Harry llamó al timbre de la habitación 525 y esperó, boina en mano; estaba empapado en sudor, tanto por los nervios como por el calor de julio. Veintiocho grados y ya anochecía.
Se disponía a pulsar el timbre otra vez cuando la puerta se abrió de pronto y vio a Adrianna, con el pelo mojado, un albornoz blanco de hotel como única prenda y un teléfono móvil pegado a la oreja. Harry entró aprisa y echó el pestillo.
– Acaba de llegar ahora mismo.
Adrianna se acercó a la ventana y corrió las cortinas. El televisor instalado junto a la ventana estaba encendido, en el canal de noticias, con el sonido apagado. Alguien hablaba delante de la Casa Blanca. De pronto, empezaron a mostrar imágenes del parlamento británico.
Adrianna se dirigió a un tocador y se inclinó delante del espejo para garabatear algo en un bloc de notas.
– Esta noche, de acuerdo… Lo tengo…
Colgó el teléfono y alzó la vista. Harry observaba su reflejo.
– Era Eaton…
– Sí. -Adrianna se volvió para situarse delante de él.
– ¿Dónde diablos está Danny?
– Nadie lo sabe… -Se volvió hacia el televisor… Nunca le quitaba los ojos de encima por si ocurría algo; era un hábito de toda la vida, la deformación profesional de una reportera. Luego miró de nuevo a Harry-. Roscani y sus hombres registraron la villa de Bellagio donde se suponía que estaba hace sólo unas horas… No encontraron nada.
– ¿La policía está segura de que era Danny?
– Todo lo segura que puede estar sin haber estado allí. Roscani sigue aquí, en Como. Esto ya indica bastante… -Adrianna se colocó un mechón de pelo aún mojado detrás de la oreja-. Pareces a punto de derretirte. Puedes quitarte la chaqueta, ¿sabes? ¿Quieres beber algo?
– No.
– Voy a…
Adrianna abrió una vitrina y extrajo una pequeña botella de coñac. La vació en un vaso y se volvió.
Harry la observaba.
– ¿Qué he de hacer ahora? ¿Cómo voy a llegar a Bellagio?
– Estás enfadado conmigo, ¿verdad? Por lo que pasó en Roma, por implicar a Eaton en esto.
– No, te equivocas. Te estoy agradecido. Jamás habría llegado tan lejos sin tu ayuda ni la de Eaton. Ambos os jugasteis el tipo, por vuestras propias razones, pero lo hicisteis… El sexo sólo hizo que me sintiera más cómodo.
– Lo hice porque quería. Y porque tú también querías. Y porque a los dos nos gustó… No me digas que nunca antes te había ocurrido… Es así como vives tu vida, o si no ya te habrías casado y formado una familia.
– ¿Por qué no te limitas a decirme qué se supone que debo hacer?
– Muy bien… -Adrianna lo miró por unos instantes, y luego, con el vaso en la mano, se reclinó sobre el tocador-. Tomarás el último hidrodeslizador a Bellagio. Te registrarás en el hotel Du Lac, junto al muelle. Ya están hechas las reservas, a nombre del padre Jonathan Roe, de la Universidad de Georgetown. Tendrás el número de teléfono del hombre que administra Villa Lorenzi. Su nombre es Edward Mooi.
– ¿Se supone que debo llamarlo?
– Sí…
– ¿Qué te hace pensar que conoce el paradero de Danny?
– Porque la policía cree que él lo sabe.
– Entonces habrán intervenido su teléfono.
– Y, ¿qué es lo que van a oír? -Adrianna bebió un sorbo de su vaso-. A un cura norteamericano que ofrece su colaboración sencillamente porque ha visto las noticias y quiere ayudar en lo que pueda…
– En su lugar, yo pensaría que la llamada es una trampa, un anzuelo de la policía.
– Yo también lo pensaría, pero entre ahora y el momento de tu llamada, recibirá un fax de una librería religiosa de Milán. En ese momento no lo entenderá (tampoco lo sabrá la policía, si lo intercepta, porque parecerá un anuncio), pero Edward Mooi es un hombre culto, y, después de tu llamada, buscará el fax y lo releerá, incluso si lo ha tirado al cubo de basura. Cuando lo haga, entenderá.
– ¿Qué fax?
Tras dejar el vaso sobre la mesa, Adrianna sacó un papel de una bolsa de viaje que descansaba sobre la cama y se lo dio. Luego, con una mano en la cadera, se apoyó de nuevo en la mesa. Con el movimiento se le abrió el albornoz. No mucho, pero lo suficiente como para que Harry alcanzase a ver parte de un pecho y una insinuación de la oscuridad de su entrepierna.
– Léelo…
Harry vaciló, luego dirigió la vista al papel.
¡LEA!
GÉNESIS 4:9
El nuevo libro del
padre Jonathan Roe
Eso era todo. Con letras mecanografiadas. Nada más.
– ¿Recuerdas la Biblia, Harry?
– ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? -Harry soltó la hoja sobre la cama.
– Es un hombre culto. Lo entenderá.
– Y después, ¿qué?
– Esperaremos… Yo estaré en Bellagio, Harry. Tal vez incluso antes de que tú llegues. -La voz de Adrianna se volvió suave, seductora. Sus ojos buscaron los de Harry-. Y sabré cómo encontrarte… El teléfono que tienes en tu bolsillo, ya sabes. -Hizo una pausa-. Tal como… lo hicimos en Roma…
Durante largo rato Harry guardó silencio y se limitó a permanecer de pie, mirándola. Al fin, dejó que sus ojos recorrieran su cuerpo.
– Tu albornoz está abierto…
– Lo sé…
Él la tomó por detrás, como a ella le gustaba, como lo había hecho la primera vez en su piso de Roma. La diferencia, en esta ocasión, era que las luces estaban encendidas y estaban de pie en el baño. Adrianna estaba ligeramente inclinada, con las manos apoyadas en el borde del mármol, ambos de cara al espejo, mirando.
Percibió el placer de ella cuando la penetró. Notó que se intensificaba con cada embestida deliberada. Se veía a sí mismo detrás de ella; con la mandíbula tensa. Firme. Más tensa cuanto más fuerza imprimía al movimiento. En cierto modo resultaba indecente ver su propio rostro. Era casi como si lo hiciese consigo mismo, pero no era así.
– Sí -resolló ella-. Sí…
Con este sonido, el propio ser de Harry se desvaneció, y sólo la vio a ella echando la cabeza atrás, con los ojos cerrados, atenazándole con sus músculos secretos, aumentando la fuerza de cada embestida para ambos.
– Más -susurró-. Más. Más fuerte. Sí. Rómpeme, Harry. Rómpeme…
Sintió que se le aceleraba el pulso y que el calor del cuerpo de Adrianna se incrementaba contra el de él. Ambos empapados en sudor, como antes en su cama en Roma. Unas luces bailaban ante sus ojos. Su corazón latía con fuerza. El sonido de los gemidos de ella se superponía al restallido de sus carnes cuando chocaban. Una y otra vez. Luego, de pronto, ella gritó y él la vio agachar la cabeza entre los hombros. Él eyaculó al mismo tiempo. Lo sintió como un cañonazo. Un cañón que no dejaba de disparar, un proyectil tras otro, fuera de control. Y luego sus rodillas cedieron y tuvo que aferrarse al borde del lavabo para no caer. Y supo que ya no quedaba nada más. Para ninguno de los dos.