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Madrid, estación de Atocha, 13.05 h


Con un ejemplar de El País doblado bajo el brazo, el presidente de Estados Unidos John Henry Harris recorría el andén de la estación en medio de un grupo de pasajeros, en dirección al tren Altaria número 1138 que lo llevaría, en un trayecto de cinco horas en dirección noreste, hasta Barcelona. Desde allí tomaría el Catalunya Express para, en poco más de una hora, trasladarse hasta la ciudad que había sido antiguamente plaza fuerte árabe, Girona.

Todo había sido tramado la noche anterior, en el trayecto de regreso de casa de Evan Byrd, después de la reunión sorpresa con «sus amigos», como él los llamó. De inmediato, no le cupo duda de que si se negaba a satisfacer su petición, lo matarían. Eso significaba que no le quedaba otra alternativa que huir. Y eso hizo. Escapar a la vigilancia del Servicio Secreto y salir del hotel le resultó bastante difícil, pero lo que ahora le esperaba era algo totalmente distinto.

En su agenda europea estaba contemplado un período de paréntesis en el que tendría la oportunidad de dirigirse a la reunión anual de The New World Institute, un grupo estratégico de expertos en comercio internacional, del mundo académico y de antiguos líderes políticos que se encontraban una vez al año con el objetivo expreso de explorar el futuro de la comunidad mundial.

El NWI, una institución de más de doscientos años de historia, se había reunido en varios lugares exóticos por todo el mundo, pero durante los últimos veintidós años se había instalado en la exclusiva estación de montaña llamada Port Cerdanya, al norte de Barcelona. Como nuevo presidente de Estados Unidos, había sido invitado para ser el «ponente sorpresa» de este año y dar su conferencia principal en su servicio del domingo al alba. Accedió a ello cuando se lo pidió el clérigo anfitrión del acto, el rabino David Aznar, primo de su difunta esposa y un líder muy respetado de la numerosa comunidad judía residente en la ciudad española de Girona.

El hecho de que su esposa fuera judía se consideró al principio como un posible lastre político, pero al final demostró ser todo lo contrario. Era una mujer divertida, brillante y extrovertida, una compañera extraordinaria a quien el público adoraba. Que no hubiera podido tener hijos era algo triste que ambos habían aceptado, pero a medida que él empezó a escalar en la carrera política, se encontraron arropados como si el electorado entero fuera su familia. Recibían continuas invitaciones para pasar fiestas y celebraciones en las casas de ciudadanos individuales de todos los ámbitos económicos, raciales y religiosos, y a menudo las aceptaban. A la prensa le encantaba, a la gente le encantaba, a su maquinaria política le encantaba, y a él y a su esposa también.

Fue a través de ella por lo que el presidente conoció al rabino David, y ambos se hicieron buenos amigos cuando el rabino viajó varias veces de España a Washington para acompañarlos durante la enfermedad y rápido declive de su esposa. Estuvo allí cuando ella murió y ofició en su funeral; estuvo allí para abrazarlo la noche en que salió elegido; fue uno de sus invitados personales en la toma de posesión, y luego lo invitó a ser ponente sorpresa en la convención de Port Cerdanya. Y era a la casa del rabino David en Girona adonde ahora se dirigía, puesto que era la única persona físicamente a su alcance en quien osaba confiar, y el único lugar que conocía, al menos de momento, en el que podía esconderse.

Con la cabeza agachada, llegó al tren y se acomodó en un vagón de segunda en medio de una muchedumbre de otros pasajeros, con la misma actitud apocada que había adoptado dentro de la estación, cuando esperó pacientemente en la cola para pagar su billete en efectivo; la misma manera en que lo había pagado todo hasta ahora, en las calles de Madrid y en la cafetería en la que se había refugiado antes de llegar a la estación, tratando de confundirse entre la gente, sin llamar la atención. De momento, la suerte lo había acompañado: nadie le había prestado ni la más mínima atención.

