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4.03 h


– A la estación de Sants -dijo el presidente mientras él, Demi y Marten se subían al asiento de atrás del flamante taxi amarillo número 6622.

– Sí. -El taxista puso el coche en marcha y empezó a circular en el preciso instante en el que las sirenas llenaban el aire.

Cruzaron una plaza, giraron a la izquierda y luego tuvieron que frenar rápidamente para evitar la colisión con dos coches de la policía municipal que cruzaban directamente por delante de ellos.

– Ya se ha disparado la alarma -dijo Marten a media voz-. La estación estará vigilada.

– Lo sé -dijo el presidente.

– ¿Y…?

– Ya lo veremos. -El presidente se apoyó en el asiento y se calzó un poco más el sombrero de Demi.

Demi lo miró y luego miró a Marten.

– Vayan donde vayan, yo no puedo acompañarles. Eso es de lo que quería hablarle, cuando vine al hotel.

De pronto, dos coches más de la policía rugieron en dirección al hotel de Marten, y justo entonces vieron la hilera de tráfico parado.

– Mossos d'Esquadra, ¿qué demonios pasa? -dijo el taxista, mirándolos por el retrovisor.

– Algo pasará. ¿Quién sabe? -le respondió el presidente, encogiéndose de hombros, antes de mirar a Marten rápidamente.

– Han cortado la calle -dijo, sotto voce-. Inspeccionarán los coches. Cada vez será peor. Actúan en círculos concéntricos. Bloquean la calle con puntos de control y luego van poniendo más controles en el exterior.

– Entonces vayamos andando -dijo Marten.

– Sí. -El presidente miró al taxista-. Pare aquí, por favor.

– ¿Aquí mismo?

– Sí.

El taxista se encogió de hombros y se subió abruptamente al bordillo. Los tres salieron del coche y el presidente le pagó con una generosa propina:

– No nos ha visto, ¿vale? -le dijo, escondiendo las facciones bajo el sombrero.

– Nunca -le dijo el taxista, con una mueca cómplice.

Marten cerró la puerta y el coche se alejó.

Los transeúntes inquietos circulaban a su alrededor, cada vez más preocupados por lo que estaba sucediendo.

– Terroristas -dijo alguien, en voz alta-Terroristas -murmuraban otros-. ¿Vascos? ¿La ETA? -preguntó un hombre.

– No -soltaron varias voces a la vez-, Al Qaeda.

Los conductores detenidos por el control estaban siniestramente callados. La tensión y la miedosa expectativa llenaban el ambiente. En cualquier otro momento habrían estado gritando y tocando las bocinas con impaciencia, pero no ahora.

– Sigan andando -dijo rápidamente el presidente-, no se aparten de la gente.

Marten asintió y tomó a Demi del brazo, colocándola entre él y el presidente al tiempo que avanzaban. Ahora no les cabía duda de que el Servicio Secreto estaba al tanto de que el presidente había estado en la habitación de Marten, y de que éstos habían tomado todas las medidas para encontrarlos. Lo único que podían hacer era intentar confundirse entre lo que era ahora una larga cola de gente, y esperar que no levantaran la alarma al reconocer al hombre del sombrero que andaba entre ellos, ni que fuera por pura sorpresa.

Marten dejó pasar a tres jóvenes y luego miró a Demi:

– Antes, en el taxi, ha dicho que no podía acompañarnos. ¿Por qué?

Demi vaciló, luego miró al presidente y luego otra vez a Marten:

– El reverendo Beck se va a reunir mañana con el doctor Foxx a primera hora de la tarde, en el monasterio benedictino de Montserrat, en las montañas al noroeste de aquí. Me ha pedido que vaya con él y yo he accedido. Tengo que volver al hotel, nos iremos desde allí.

Marten y el presidente se miraron, luego Marten se dirigió a Demi:

– ¿Le ha pedido que vaya, sin más?

– Sí, por el mismo motivo por el que he venido a Barcelona, para seguir con el reportaje del libro.

– ¿Le ha dicho por qué canceló el viaje a los Balcanes, o por qué se marchó de Malta de la manera en que lo hizo?

– Lo único que me ha dicho es que surgió un asunto inesperado que le ha obligado a venir a Barcelona a reunirse con alguien. No me ha dado más explicaciones. Sencillamente se ha disculpado por irse tan bruscamente.

De pronto, más adelante, se oyeron varias sirenas a la vez. La gente empezó a caminar más rápido, como si estuviera pasando algo. Cada vez había más gente que corría. Ellos avanzaban entre la muchedumbre, tratando de permanecer ocultos entre la masa. Demi miró al presidente, luego a Marten.

