14.55 h
Maten y el presidente miraban boquiabiertos aquel horror. Ambos se habían quedado sin habla, apenas capaces de respirar. Habían entrado en el laboratorio más oculto de Merriman Foxx; casi como si el loco lo hubiera planeado de manera deliberada. De estar todavía vivo, podía haber tenido muy bien la audacia de mostrárselo él mismo; poco importaba que estuviera muerto. De una manera u otra parecía que había querido que lo vieran. O, más bien, que lo experimentaran.
Habían llegado hasta aquí porque no habían tenido alternativa. La tarjeta de seguridad que Marten sacó del bolsillo de Foxx sólo les permitía ir más adentro, no volver por donde habían venido. Podían entrar en una sala, cueva, pasillo o cámara por las puertas correderas de acero bruñido que daba acceso a cada uno de ellos, pero en cambio no podían salir por la misma puerta. El sistema de seguridad no lo permitía. La única salida era a través de una puerta similar al fondo de cada una de las estancias. Puertas que, una tras otra, llevaban cada vez más adentro del núcleo de la montaña y a otros laboratorios del doctor Foxx.
Los tres primeros tenían unas dimensiones poco más que medianas y eran salas bien iluminadas, ya fueran cuevas naturales o hubieran sido excavadas en la propia roca. Conectadas por los mismos túneles y pasarelas por los que habían pasado al principio, cada uno contenía la compleja maquinaria de un laboratorio bioquímico muy especializado. Desde el punto de vista del profano en la materia, los equipos parecían aparatos dedicados a la investigación y la aplicación agrícola avanzada. Entre ellos había máquinas que analizaban la presencia en el agua de varios contaminantes: virus, bacterias, sales, metales o elementos radioactivos.
Registraban cada una de las cámaras exhaustivamente y luego procedían a la siguiente. En ninguna de ellas encontraron nada parecido a un ordenador o un armario archivador, ni ningún tipo de aparato de almacenamiento de información, ni primitivo ni moderno. Lo que sí encontraron fueron pantallas de ordenador con teclados y ratones que sugerían que estaban todos conectados a una unidad central ubicada en otro sitio.
– Si antes no tenía claustrofobia, poco a poco la estoy sintiendo -dijo Marten cuando salían de la última cámara y se vieron inmediatamente forzados a avanzar a gatas por un pasadizo de casi siete metros de largo que corría por debajo de una roca enorme.
– No piense en eso -le dijo el presidente cuando llegaron al fondo y se levantaron para bajar por una destartalada plataforma que cubría una parte especialmente húmeda de un pasadizo mal iluminado.
Este túnel bajaba haciendo una curva cerrada y luego viraba bruscamente hacia la derecha y bajaba todavía más. Por lo que supuso Marten, cada unos de estos tramos tenía unos ciento cincuenta metros de longitud, lo cual hacía que en to^ tal fuera, de lejos, la distancia más larga entre dos cámaras. Finalmente divisaron otra puerta de acero bruñido al final del túnel. Al alcanzarla, Marten pasó la tarjeta y se metieron por una entrada estrecha que llevaba a una sala a oscuras. Esta vez recogió del suelo un trozo pequeño de madera que se había roto de la pasarela y lo deslizó por entre la puerta y el marco de la misma para dejar una pequeña obertura que impidiera el cierre total. No era mucho, pero eso les permitiría volver a abrirla si querían, o si tenían que hacerlo. No lo habían hecho antes porque si elegían retroceder, sólo podrían hacerlo hasta la sala anterior, cuya puerta ya estaba cerrada. Pero esta vez lo hizo por una repentina e inquietante sensación de pavor, la sensación de que el espacio en el que estaban a punto de penetrar no tenía nada que ver con nada que hubieran visto jamás, y de que volver al túnel tal vez fuera mucho mejor que permanecer donde estaban.
Cruzaron la antecámara medio a oscuras para detenerse a la mitad, ante una cortina transparente hecha de plástico grueso. Tenía un corte en medio, vertical de arriba abajo, que permitía la entrada. Fuera lo que fuese que había en el fondo, estaba a oscuras.
– ¿Hay algún interruptor? -dijo el presidente.
– No veo ninguno. -Marten se acercó a la cortina, pasó una mano cuidadosamente por el corte de en medio, luego apartó la cortina y la cruzó.
Al instante, un sensor se activó y la estancia quedó inundada de luz.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Marten horrorizado al ver lo que tenía delante.
Una hilera tras otra de cuerpos humanos o miembros amputados alineaban los lados de dos pasadizos centrales que alcanzaban la longitud de un campo de fútbol, hasta el fondo de lo que era una enorme cueva de piedra caliza. Todos estaban metidos en grandes tanques llenos de algún tipo de líquido conservante. Unos tanques que, en otras circunstancias, podían haber estado llenos de peces tropicales o de langostas vivas.
