11.15 h
Miguel Balius estaba con los ojos abiertos de par en par junto a la mesa rota de lo que antiguamente había sido algo parecido a un molino harinero. Encima de él, el techo estaba abierto al cielo, mientras que fuera, una ruidosa corriente de agua fluía junto a lo que antiguamente debía de haber sido un muro de contención.
– No pasa nada, Miguel. Respire hondo, relájese. No somos malos. -El primo Jack estaba apoyado sobre el otro extremo de la misma mesa, hablando con tranquilidad. Se había quitado las gafas que llevaba desde que Miguel los recogió en el hotel Majestic, y ahora tenía todo el pelo, o más bien, un peluquín que Miguel no había visto hasta ahora. Esto es, hasta que el «primo Jack» salió del asiento trasero de la limusina hacía unos momentos, transformado de pronto en el hombre al que todo el mundo reconocía como el presidente de Estados Unidos.
– Discreción, Miguel, discreción -el primo Harold, Nicholas Marten, le pedía desde detrás.
– Discreción, sí señor.
Miguel respiraba con la mirada pegada al hombre que tenía delante. A petición de los primos se había salido de la carretera principal y se había metido por un camino de tierra por entre los bosques, hasta llegar a un riachuelo y a los restos de esa casa de piedra, junto a la que había aparcado el Mercedes. Los primos, al parecer, deseaban caminar por la orilla del riachuelo como antes habían chapoteado en el Mediterráneo. En el momento, a Miguel la petición no le pareció más extraña que cualquiera de sus peticiones anteriores. Pero luego el primo Jack salió del coche, con el peluquín puesto y sin las gafas, y le dijo:
– Miguel, mi nombre es John Henry Harris y soy el presidente de Estados Unidos. Éste es Nicholas Marten. Necesitamos su ayuda.
Miguel Balius respondió, sencilla, humilde e instantáneamente:
– ¿Qué puedo hacer por ustedes, señores?
Barcelona, Hotel Regente Majestic, 11.20 h
Romeo J. Brown
Detective privado
Long Island City, NY
El recepcionista estudió unos instantes la tarjeta de visita de Hap Daniels.
– ¿Fraude a una aseguradora?
– En Estados Unidos, sí, señor.
El recepcionista juntó las manos.
– La señora Picard es huésped de este hotel. Ha pedido la limusina esta mañana para dos señores de los que dijo que eran sus primos. Acababan de llegar de Nueva York, tenían jet lag y no podían dormir, así que decidieron ir a hacer un poco de visita turística.
– Uno de ellos es más mayor y casi calvo; el otro alto y de treinta y pocos.
– Sí.
– ¿Dónde está ahora la señora Picard?
– Creo que se ha marchado del hotel hace un rato -el recepcionista cambió de postura tras el mostrador, y bajó la mirada hacia su ordenador.
– ¿Sabe adónde ha ido?
– Le he dicho todo lo que sé, señor.
Daniels lo miró: era la misma política de «protección de la intimidad de los clientes» que había percibido en la empresa de las limusinas. Sólo que aquí no se veía capaz de amenazar con una visita del servicio de inteligencia.
El hotel, supuso, tenía unas trescientas habitaciones. La discusión sobre una amenaza de mandarles a la inteligencia española, o de que las autoridades civiles locales les exigieran una relación de la gente que había estado allí, ni que fuera por un breve período de tiempo le supondría, como mucho, una pérdida de tiempo, y ahora mismo, tiempo era algo de lo que más bien carecía.
– Muchas gracias -dijo finalmente, y se volvió para ir hacia la puerta, pero entonces se dio la vuelta otra vez-. ¿Podría decirme la hora, por favor?
El hombre lo miró.
– La hora. -Daniels se tocó el reloj de pulsera-. Se me ha parado.
Hap se inclinó con expresión seria, apoyando la mano en el mostrador, mostrando con disimulo la esquina del billete de cien euros que le ofrecía al empleado.
– Esa señora Picard -dijo Hap en voz baja-, ¿qué aspecto tiene?
El recepcionista sonrió y se miró el reloj, luego se le acercó un poco y bajó la voz:
– Muy atractiva. Es francesa, fotógrafa profesional. Pelo oscuro y corto, lleva una chaqueta azul marino y pantalón marrón. Lleva la cámara colgada de un hombro y en el otro una bolsa con material fotográfico. Se ha marchado con un negro americano de mediana edad y una mujer mayor, europea, e iban en un monovolumen blanco que llevaba escrito «Monasterio de Montserrat».
– Lo siento, no he entendido la hora -dijo Hap, lo bastante fuerte como para que la gente que estaba por ahí lo oyera.
– Las once treinta y tres, señor -el recepcionista le mostró el reloj y al mismo tiempo recogió el billete de cien euros.
– Las once treinta y tres -sonrió Hap-. Gracias.
– Once treinta y cuatro ahora, señor.
– Gracias -volvió a decir Hap-. Muchas gracias.
– ¿Fotógrafa? ¿Montserrat? -se dijo Hap mientras cruzaba las puertas del regente Majestic. Al instante le sonó el móvil. Lo cogió desde su cinturón y respondió-: Daniels.
– ¿Dónde cojones está? -Era Jake Lowe y no le dejó tiempo para responder-. ¡Le necesitamos en el hotel ahora mismo!
– ¿Qué ocurre?
– ¡Ahora, Hap! ¡Ahora mismo!