OCHENTA Y CUATRO

Thomas Kind mantenía el filo de la cuchilla sobre el cuello de Salvatore mientras el barco avanzaba con lentitud y el eco de los motores fueraborda resonaba en las paredes de la caverna. A sus espaldas, el cuerpo de Marta yacía en cubierta, entre la cabina y los motores. Presentaba una pequeña herida entre los ojos de la cual todavía manaba la sangre.

Salvatore ladeó ligeramente la cabeza para observar a Thomas Kind: tenía el lado derecho de la cara cubierto de sangre y la piel desgarrada por los arañazos de Marta. El terrorista les había dado alcance poco antes de llegar al ascensor, la pelea había sido muy breve y rápida, pero la mujer había conseguido hacerle daño y, sólo por esto, Salvatore Belsito se sentía muy orgulloso de ella.

Sin embargo Salvatore no era como su mujer, carecía de su valentía y su decisión. Bastante difícil le había resultado ya mentir a la policía cuando entró en Villa Lorenzi o encargarse del enfermo mientras la hermana Elena salía en busca de su hermano. Salvatore Belsito era el jardinero jefe de Villa Lorenzi, un hombre afable que amaba a su mujer y cuya única preocupación era que las plantas crecieran. Eros Barbu les había ofrecido un hogar y trabajo indefinido y, por ello, le debía mucho, pero no la vida.

– Otra vez -ordenó Thomas Kind.

Salvatore titubeó por un segundo y después gritó el nombre de Elena.

La voz de Salvatore rebotó en las paredes de granito como en una cámara de resonancia. El grito se oyó más cerca y alto que antes, pero se vio acallado por el repentino rugido de los motores.

– A la derecha -le indicó Elena, que se encontraba detrás de él, mientras con la linterna seguía las marcas de la roca que llegaban hasta una curva que casi se doblaba sobre sí misma.

Harry empujó el remo derecho con fuerza, pero tomó la curva demasiado cerrada y el remo izquierdo quedó atrapado contra la pared y por poco le saltó de la mano. Masculló una maldición mientras recuperaba el equilibrio e introdujo de nuevo el remo izquierdo en el agua.

Remó con todas sus fuerzas. Tenía las manos despellejadas, y los ojos le escocían del sudor que le recorría la frente. Deseaba detenerse siquiera un segundo para arrancarse el alzacuello y respirar.

– ¡Hermana Elena!

El eco de la llamada de Salvatore los persiguió por el canal como una ola.

De repente una luz cegadora iluminó el canal por el que habían venido. Harry distinguió la sombra de la pared por la que acababan de pasar y pensó que el barco no tardaría más de diez segundos en adentrarse en el cauce donde se encontraban.

Angustiado, miró en torno a sí y descubrió un canal que se extendía recto por unos quince metros antes de llegar a una curva cerrada a la izquierda. Resultaba casi imposible llegar allí antes de que el barco virara, pero no existía escondrijo alguno en la escarpada pared.

– ¡Señor Addison! ¡Mire! -Elena señalaba al frente.

Harry siguió la dirección de su mano y, a la izquierda, a unos diez metros de distancia, vislumbró una sombra oscura que bien podía ser la boca de una cueva o un entrante en la roca de un metro o metro y medio de altura, como mucho, apenas lo bastante grande como para albergar el esquife.

A sus espaldas, el rugido de los motores se oía cada vez más fuerte y la intensidad de la luz aumentaba por momentos. La embarcación estaba acelerando.

Harry remó con toda su energía para llegar a la cueva.

– ¡Vamos a entrar! -gritó a Elena-. Pase por encima de mí, no deje que Danny se golpee la cabeza.

Harry se detuvo por una milésima de segundo y notó el roce del hábito de Elena mientras pasaba a gatas sobre él. Acto seguido hincó los remos con fuerza, pero al hacerlo, el derecho salió del agua, el esquife dio un giro brusco a la izquierda y rozó la pared, pero Harry recuperó las fuerzas y rectificó el rumbo hacia la abertura de la cueva.

En ese instante Elena levantó la vista y divisó la proa del fueraborda al pasar junto al saliente de la roca, recorriendo con el potente haz de luz la vía de agua. Harry lanzó una mirada por encima del hombro. Se hallaban en la entrada de la cueva.

– ¡Agáchese! -ordenó.

Agazapado, Harry sacó los remos del agua y dejó que el esquife se deslizara hacia el interior con un espacio de pocos centímetros a cada lado. Elena inclinó la cabeza a la vez que protegía la de Danny con la mano. La popa se escurrió a través de la abertura: estaban dentro.

Harry se tendió de espaldas, se agarró al techo rocoso y, tirando del esquife con una mano encima de la otra, se introdujo en la profundidad de la cueva. Un segundo más tarde, el potente reflector barrió las paredes del canal.

Los motores desaceleraron de golpe; Harry contuvo la respiración. Medio segundo más tarde, la embarcación pasó por delante de la abertura de la cueva y Harry distinguió el perfil duro de un hombre rubio, con una mano en el volante y la otra sobre el cuello de Salvatore Belsito. Segundos después, desaparecieron de su vista, llevándose consigo la luz del reflector y dejando una estela tras de sí.

Harry se sujetó a las paredes de la caverna para que el esquife no las golpeara. Con el corazón en un puño, se incorporó y escuchó con atención. Transcurrieron varios segundos hasta que por fin se apagaron los motores y el silencio dominó la oscuridad.

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