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14.05 h


Victor miraba por la ventana de un despacho de alquiler que hacía esquina, en el edificio del National Postal Museum, justo enfrente de Union Station. Desde donde estaba veía los taxis que llegaban a la estación desde la avenida Massachusetts para dejar o recoger a pasajeros que iban o salían de los trenes Amtrak.

– Victor -una voz tranquila se filtró por su auricular.

– Dime, Richard -dijo Victor con la misma serenidad, hablando al minúsculo micro que llevaba en la solapa de la chaqueta.

– Es la hora.

– Lo sé.

Victor tenía el aspecto de un hombre cualquiera de mediana edad. Cuarenta y siete años, divorciado, se estaba quedando calvo y un poco regordete de cintura, llevaba un traje gris de baratillo y unos zapatos igualmente modestos negros y puntiagudos. Los guantes de cirujano que llevaba eran de color crema y se vendían en cualquier farmacia.

Miró por la ventana otra vez y luego se volvió hacia la mesa de despacho que tenía al lado. Era una mesa metálica normal y corriente, con la encimera desnuda y los cajones, como las estanterías y los archivadores que había al otro lado, vacíos. Sólo la papelera que había debajo contenía alguna cosa, una pieza redonda de cristal de cinco centímetros de diámetro que había cortado de la ventana quince minutos antes, y la pequeña herramienta cortante que había usado para hacerlo.

– Dos minutos, Victor. -La voz de Richard mostraba la misma serenidad.

– Acela Express número R2109. Ha salido de Nueva York a las 11.00, y su llegada a Union Station está prevista a las 13.47. Lleva un retraso de siete minutos -dijo Victor al micrófono y rodeó la mesa hasta donde había un rifle grande semiautomático con mirilla telescópica y amortiguador de sonido montado sobre un trípode.

– El tren ya ha llegado.

– Gracias, Richard.

– ¿Recuerdas su aspecto?

– Sí, Richard. Recuerdo la foto.

– Noventa segundos.

Victor cogió el rifle montado en el trípode, lo llevó a la ventana y lo ajustó para que la punta del cañón quedara estabilizada en el centro del círculo que había cortado del cristal.

– Un minuto.

Victor se apartó un mechón de pelo de la frente y luego miró por la mirilla telescópica del rifle. Sus coordenadas se cruzaban en la entrada principal de Union Station, de donde salía apresuradamente un grupo recién llegado de pasajeros. Victor movió la mirilla del arma cuidadosamente por encima de ellos, arriba, abajo, a un lado y al otro como si buscara a alguien en particular.

– Va a salir ahora, Victor. Lo verás en un momento.

– Lo veo ahora, Richard.

El visor del rifle de Victor se estabilizó de pronto para seguir a un hombre de piel oscura. Tenía unos veinticinco años, llevaba una cazadora de los New York Yankees y unos vaqueros y se dirigía a la cola de los taxis.

– El objetivo es tuyo, Victor.

– Gracias, Richard.

La mano derecha de Victor se deslizó hacia delante por el cañón del rifle hasta sentir el seguro del gatillo y luego el propio gatillo. Como una serpiente, su dedo índice enfundado en el guante se enrolló alrededor del mismo. El hombre de la cazadora de los Yankees avanzó hacia un taxi. El dedo índice de Victor retrocedió lentamente. Se oyó un pop sordo con el primer disparo, y luego un segundo pop cuando Victor volvió a disparar.

Cuando fue alcanzado por el primer proyectil, el hombre de la cazadora de los Yankees se agarró el cuello. El segundo le hizo estallar el corazón.

– Hecho, Richard.

– Gracias, Victor.


Victor cruzó la habitación, abrió la puerta y salió del despacho de alquiler. Sólo Victor, sin el rifle ni el trípode que lo había aguantado. Ni tampoco el trozo circular de cristal cortado; ni la pequeña herramienta cortante que había utilizado. Anduvo veinte pasos por un pasillo lleno de puertas que daban acceso a otros despachos de alquiler, luego abrió la puerta de las escaleras de incendio y bajó los dos pisos que lo separaban de la calle. Una vez fuera, subió por la puerta trasera a un furgón de color naranja claro en el que ponía District Refrigeration Services, cerró la puerta y se sentó en el suelo mientras el vehículo se adentraba en el tráfico.

– ¿Todo bien, Victor? -la voz de Richard le hablaba ahora desde el asiento del conductor.

– Sí, Richard. Todo bien. -Victor notó cómo el furgón giraba a la derecha.

– Victor. -La voz de Richard y su tono eran siempre iguales.

Siempre tranquilo y directo; por ello, transmitía confianza y serenidad.

– Dime, Richard. -A estas alturas, después de casi catorce meses, el estado mental de Victor era casi el mismo.

Confiado, aliviado, dirigido. Cualquier cosa que Richard deseara, Victor estaba encantado de cumplirla.

– Vamos al aeropuerto Dulles International. Delante de ti hay una maleta. Dentro hay un par de mudas de ropa, un neceser con artículos de higiene personal, tu pasaporte, una tarjeta de crédito a tu nombre, 1.200 euros en efectivo y una reserva para el vuelo 039 de Air France a París, donde llegarás mañana a las 6.30 de la mañana, y desde donde tomarás otro vuelo que te llevará a Berlín. Una vez allí deberás registrarte en el hotel Boulevard de la Kurfurstendamm y esperar instrucciones. ¿Tienes alguna pregunta, Victor?

– No, Richard.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro.

– Bien, Victor. Muy bien.

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