trataba a la gente en consecuencia, en especial en el caso de alguien como Roscani, que pertenecía a un cuerpo de policía que escapaba de su control y era una persona más reflexiva y mucho menos política. Roscani consagraba la vida al trabajo y a realizarlo lo mejor posible, sin importar de qué se tratara. Era una virtud que había aprendido de su padre -fabricante y vendedor de artículos de piel que murió de un paro cardíaco en su tienda a los ochenta años mientras intentaba mover un yunque de cincuenta kilos-, y era la misma virtud que intentaba inculcar a sus hijos. De modo que, si uno era así y tomaba conciencia de ello, hacía todo lo posible por hacer caso omiso de personas como Farel y dedicar las energías a cosas más positivas y útiles, a lo que uno estaba haciendo, a cosas como el comentario que hizo Scala, cuando se hubo marchado Farel, sobre la venda de Harry Addison y la deducción de que se había herido cuando colisionó el coche de Pio con el camión. Si era así, y lo había tratado un médico, debían encontrarlo y preguntarle por el paradero de aquel hombre.

Por su parte, Castelletti había anotado el nombre del fabricante del vídeo, el lote y el número de código impreso detrás. Nadie sabía hasta dónde podía llevarlos una pista como ésa; del fabricante al mayorista, pasando por una cadena de tiendas hasta llegar a un punto de venta concreto, a un dependiente que recordara haberlo vendido a una persona determinada…

La reunión finalizó, y en la habitación sólo permanecieron Taglia y Roscani; uno para tomar una decisión y el otro para escucharla.

– Quieres que entregue el vídeo a los medios de comunicación y que los ciudadanos nos ayuden a encontrarlos -dijo Taglia.

– A veces funciona.

– A veces ahuyenta más a los fugitivos… Pero hay que contemplar otros factores como, por ejemplo, todo lo que ha dicho Farel, el carácter tan delicado del tema, los conflictos diplomáticos que quizá surjan entre Italia y el Vaticano… Es posible que el Papa desee algo en particular, pero Farel no omitió el nombre del cardenal Palestrina sin motivo… Él es el verdadero guardián de la llama del Vaticano y el responsable de la visión que el mundo tiene de la Santa Sede.

– En otras palabras, desde el punto de vista de la diplomacia, el escándalo resulta peor que el asesinato y no vas a hacerlo público.

– Así es. El Gruppo Cardinale continuará con la búsqueda de manera confidencial, y los archivos permanecerán bajo protección. -Taglia se puso en pie-. Lo siento, Otello… Buona sera.

– Buona sera…

La puerta se cerró detrás de Taglia, y Roscani se quedó solo y frustrado. Tal vez su mujer tenía razón después de todo y, a pesar de su total dedicación, el mundo no era ni más justo ni mejor, y poco podía hacer para cambiarlo. Sin embargo, lo que sí estaba a su alcance era dejar de luchar contra él con tanta fuerza, y quizás así su vida y la de su familia sería un poco más fácil. Su mujer tenía razón, por supuesto, pero, como bien sabían los dos, tan difícil le resultaría cambiar su manera de ser como cambiar el mundo. Se había hecho policía porque no deseaba trabajar en el negocio de su padre, porque se había casado y quería estabilidad antes de fundar una familia, y porque la profesión le había parecido noble y emocionante. Pero después ocurrió algo: las vidas de las víctimas empezaron a afectar a la suya propia, vidas destrozadas, a menudo por una violencia sin sentido. Cuando lo ascendieron y destinaron al departamento de homicidios las cosas empeoraron porque, por alguna razón, comenzó a ver a las víctimas de cualquier edad como a los hijos de alguien, como a los suyos, todos merecían vivir la vida hasta el fin sin que se viera interrumpida por la violencia. En este sentido, el cardenal Parma era para él el hijo de una madre, al igual que Pio, y por eso sentía la imperiosa necesidad de encontrar a los culpables, atraparlos antes de que cometiesen otro crimen. Pero ¿cuántas veces los había detenido para que después los jueces, por una razón u otra, los dejaran en libertad? Todo ello lo había llevado a luchar contra la justicia, dentro de los límites de la ley o fuera de ellos. Era una guerra perdida, pero continuaba luchando, tal vez porque era hijo de su padre.

Roscani extendió la mano y apuntó el mando de la televisión a la gran pantalla. Se oyó un clic y se encendió. Rebobinó la cinta y comenzó a reproducirla; vio a Harry de nuevo sentado en el taburete hablando detrás de las gafas oscuras.

«Danny, te pido que vengas…, que te entregues… Lo saben todo… Por favor, hazlo por mí… Ven…, por favor…, por favor…»

Roscani observó que hacía una pausa al final, parecía que iba a hablar de nuevo cuando de repente la cinta llegaba a su fin. La rebobinó y la vio de nuevo, una y otra vez. Cuanto más la miraba, más rabia sentía en su interior. Quería levantar la vista y ver a Pio entrar por la puerta sonriendo como siempre, para hablarle de su familia y preguntarle por la suya. Pero en cambio veía a Harry, al señor Hollywood con gafas de sol, sentado en un taburete y rogando a su hermano que se entregara para que lo mataran también.

¡Clic!

Roscani apagó el televisor y, en la penumbra, aquellos pensamientos volvieron a asaltarlo. Era incapaz de desterrarlos: mataría a Harry Addison cuando lo atrapara, sabía que lo encontraría.

¡Clic!

Volvió a encender la televisión y, tras prender un cigarrillo, apagó la cerilla de un fuerte soplido. No debía pensar así. Se preguntaba cómo habría reaccionado su padre en su lugar.

Necesitaba distancia, y la consiguió viendo la cinta de nuevo, una y otra vez. Se esforzó por analizarla con frialdad, como un policía experimentado en busca de la pista más insignificante.

Cuanto más la veía, más empezaron a intrigarle ciertos detalles, como el estampado del papel de la pared y lo que ocurría justo antes del final, cuando se veía a Harry con la boca abierta, como si fuera a decir algo más, pero sin que llegara a hacerlo porque se acababa la cinta. Extrajo una pequeña libreta del bolsillo y apuntó:

• Ampliar con el ordenador imagen del papel de la pared.

• Encargar a un especialista en leer los labios que analice la(s) palabra(s) no pronunciadas.

Roscani rebobinó la cinta, quitó el sonido al televisor y observó las imágenes mudas. Al acabar, lo hizo de nuevo.

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