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9.16 h


Marten y José cruzaron la puerta a oscuras. A siete metros frente a ellos podía ver el escenario cubierto de niebla y, en el centro del mismo, los círculos de llamas que rodeaban a Demi, a la derecha, y a Cristina a la izquierda. Gracias a Dios, ninguna de las dos había sido todavía alcanzada por las llamas.

Por lo que Marten podía ver, había todavía otro círculo que debía encenderse, y éste estaba inmediatamente a los pies de cada una de las dos mujeres. Una vez se encendieran esas espitas y empezaran a escupir llamas, las mujeres empezarían a arder y sus gritos se dejarían oír. Estaba claro que el cabaret infernal de la Conspiración había sido programado para crear el máximo drama emocionante antes de que el asesinato en sí fuera consumado. Con todo lo atroz que resultaba, era aquel ritmo deliberadamente medido lo que había mantenido a las mujeres con vida hasta entonces.

– ¡Adelante! -susurró Marten, y avanzaron a oscuras a la derecha del altar.

Desde allí veían justo a los miembros de la congregación, todos asociaban la confusión al corte repentino de electricidad. Eran un montón de figuras indefinidas iluminadas sólo por la luz que entraba por tres ventanas de cristal ahumado muy arriba y por la luz tenue de media docena de luces de emergencia que iluminaban las salidas que llevaban a las puertas principales. Todo lo demás estaba a oscuras.

Marten cogió a José del brazo y le hizo un gesto para que avanzara, un gesto semicircular que significaba que debía colocarse en la parte frontal del escenario y luego entrar por el lado, esperando hasta entonces antes de encender la linterna y empezar su comedia como encargado de mantenimiento.


9.17 h


– ¿Qué ha ocurrido? -Luciana encontró a Beck y a tres monjes formando un corrillo en la penumbra, justo al lado del escenario.

– No lo sabemos, hemos accedido a los dos principales paneles de control de fuera de la nave. Todo estaba en orden -dijo Beck bruscamente. De pronto miró a uno de los monjes-: Cubran las puertas, que no salga ni entre nadie. Pongan a seis hombres en la zona del vicepresidente. No tenemos ni idea de qué ha sido esto.


9.18 h


– ¿Dónde, y qué exactamente? -la inspectora Díaz hablaba en español a un hombretón de pelo rizado que llevaba pantalones y una camiseta blancos. Ambos estaban cara a cara en el centro de la lavandería del complejo Port Cerdanya, con Bill Strait, el doctor James Marshall y tres agentes del CNP apostados a pocos metros de ellos.

– Faltan cuatro uniformes limpios del personal de mantenimiento -dijo apresuradamente el lavandero-. El hombre de la mañana los cuenta todos al llegar, y el de la noche hace lo mismo cuando se marcha. Como es domingo y debido a todo el dispositivo de seguridad, ahora tenemos a muy poco personal de servicio. Yo he venido a contarlos hace tan sólo diez minutos.

Inmediatamente, la inspectora Díaz se volvió hacia Strait y Marshall y les explicó la situación.


A la misma hora


Hap blasfemó en voz alta cuando el viejo destornillador que había cogido del almacén le resbaló de la ranura del último tornillo de ocho. A estas alturas ya deberían estar fuera y mandando un SMS a Woody para que los viniera a rescatar. En cambio, estaban en el bunker de Merriman Foxx tratando de sacar las carcasas de unos ordenadores duales interconectados con la intención de sacarles los discos duros; unos discos duros, insistía el presidente, reflexionando sobre lo que había dicho Marten, que muy posiblemente contenían el ADN de la sociedad secreta y un «arcón del tesoro lleno de información vital». A pesar de las protestas de Hap y del tiempo que los apremiaba, se había negado en redondo a marcharse sin antes hacer todo lo posible para obtener aquel material. En estos momentos Hap sabía que no le quedaba otro remedio que seguirle la corriente y les dio los cuatro o cinco minutos que le había concedido a Marten para rescatar a las mujeres.

Entrar en el bunker había sido lo fácil. Había hecho un par de disparos a los candados con la automática e hizo sólo un pequeño agujero en el acero. Eso le dejaba sólo la opción del aparato tipo BlackBerry de Foxx.

Marten tuvo razón cuando le dijo que él debía de haber sido instruido con aquellos aparatejos. Era cierto. Antes de incorporarse al destacamento presidencial, había estado al mando de la oficina de Miami de las fuerzas del Servicio Secreto que se ocupaban de los delitos electrónicos. Al examinar el dispositivo de Foxx, reconoció rápidamente que era más similar a un ordenador que a un instrumento de comunicación. Un examen más de cerca le reveló que era una especie de superprocesador en miniatura que probablemente utilizaba diamantes sintéticos, que prácticamente no generan calor, para permitir operaciones informáticas ultrarrápidas en un aparato de tan reducidas dimensiones. Había trabajado con prototipos similares de laboratorio antes y creyó que el aparato de Foxx era un poco distinto. Y estaba en lo cierto. Le llevó sólo siete intentos descifrar el código cifrado de Foxx y conseguir que la puerta del bunker se abriera.

– Por fin, maldita sea -exclamó mientras el último tornillo se aflojaba y podía abrir las cubiertas. A primera vista, la maquinaria interna de ambos ordenadores era extremadamente compleja, pero los discos duros de ambas eran claramente accesibles. Pero, aun así, aquello no le acababa de gustar-. Presidente, estoy seguro de que estos discos están protegidos por una contraseña. Si los saco sin ponerla, hay muchas posibilidades de que se dañen para siempre o que aparezcan vacíos. Y ya no nos queda tiempo. O los saco ahora mismo y nos arriesgamos, o los dejamos aquí y salimos cagando leches, usted decide.

– Sáquelos, Hap -dijo el presidente-. Sáquelos hora mismo.

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