De momento.

Sabía que a estas alturas Hap Daniels tendría a la Inteligencia española, al FBI, a la CIA y probablemente a media docena más de agencias de seguridad trabajando frenéticamente para volverlo a meter bajo el control del Servicio Secreto. Estaba igualmente convencido de que la NSA estaría utilizando satélites para monitorizar electrónicamente las comunicaciones por todo el territorio español. Era por esto por lo que había dejado su equipo de comunicación en el hotel, su teléfono móvil y su Blackberry, porque sabía que cualquier intento que hiciera por ponerse en contacto con alguien sería interceptado en cuestión de segundos, y que lo detendrían antes de que hubiera avanzado media manzana más.

Pocas horas antes había sido el hombre más protegido y poderoso del planeta, con todas las agencias y tecnologías más avanzadas al alcance de su mano. Ahora, en cambio, era un hombre solo, despojado de todo excepto de su astucia e ingenio, y llevaba sobre su espalda la misión de detener el primer intento genuino de golpe de Estado del que tenía conocimiento en toda la historia de Estados Unidos.

No sólo de detenerlo, sino de aplastarlo. Fuera lo que fuese. Asesinar a los líderes de Francia y Alemania y remplazados con líderes en los que pudieran confiar para que se doblegaran a su voluntad en las Naciones Unidas era sólo el principio. La segunda parte era poner a Oriente Próximo bajo su control y, en ese proceso, barrer a los estados musulmanes de la zona. Cómo lo harían era el auténtico horror: el plan desconocido de lo que tenía que ser una campaña de destrucción masiva, la cual estaba seguro que había sido concebida y diseñada por el antiguo científico militar sudafricano Merriman Foxx. Era una pesadilla que superaba cualquier cosa imaginable.


Uneasy lies the head that wears a crown.

(La cabeza que lleva corona descansa inquieta.)

Shakespeare, Enrique IV, parte 2


13.22 h


Hubo una sacudida y el tren empezó a salir lentamente de la estación de Atocha. El vagón que había elegido estaba casi lleno cuando él subió, y eligió el primer asiento disponible en el pasillo, al lado de un hombre de más o menos su misma edad que vestía con una cazadora de piel y leía una revista. Para aparentar normalidad, abrió el periódico y se puso a leerlo. Al mismo tiempo, trataba de estar atento a lo que sucedía a su alrededor, atento a cualquiera -joven, viejo, hombre o mujer- que pudiera ser sospechoso de pertenecer a las fuerzas de seguridad que lo estarían buscando.

Lo único que sabía desde el principio era que cuando el Servicio Secreto advirtiera su desaparición, no sólo iniciaría una cacería exhaustiva y muy secreta, sino que también revisarían al milímetro la suite presidencial en busca de cualquier pista que los ayudara a comprender lo ocurrido. Entre otros, llamarían a su mayordomo personal, quien habría hecho un inventario inmediato y minucioso de sus prendas de ropa para determinar que había huido con un jersey negro, unos vaqueros y unas zapatillas deportivas. Esas prendas estaban ahora en un contenedor de basura de un callejón de la parte vieja de Madrid y habían sido sustituidas por unos pantalones color caqui, una camisa deportivo azul, una modesta cazadora marrón y unos zapatos marrones de andar cómodo. Todo pagado en efectivo y adquirido en El Corte Inglés. Además llevaba unas gafas baratas que se había comprado en una tienda cerca de la estación, y el elemento que estaba convencido que lo ayudaba a disimular mejor su aspecto: la ausencia de su peluquín. Hap Daniels y todos los demás estarían buscando al POTUS tal y como lo conocían, y no a aquel hombre calvo, con gafas y que hablaba español, y que parecía más bien un maestro de escuela o un pequeño funcionario, un tipo que viajaba entren a Barcelona, en clase turista, mientras leía un periódico en español.

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