15.22 h
Los efectivos se abrieron paso rápidamente por entre la muchedumbre que había delante de la basílica y luego, como una ola, giraron por una pasarela y desaparecieron de la vista.
Hap esquivó a un grupo de colegiales que caminaban en fila hacia la basílica, tratando de no perderlos de vista. En un momento se encontró en la pasarela que los efectivos habían tomado. Había turistas por todas partes. Masculló unos cuantos tacos y siguió avanzando, buscando con la mirada la pasarela, temiendo haberse quedado demasiado atrás. Diez pasos más y los vio doblar hacia otra pasarela. Apartó a dos mujeres que charlaban entre ellas y siguió a los efectivos, con la mirada fija en el aparente cabecilla. Tenía como mucho treinta años, estaba muy en forma y tenía el pelo oscuro, muy corto, y una nariz especialmente ancha que parecía que se la hubieran roto más de una vez. Justo entonces llegaron a la confluencia de varias pasarelas y Narizotas se detuvo para situarse. En pocos segundos había tomado una decisión y se llevó a sus efectivos por otro sendero, uno alineado con velas rojas y blancas a lo largo de la pared.
Hap se mantenía a tanta distancia como podía, siguiéndolos a medida que iban doblando esquinas, hasta que desaparecieron por una de ellas. Ocho segundos más tarde rodeó la misma esquina y se arrimó a la pared. Se habían detenido frente a una puerta de madera maciza encajada en un arco de piedra. Narizotas abrió un panel que había junto a la pared y descubrió un teclado electrónico. Hap lo vio marcar un código de cuatro números y luego deslizar el panel de nuevo para cerrarlo y abrir el pomo de hierro de la puerta. Ésta se abrió y entraron rápidamente, cerrándola detrás de ellos.
25.26 h
Hap no tenía idea de adónde iban o cuánto tiempo tardarían en sacar al presidente. Deseó con todas sus fuerzas tener a Bill Strait y al resto de su equipo del Servicio Secreto allí, deseó también ponerse en contacto con uno de los supervisores de la CIA para saber quiénes eran aquellos efectivos, pero no tenía manera de saber si podía confiar o no en ellos. Era una situación que odiaba, pero así estaban las cosas. De pronto se le ocurrió que los operativos podían sacar al presidente por otra salida, por cualquier otro sitio del complejo monástico. Eso le hizo pensar que lo mejor era retroceder, volver a situarse cerca del helipuerto y actuar cuando estuvieran llevando al presidente hacia el helicóptero.
Cuando estaba dando la vuelta, empezando a rectificar, vio una figura familiar que salía de pronto de entre las sombras, al fondo de la pasarela, y que se dirigía hacia la puerta. Se detuvo bruscamente y observó al hombre abrir el panel y marcar cuatro números, como si conociera el código perfectamente. Inmediatamente después cerró el panel y llevó la mano al pomo de la puerta.
– ¿Qué cojones…? -masculló Hap.
El tipo era el motorista. Estaba claro que no era ningún agente ni efectivo de la CIA, más bien parecía un mensajero que venía a recoger algo. Si los efectivos sacaban al presidente por esta puerta y al mismo tiempo el motorista entraba por ella, cualquier cosa era posible y el presidente estaría metido en un mal camino.
Hap avanzó justo cuando el hombre empujaba la puerta. Un milisegundo más tarde sacó una pistola Sig Sauer automática de 9 mm y se la puso al hombre detrás de la oreja:
– ¡Alto! ¡No se mueva!
El tipo soltó un grito ahogado y se quedó petrificado. En un segundo Hap lo sacó de la puerta y lo volvió a llevar a la sombra, donde antes se ocultaba.
– ¿Quién demonios es usted? -dijo Miguel Balius, mirándolo a los ojos.