EPÍLOGO

PRIMERA PARTE

Manchester, Inglaterra. Finca rural de los Banfield Halifax Road.

Lunes, 12 de junio, 8.40 h


Habían pasado dos meses desde el día en que Marten estrechó la mano de Hap para despedirse, antes de marcharse de Auschwitz. Si se había preocupado por haber perdido su empleo en Fitzsimmons & Justice, no había motivo para ello. Cuando llegó a su casa de Manchester aquella noche se encontró media docena de llamadas muy recientes grabadas en su contestador. Cuatro eran de su jefe, Ian Graff, pidiéndole que lo llamara nada más llegar. Las otras eran, respectivamente, de Robert Fitzsimmons y de Horace Justice. A Fitzsimmons lo conocía bien de la oficina. A Horace Justice, el fundador de la empresa, de ochenta y siete años y ahora residente en el sur de Francia, no lo había visto nunca. A pesar de esto, tenía mensajes de los tres deseándole una buena llegada y esperando que se reincorporara al trabajo al día siguiente por la mañana.

¿El motivo?

El presidente, al parecer, los había llamado personalmente a los tres desde el Air Force One para decirles lo agradecido que estaba por la colaboración personal de Marten durante los días recientes, y confiando en que su ausencia sinjustificar no le sería tenida en cuenta. Y desde luego, no lo fue. Fue reincorporado de inmediato y a jornada completa al proyecto Banfield, el cual, entre las discusiones y los cambios de opinión del señor y la señora Banfield, parecía tener más peligro que nada de lo que había vivido al lado del presidente. De todos modos, estuvo encantado de reincorporarse y meterse de lleno en el proyecto. El terreno ya había sido transformado en terrazas, el sistema de riego había sido instalado, estaban iniciando las plantaciones y los Banfield parecían tranquilos, principalmente porque la señora Banfield estaba ahora felizmente embarazada de gemelos y por tanto, ahora dedicaba su tiempo, sus opiniones y su energía a preparar la casa para su llegada. Y felizmente también, el señor Banfield, cuando no estaba siguiendo su carrera como estrella del fútbol profesional, la seguía dentro de la casa. Todo esto le permitía a Marten supervisar el resto de la obra de paisajismo. Y eso es a lo que se dedicaba mientras el mundo se ponía del revés en respuesta masiva al discurso del presidente.

El presidente tuvo razón cuando dijo que las cosas podían y probablemente se pondrían desagradables. Lo fueron desde el principio y lo seguían siendo.

Estados Unidos, Washington en concreto, era un torbellino constante y un caos mediático las veinticuatro horas del día. Los debates televisivos copaban las emisiones de televisión, de radio, las páginas de las revistas y los periódicos. Internet estaba plagada de bloggers que decían que el presidente debía ser internado en un hospital, o sometido a una moción de censura, o ambas cosas a la vez. Los teóricos de la conspiración de todas partes estaban encantados con su clásico «yo ya lo decía». Derecha, izquierda y centro, todo el mundo quería saber qué era esta misteriosa Conspiración y quién formaba parte de la misma; a qué religión se refería el presidente; quién había sido incinerado en rituales secretos; cómo era posible que los muy distinguidos miembros del New World Institute estuvieran involucrados en algo parecido a las acusaciones proferidas por el presidente; y dónde estaban las pruebas de todo aquello.

En Oriente Próximo y en los enclaves musulmanes de Europa y del Pacífico las cosas no eran distintas. La gente y los gobiernos exigían detalles sobre aquel «genocidio». ¿En qué países y cuándo estaba previsto que tuviera lugar? ¿Cuántos muertos hubiera supuesto? ¿Quién se supone que habría colonizado sus tierras? ¿Qué más habría sucedido? ¿Cuál era el razonamiento, la meta detrás de todo? ¿Qué esperaban ganar los miembros de la sociedad secreta? ¿Se podía considerar realmente superada la amenaza? Y, finalmente, ¿no sería otro movimiento arrogante del presidente de Estados Unidos pensado para provocar un miedo intenso en el mundo islámico y así contrarrestar la posibilidad de ataques terroristas contra Norteamérica, Europa y el Pacífico con la terrible amenaza de una aniquilación total?

Sin todas estas respuestas, el islam actuó rápidamente. Masivas y violentas manifestaciones antiamericanas y antieuropeas tuvieron lugar por todo Oriente Próximo. Disturbios igualmente violentos estallaron por las calles de muchas ciudades francesas, perpetrados por jóvenes musulmanes de clases desfavorecidas fustigados por los clérigos radicales con lo que las autoridades tachaban de «intenciones sospechosas». Manifestaciones menos violentas tuvieron lugar en Inglaterra, los Países Bajos, Alemania, Italia y España. Se presentaron peticiones a las Naciones Unidas exigiendo que se dieran más explicaciones y detalles concretos. Ninguna de ella fue atendida porque, de momento, todavía no se habían encontrado los detalles del plan maestro de Foxx.

Tampoco los interrogatorios del vicepresidente Hamilton Rogers, el secretario de Estado David Chaplin, el secretario de Defensa Terrence Langdon, el jefe del Estado mayor Chester Keaton, ni el jefe de personal de la Casa Blanca, Tom Curran -los cuales proclamaron su inocencia después de ser devueltos a Washington y obligados a comparecer delante de un magistrado federal; y se encontraban bajo custodia policial en la Andrews Air Force Base-, habían dado todavía nueva información.