– He hecho lo que usted me recomendó y le he dicho a Beck que usted me siguió hasta Barcelona, y que nos hemos encontrado y hemos hablado. Esperaba que demostraría enfado, o sorpresa, pero no. En vez de eso, me ha comentado algo de pasada, en el sentido de que ojalá usted y el doctor Foxx se hubieran despedido de una manera más cordial en Malta. No me ha dicho por qué, ni me ha preguntado por qué me había seguido hasta aquí, ni me ha preguntado de qué habíamos hablado. Parecía no interesarle, como si tuviera otras cosas en la cabeza, pero me ha dado la sensación de que si usted aparecía en Montserrat mientras estuviéramos allí, tal vez él encontraría la manera de concertarle una entrevista para que usted y Foxx acabaran de hablar. Incluso podría decir que ha sido idea mía, porque así no se estropearía mi relación con él, en especial cuando le pida ayuda para encontrar a mi hermana.

Marten la escrutó. Incluso ahora, después de lo que acababan de pasar juntos, le costaba saber si podía confiar en ella; si mentía y todo aquel melodrama de Foxx y Beck marchándose de Malta tan repentinamente y luego haciéndola venir a Barcelona formaba parte del asunto en el que estaban metidos, fuera el que fuese. Y aquella oferta de paz, que parecía muy forzada, a Marten; ese deseo de Beck de que él y Foxx hubieran dejado las cosas de una manera «más cordial», parecían una manera muy estudiada de hacerlo ir a Montserrat por su propio pie; un monasterio aislado donde lo podrían atrapar a solas para luego exigirle que confesara para quién trabajaba y, finalmente, deshacerse de él. Si éste era el caso y la llamada a horas intempestivas de Demi había sido idea de aquellos hombres, y no de ella, precisaba enterarse de todo lo que pudiera antes de dejarla marchar de vuelta a su hotel.

– ¿Irá la mujer de negro a Montserrat con ustedes?

– ¿Quién? -Demi pareció totalmente sorprendida.

– A primera hora del anochecer usted y Beck han ido a la catedral. Los acompañaba una mujer vestida de negro, una mujer mayor.

– ¿Cómo lo sabe?

– Da igual cómo lo sé. Lo que quiero es saber quién es y qué tiene que ver con Beck.

– Se llama Luciana -contestó Demi, de manera directa y sin vacilar-. Es una amiga italiana del reverendo. Cuando he llegado al hotel estaba con él.

– ¿Es ella el motivo por el que tuvo que marcharse de Malta?

– No lo sé, pero ha sido ella la que ha arreglado la visita al monasterio, a través de un cura de la catedral. -Demi miró a la gente que los rodeaba, luego bajó la voz y miró a Marten-. Forma parte del aquelarre. Lleva el tatuaje en el pulgar. Y sí, ella irá con nosotros.

Marten miró al presidente y se dio cuenta de lo confundido que estaba. Sabía que había información importante pero no tenía ni idea de qué iba. Marten estaba a punto de decir algo, a punto de intentar explicarle, pero lo cortó el silbido de la sirena de un coche de policía que pasó a todo trapo junto a ellos, con el altavoz rugiendo instrucciones a los conductores para que se echaran hacia la acera. Le seguían un par de furgones azules de los Mossos d'Esquadra. Cien metros más adelante los tres vehículos se detuvieron del todo, las puertas traseras de los furgones se abrieron de golpe y al menos dos docenas de policías muy armados saltaron a la calle.

– Maldita sea -masculló el presidente.

A su alrededor la gente contemplaba la escena boquiabierta. «Terroristas», «Al Qaeda», decían, ahora más rápido, cada vez más personas y con más miedo.

El presidente miró a Marten:

– Están ampliando el cerco e intensificando la búsqueda. Desde aquí hasta fuera tendrán todas las calles y callejuelas bien cerradas.

– Pues entonces demos media vuelta y volvamos -dijo Marten, con calma.

– ¿Adónde?

– Somos tipos amables. La joven trataba de volver a su hotel y nosotros la hemos acompañado.

Demi se sobresaltó:

– ¿Piensan ir a mi hotel?

– Al menos usted tiene una habitación, y no creo que nos dejen entrar en cualquier otro lugar. Tendremos que inventarnos alguna manera de sortear a la gente de recepción.

– ¿Y cómo vamos a llegar hasta allí? -dijo Demi, señalando la masa de tráfico caótico-. Si tomamos un taxi nos detendrán en la esquina siguiente. Si voy sola es una cosa, pero si vamos juntos nos pillarán a los tres, y ahí se habrá acabado todo.

– Tiene razón -dijo el presidente.

Marten vaciló, luego miró hacia atrás por encima de su hombro:

– Vayamos andando.

– ¿Qué? -exclamó Demi.

Marten la miró:

– Lo mismo que aquí. Andemos.

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