Aturdidos por el espanto y la incredulidad, avanzaron en silencio con la última y más importante obra de Merriman Foxx ante sus ojos. Los cuerpos y miembros corporales flotaban como enterrados en sus propios sueños. Hombres, mujeres y niños de todas las razas y edades imaginables. Cada tanque llevaba una tarjeta escrita a mano con lo que parecía ser el número de espécimen, seguido de una fecha de entrada y salida. Las fechas y números de anteriores habitantes estaban pulcramente tachados encima. La observación más detallada revelaba que los cuerpos se conservaban en aquella solución durante unos tres meses antes de ser sustituidos. Las anotaciones estaban hechas en orden descendiente y revelaron que los primeros experimentos habían empezado diecisiete años antes. El significado de aquel período de espera de tres meses no estaba claro, aunque se podía suponer que tenía relación con alguna parte de las investigaciones de Foxx. Fuera cual fuese el objeto de la investigación, planteaba preguntas enormes. ¿Cómo se había seleccionado a aquella gente? ¿Cómo habían llegado hasta allí? ¿Dónde y cómo habían muerto? ¿Dónde y durante cuánto tiempo habían sido mantenidos con vida antes, y qué se les había hecho en aquel período? Y finalmente, ¿qué les había ocurrido a sus cuerpos, posteriormente a la muerte? En todos aquellos años debían de haber sido cientos, si no miles de ellos.
Y luego estaban los propios cadáveres. Trágicos, horribles, flotantes. Sus ojos, los que todavía conservaban los ojos, miraban sin vida a través del líquido. La expresión de todos ellos era casi la misma, de extremo dolor, como si suplicaran ayuda desesperadamente, misericordia, la intervención de alguien, de cualquier cosa que los ayudara.
Curiosamente, en ninguno de ellos había rastro de rabia ni de sed de venganza. Estaba claro que no tenían ni idea de que eran víctimas de la acción humana ni sospechaban en absoluto que se les había hecho algo que su naturaleza no admitía.
A medio camino, Marten se volvió y miró al presidente.
– ¿Sabe lo que representa toda esta gente?
– Al ciudadano medio.
– Sí. Y creo que ellos no tenían ni idea. Ni idea de que estaban haciendo de conejillos de indias. Se habían puesto enfermos, eso es lo único que sabían.
– Es la misma sensación que tengo yo -dijo el presidente Harris. Casi de inmediato le vino a la cabeza algo escalofriante-: ¿Y si el plan era éste? Esto era en lo que Foxx estaba trabajando y finalmente desarrolló a nivel de producción: enfermedad, bacterias. Un virus. Algún tipo de fuerza letal, rápida y potente, que pareciera totalmente natural y fuera incontrolable excepto por los autores de la misma.
– Una epidemia gestionada por el hombre.
– Una que no tenga aspecto de arma -dijo el presidente, mientras miraba un cuerpo flotante que tenía delante. Era una mujer, de veinticinco años como mucho, con los ojos suplicantes como todos los otros. Se volvió bruscamente hacia Marten-. El mundo ya se está preparando. De una manera u otra, este tema está en la prensa casi a diario. Ahora mismo, lo único que hace es alarmar a la población. Sus beneficiarios principales son el aumento de precios de las acciones de la industria farmacéutica y el incremento de poder de aquellos que ya lo tienen, y ambos declaran hacer todo lo que pueden para evitar el desastre. Y sin embargo, durante todo este tiempo, la amenaza real se está preparando.
El presidente se alejó de Marten para recorrer la hilera de tanques, para mirar deliberadamente a las víctimas, como si quisiera fijar para siempre en su mente el horror de lo que veía. Finalmente miró atrás, con los ojos inyectados de furia.
– Dios bendiga a toda esta gente y a los que han pasado antes que ellos. Y Dios maldiga a Merriman Fox y a todos los que están involucrados en esto. Y que Dios nos ayude si lo que Foxx ideó y desarrolló ya ha sido puesto en marcha.
– Necesitamos muestras de tejidos -dijo Marten, apremiante, con la rabia ante la certidumbre de que Caroline Parsons había muerto por culpa de aquellos experimentos, apagado ante todo lo que había que hacer-. Tenemos que encontrar sus archivos. Sus notas, gráficos, cualquier cosa que nos podamos llevar. Tenemos que saber qué es esto.
De algún lugar se oyó un claro silbido. Los dos hombres levantaron la vista al mismo tiempo. A lo largo de las junturas del techo, cubriendo toda la longitud de la cámara, había espitas de gas hasta ahora ocultas. El silbido fue aumentando a medida que se abrían más espitas.
– ¡Gas! -dijo Marten de repente-. Venenoso o explosivo, no lo sé. Apuesto a que estaba controlado por un cronómetro, a partir del momento en que se abrían las luces. ¡Aguante la respiración! ¡Salimos de aquí pitando!
– ¡Muestras de tejidos! ¡Los archivos de Foxx! ¡Sus notas! -El presidente no quería irse sin todo aquello.
– Esta vez mando yo, primo -dijo Marten, mientras le tapaba bruscamente la boca y la nariz con una mano y lo arrastraba hacia la cortina de plástico al fondo de la sala-. Salimos de aquí. ¡Ahora!