Roscani se mordisqueaba los nudillos mientras observaba atento la locomotora que se aproximaba. La máquina era vieja y estaba cubierta de una capa de grasa que tapaba casi toda la pintura verde.
– Ha llegado pronto -comentó Scala desde el asiento posterior.
– Qué más da, lo importante es que ha llegado -respondió Castelletti incorporándose en el asiento delantero.
El Alfa Romeo azul de Roscani estaba aparcado al borde de la carretera entre el ramal que cruzaba las puertas del Vaticano y la Stazione San Pietro. Al pasar la locomotora por su lado, oyeron chirriar las ruedas cuando el conductor frenó y aminoró la marcha hasta detenerse. En ese momento un guardafrenos saltó a la vía y caminó hasta el ramal donde accionó el interruptor manual y tiró de una barra que lo conectaba con las agujas. Momentos más tarde hizo señas al conductor, y la máquina comenzó a avanzar, exhalando una nube de humo marrón por el escape. Al llegar al lugar indicado, el guardafrenos le indicó que se detuviera, colocó las agujas en la posición inicial y subió a la locomotora.
Scala se inclinó hacia delante.
– Si entran ahora, joderán el plan.
Castelletti sacudió la cabeza.
– No te preocupes. Esto es el Vaticano; esperarán hasta que sea la hora de abrir las puertas para entrar a las once en punto.
Ningún ferroviario italiano se arriesgará a cabrear al Papa por llegar demasiado tarde o demasiado temprano.
Roscani miró a Castelletti de soslayo y posó de nuevo la vista sobre la máquina. Cada vez se sentía más intranquilo por lo que había hecho; quizá su deseo de justicia había sido demasiado fuerte y lo había persuadido de que los Addison le ayudarían a hacerla, pero cuanto más pensaba en ello, más consciente era de que todos estaban locos, sobre todo él, por autorizar la operación. Por mucho que los Addison creyeran que estaban preparados, se equivocaban; no estaban listos para enfrentarse a los hombres de Farel ni mucho menos a Thomas Kind en persona. Pero ya era demasiado tarde para pensar en ello, pues la operación ya estaba en marcha.
Danny estaba en el suelo, con las piernas torcidas debajo del cuerpo. Ante sí tenía un papel de periódico sobre el que colocó el último de los ocho cilindros de tela empapados en ron y aceite, dispuestos en fila con una separación de veinte centímetros entre cada uno justo delante de la toma de aire del sistema de ventilación central de los museos del Vaticano.
«Oorah! -gritó Danny para sí-. Oorah!» ¡Preparado para matar! Era el antiguo grito de batalla de los celtas adoptado por los marines, un grito estimulante y escalofriante a la vez que provenía del fondo del alma.
Hasta el momento sólo habían preparado el terreno, a partir de ese momento comenzaba la acción, y su mente funcionaba como la de un guerrero.
«Oorah!», repitió para sí al acabar. Se volvió a Elena, que permanecía de pie detrás de él con un cubo metálico en las manos lleno de una docena de trapos empapados en agua.
– ¿Lista?
Elena asintió con la cabeza.
– Bien.
Danny echó un vistazo al reloj, encendió una cerilla y la acercó a los cilindros de tela. Éstos prendieron de inmediato despidiendo una nube de humo marrón e hicieron arder los periódicos. Danny echó más papel de diario arrugado al fuego y, en cuestión de segundos, había creado una impresionante hoguera.
– ¡Ahora! -gritó.
Elena se acercó corriendo, y entre los dos sacaron los trapos mojados del cubo y los extendieron, uno a uno, encima de las llamas.
El fuego se extinguió casi de inmediato dejando una nube de humo marrón blanquecino que, en lugar de propagarse por la sala de máquinas, fue aspirada por el sistema de ventilación.
Satisfecho, Danny se inclinó hacia atrás y Elena lo ayudó a subir a la silla de ruedas.
Danny alzó la vista y miró a Elena.
– Sigamos -dijo.