7.17 h
Miguel Balius pisó el acelerador. Por unos segundos las ruedas traseras del Mercedes rodaron sobre la gravilla, luego se asentaron y la limusina empezó a moverse, rebotando por el camino sin asfaltar.
– ¿Miguel? -dijo el presidente Harris en voz alta, mirando a través del cristal que separaba el compartimiento del chófer del de los pasajeros. Era una prueba para comprobar si podía escuchar la conversación sin que él apretara el botón de comunicación. Marten hizo lo mismo cuando iban desde el hotel Regente, por las callejuelas escondidas de la ciudad, hasta esta playa. Pero quiso comprobarlo de nuevo para estar seguro.
– ¿Miguel? -volvió a decir, pero Balius no le respondió. Entonces miró a Marten-. Su teléfono.
– Ya entiendo -dijo Marten-. El Servicio Secreto sabe quién soy y debe de tener el número; buscarán la señal por satélite.
– No sólo un buscador. El NSA lo habrá interceptado y habrá facilitado las coordenadas geográficas al Servicio Secreto en cuestión de segundos. Conozco a mis hombres y ahora mismo deben de estar peleando por ver quién llega aquí el primero. Entiendo por qué ha respondido a la llamada, y yo le he dejado, pero no debí hacerlo. Sólo espero que lleguemos a tiempo de salir de aquí.
– Presidente -dijo Marten-, la llamada no era de Demi.
– Ya lo he deducido.
– No era un asunto trivial. Era de un periodista de investigación del Washington Post. Sabe lo de Caroline Parsons y sus sospechas de que ella, su marido y su hijo habían sido asesinados. Está al tanto de lo de Merriman Foxx y lo de la doctora Stephenson. Incluso descubrió la clínica de las afueras de Washington en la que el doctor Foxx trató a Caroline: el centro de rehabilitación de Silver Springs, Maryland.
»Está en Madrid, presidente. Ha interrogado al personal de su hotel y no se cree la historia oficial de su traslado a un lugar secreto en medio de la noche. Cree que es usted la razón por la que Barcelona está tomada por los servicios de inteligencia. Cree que usted ha podido ser secuestrado y que Merriman Foxx tiene algo que ver con ello.
– ¿Quién es ese periodista?
– Se llama Peter Fadden.
– Le conozco. No mucho, pero le conozco. Es un buen hombre.
– Le he dicho que volvería a llamarlo.
– No puede hacerlo.
– Si no lo hago, me llamará él a mí.
– No podemos correr este riesgo, señor Marten. Desconecte el teléfono. Tendremos que dejar que el señor Fadden deduzca lo que quiera. También tendremos que confiar en que no ha habido cambios en los planes de la señorita Picard.
Ahora habían alcanzado el final del camino de tierra y Balius llevó el Mercedes a una estrecha carretera asfaltada que se alejaba de la costa y llevaba hacia las montañas que se veían a lo lejos. Mientras la limusina recuperaba la estabilidad, el presidente Harris echó un vistazo a la pequeña pantalla montada en el respaldo del asiento de delante. Estaba sintonizada en la CNN y estaban dando un reportaje sobre lluvias torrenciales en la India. El presidente miró durante unos segundos y luego tocó el botón del interfono.
– Miguel.
– Diga, señor.
– Unos amigos nos han hablado de un lugar en las montañas cerca de aquí, un monasterio, creo -dijo el presidente con soltura, tranquilamente-. Dicen que es un lugar que todos los turistas deben visitar.
Balius miró por el retrovisor y sonrió con orgullo:
– Se refiere a Montserrat.
El presidente miró a Marten:
– ¿Era éste el nombre, primo?
– Sí, Montserrat.
– Nos gustaría ir, Miguel.
– Sí, señor.
– ¿Podríamos estar allí antes de las doce? Eso nos permitiría visitar un poco los alrededores antes de volver a la ciudad.
– Creo que sí, señor. A menos que nos tropecemos con más controles.
– ¿Por qué no puede la policía atrapar ya a esa gente? Hay cientos de agentes, ¿tan difícil es? -El presidente añadió cierta indignación e irritación a su tono, que antes había sido relajado y amable-. La gente tiene cosas mejores que hacer aparte de esperar en los controles, para que luego te dejen pasar y te vuelvan a parar en el siguiente.
– Desde luego, señor.
– No queremos llegar tarde al volver a la ciudad. Antes te las has arreglado perfectamente, Miguel. Confiamos en que ahora será lo mismo.
– Gracias, señor. Haré todo lo posible.
– Ya lo sabemos, Miguel; ya lo sabemos.