– Chiasso… -dijo Hércules mientras se alejaban de Milán y se incorporaban al intenso tráfico de verano de la autostrada A9; Harry iba al volante del Fiat gris oscuro que Adrianna había dejado aparcado frente a la estación central de Roma, con las llaves escondidas bajo la rueda izquierda trasera tal como había prometido.
Harry no respondió.
Tenía la mirada fija en la autopista y los pensamientos en Como, donde debía encontrarse con Adrianna, y en Bellagio, donde se suponía que se hallaba Danny.
– Chiasso -oyó que repetía a Hércules, y se volvió de golpe para encontrarse con la mirada del enano.
– ¿De qué diablos habla?
– ¿No le he ayudado a llegar hasta aquí, señor Harry? ¿A encontrar la salida de Roma, a tomar la autopista? Lo he guiado hacia el norte cuando usted quería ir hacia el sur… Sin Hércules estaría camino de Sicilia, no de Como.
– Ha estado magnífico. Le debo todo lo que soy hoy. Pero sigo sin saber de qué diablos está hablando.
De golpe, Harry adelantó un coche y se situó detrás de un Mercedes que avanzaba a gran velocidad.
El viaje estaba durando demasiado.
– Chiasso está en la frontera suiza… Quiero que me lleve hasta allí. Por eso he venido.
– ¿Para que lo lleve a Suiza? -preguntó Harry, incrédulo.
– Me buscan por asesinato, señor Harry…
– Y a mí.
– Pero yo no puedo disfrazarme de cura ni hacerme pasar por otro. Un enano no puede viajar en autobús o en tren sin llamar la atención.
– Pero en un automóvil sí.
Hércules sonrió en un gesto de complicidad.
– Nunca antes había contado con uno…
Harry lo miró enfurecido.
– Hércules, éste no es precisamente un viaje de placer. No estoy de vacaciones.
– No, está intentando dar con su hermano. Igual que la policía. Por otra parte, Chiasso no está mucho más lejos que Como. Yo me bajo, usted da la vuelta y regresa. ¿Qué problema hay?
– ¿Y si me negara a hacerlo?
Hércules se incorporó indignado.
– Entonces no sería hombre de palabra. Cuando le di esa ropa, le pedí que me ayudara. Me dijo: «Haré todo lo posible. Se lo prometo».
– Me refería al tema legal, y en Roma.
– Dadas las circunstancias, preferiría aceptar la ayuda ahora, señor Harry. Sólo veinte minutos más de su vida.
– Veinte minutos…
– Entonces estaremos en paz.
– Bien, estaremos en paz.
Poco después pasaron la salida de Como y su acuerdo se volvió discutible. Cinco kilómetros al sur de Chiasso el tráfico se ralentizó y se estrechó delante de ellos hasta circular por un solo carril. Luego se detuvo. Harry y Hércules vieron una interminable fila de luces de freno. Luego, a lo lejos, los divisaron: policías con chalecos antibalas y metralletas Uzi que caminaban despacio hacia ellos, echando un vistazo al interior de cada coche junto al que pasaban.
– Dé la vuelta, señor Harry. ¡Deprisa!
Harry retrocedió unos metros, luego puso primera y, con un agudo chirrido de los neumáticos, dio media vuelta y aceleró por donde habían venido.
– ¿Qué diablos era eso? -Harry miró por el retrovisor.
Hércules no dijo nada y encendió la radio. Sintonizó una emisora que transmitía noticias en italiano.
En la frontera con Chiasso se había establecido un control de la policía, tradujo Hércules. Registraban cada vehículo en busca del cura fugitivo, el padre Daniel Addison, que de algún modo se las había ingeniado para eludir a la policía en Bellagio y que con seguridad intentaría cruzar la frontera con Suiza.
– ¿Los ha eludido? -Harry se volvió para mirar a Hércules-. ¿Quiere eso decir que alguien lo vio?
– No lo han dicho, señor Harry…