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25.40 h


Nicholas Marten no era bebedor, al menos no del tipo que se sienta en el bar de un hotel a media tarde a tomar whisky. Sin embargo ahora, hoy, esta tarde, todavía devastado emocionalmente por la muerte de Caroline, sencillamente le apeteció hacerlo. Estaba sentado a solas al fondo de la barra, tomándose su tercera copa de Walker Red con soda y tratando de superar la atroz sensación que lo había inunda-do cuando el abogado de ella lo hizo salir de la casa y cerró la puerta detrás de ellos.

Marten tomó otro trago de su copa y echó un vistazo a su alrededor con la mirada ausente. A media barra vio a la camarera de la blusa corta charlando con un hombre de mediana edad con un traje arrugado, ahora mismo su único otro cliente. La media docena de mesas y taburetes de piel al otro lado de la sala estaban vacíos. Por el televisor de detrás de la barra emitían las noticias en directo desde Union Station, donde habían matado a un hombre con un arma de fuego apenas una hora antes. El hombre «había sido asesinado», decía el periodista de la unidad móvil, acribillado a balazos por un pistolero desde la ventana de un edificio de enfrente. Pero las autoridades todavía no habían revelado casi nada sobre la víctima, aparte de que se creía que era un pasajero del tren Acela que acababa de llegar de Nueva York. Tampoco había ninguna especulación sobre el motivo del crimen. Otros detalles empezaban tan sólo a filtrarse, y uno de ellos apuntaba que el arma del crimen podía haber sido abandonada en el lugar desde donde se efectuó el disparo. Aquella situación le hizo a Marten volver a pensar en la doctora Stephenson y preguntarse de nuevo por qué todavía no se había hecho público su suicidio; también si era posible que su cuerpo siguiera aún abandonado en la acera y, por alguna razón improbable, no hubiera sido descubierto. Eso parecía poco creíble. Las otras únicas explicaciones eran las que había pensado antes: que a su familia todavía no se le hubiera notificado el deceso, o tal vez que la policía estuviera trabajando en algo que no deseaba hacer público.


– ¿Nicholas Marten?

Una voz masculina irrumpió de pronto detrás de él. Sorprendido, Marten se volvió. Un hombre y una mujer estaban en mitad del bar y avanzaban hacia él. Aparentaban cuarenta y pico años, tenían un aspecto urbano y fatigado e iban embutidos en sendos trajes oscuros. No había duda de qué eran: detectives.

– Sí -dijo Marten.

– Mi nombre es Herbert, del departamento de Policía Metropolitana. -Le mostró su identificación y luego la guardó-. Esta es la detective Monroe.

Herbert era de complexión mediana, un poco barrigudo y con el pelo gris entremezclado con castaño natural. Sus ojos eran casi del mismo tono. La detective Monroe era quizás uno o dos años más joven. Alta, de mandíbula cuadrada, llevaba el pelo rubio, corto y con mechas. Era guapa, pero demasiado dura y de aspecto cansado como para resultar atractiva.

– Nos gustaría hablar con usted -dijo Herbert.

– ¿Sobre qué?

– ¿Conoce usted a la doctora Lorraine Stephenson?

– En cierta manera. ¿Por?

Eso era lo que Marten se había temido, que alguien lo hubiera visto frente a la casa, o siguiéndola por la calle cuando ella salió corriendo; quizás hasta hubieran escuchado el disparo y le hubieran visto marcharse y hubieran apuntado el número de placa del coche de alquiler mientras se marchaba.

– Ayer la llamó usted varias veces a la consulta -dijo Monroe.

– Sí. -¿Llamadas? «¿Qué es esto?», se preguntaba Marten. ¿Era un suicidio y estaban revisando su registro de llamadas? Bueno, tal vez. Ella conocía a mucha gente importante. Todo el asunto podía ser más enrevesado de lo que él pensaba y quizá no tuviera nada que ver con Caroline.

– Fueron llamadas insistentes -dijo Monroe.

– ¿Qué quería de ella? -lo presionó Herbert.

– Quería hablar con ella sobre la muerte de una de sus pacientes.

– ¿A quién se refiere?

– A Caroline Parsons.

Herbert hizo una media sonrisa.

– Señor Marten, nos gustaría que nos acompañara a la comisaría para charlar un rato.

– ¿Por qué? -Marten no comprendía. De momento no le habían dicho nada sobre el suicidio. Nada que hiciera sospechar que sabían que había estado cerca de su residencia.

– Señor Marten -dijo Monroe sin un ápice de emoción-, la doctora Stephenson ha sido asesinada.

– ¿Asesinada? -dijo Marten con genuina sorpresa.

– Sí.

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