Tampoco los interrogatorios de los miembros del New World Institute presentes en la reunión de Port Cerdanya -ahora detenidos y bajo custodia en varios centros de detención por todo el mundo, acusados de pertenencia a banda terrorista y de conspiración para cometer un asesinato en masa- revelaron más hechos que los ya conocidos.

Ni tampoco se había sabido nada nuevo de la unidad ECSAP (Programa de los Agentes Especiales para la detección de Crímenes Electrónicos), encargada del análisis de los discos duros que Hap y el presidente se habían llevado del ordenador maestro de la iglesia de Port Cerdanya. Comprensiblemente, aquélla era una investigación que avanzaba a paso de tortuga y que se desarrollaba con un cuidado extremo, no sólo con el fin de recuperar la información que contenía, sino porque fuera lo que fuese podía ser una prueba crucial que podría usarse en el tribunal federal.

De momento, y con extrema discreción, las agencias de seguridad internacionales seguían trabajando en estrecha colaboración para ir juntando la información que llevaría a obtener un rastro claro de la Conspiración. Bajo un especial escrutinio estaban los partidos políticos de Alemania y Francia donde, como Jake Lowe le había dicho al presidente en la casa de Evan Byrd en Madrid, «antes, los nuestros no estaban todavía en su sitio. Ahora lo están. Nos lo han asegurado amigos de confianza. Amigos que están en posición de saberlo».

«¿Qué amigos -le había preguntado el presidente-. ¿De quién me están hablando?»

Estos «amigos» eran precisamente la gente que se buscaba ahora a escala internacional. En Alemania, un partido político menor llamado Das Demokratische Bündnis o Alianza Democrática, al cual había pertenecido la sombra en Barcelona de Marten, el ingeniero alemán Klaus Melzer Pelo Canoso, era uno de los objetivos secretamente perseguidos. Se había puesto bajo una intensa vigilancia a toda su militancia, y eso incluía el seguimiento electrónico de sus llamadas de teléfono, correos electrónicos, cuentas bancarias y viajes. Esta investigación desveló enseguida que contaban con una organización hermana en Francia, Nouveau Français Libre, Nuevo Francés Libre, con sede en Lyon y sucursales tan al norte como Calais, en el canal de la Mancha, y tan al sur como Marsella, en la orilla mediterránea.

La gran explosión e incendio de la iglesia y en los kilómetros de galerías mineras que llevaban desde la estación de invierno de Port Cerdanya hasta la antigua iglesia al otro lado de las montañas, conocida como «La iglesia dentro de la montaña», y casi todo el camino hasta el monasterio de Montserrat, todavía ardían.

Las autoridades y los expertos en minería estaban de acuerdo en que pasarían semanas, si no meses, hasta que acabara de consumirse y se enfriara lo bastante como para que los equipos pudieran explorar los túneles sin peligro. El origen de las explosiones, como el de la que había tenido lugar apenas un día antes en el subsuelo del monasterio de Montserrat, fue atribuido a una acumulación de décadas de gas metano en las galerías precintadas desde hacía tanto tiempo. Pero ésta fue una declaración que inmediatamente hizo levantar cejas de sospecha y que hizo plantear la pregunta de cómo podía alguien haber planeado aquel tipo de destrucción masiva.

Sin embargo, a pesar de todo aquello, había pruebas. Al presidente y a Nicholas Marten se les había tomado declaración secretamente sobre lo que habían visto en los túneles y laboratorios, en la iglesia y en los otros lugares. También fueron interrogados Demi Picard, Hap Daniels, Miguel Balius y los muchachos españoles José, Héctor y Armando. Otros que declararon -el agente especial del USSS Bill Strait, el piloto del helicóptero de la Marina, mayor George Herman Woody Woods, y los miembros del equipo médico y de la tripulación a bordo del Chinook- confirmaron que la muerte del asesor de Seguridad nacional, el doctor James Marshall, públicamente anunciada como trágico accidente, tenía como causa el suicidio. La muerte del asesor político Jake Lowe fue presentada como un posible homicidio, en especial después de escuchar el testimonio secreto de la inspectora de la policía española, Belinda Díaz, y de interrogar más a fondo al agente Strait sobre las informaciones aportadas por el doctor Marshall cuando comunicó el incidente.

Al mismo tiempo, los abogados constitucionales del vicepresidente, el secretario de Estado, el secretario de Defensa y los otros -a pesar de su posicionamiento ofendido y sus alegaciones de total inocencia- trataban ya de pactar una rebaja de la acusación, para reducir la alta traición a «amenazas contra el presidente».

Todo lo cual daba al presidente esperanzas de que la verdad que había contado en su discurso en Auschwitz no fuera el suicidio político que muchos vaticinaban, sino sencillamente la acción honesta de un hombre que creía en decirle a la gente qué era qué y quién era quién, porque sentía que en aquel punto frágil de la historia no había otra manera de hacer las cosas.


Cuidadoso de mantener su nombre y rostro lejos de la vista del público, Marten tenía los ojos puestos en las noticias y la atención en el proyecto Banfield.

El viernes 21 de mayo por la mañana, Robert Fitzsimmons lo llamó a su despacho y le pidió que volara a Londres para reunirse con un cliente especial, un prominente cirujano londinense llamado Norbert Holmgren que vivía justo al lado de Hyde Parle y que tenía una extensa propiedad en la zona rural de Manchester donde quería llevar a cabo una exhaustiva remodelación paisajística.

El doctor Holmgren no estaba en casa cuando Marten llegó, pero le hicieron pasar al salón. Cuando entró, cuál fue su sorpresa al encontrar a dos personas que le esperaban, Hap Daniels y el presidente Harris, de visita secreta en Londres para mantener conversaciones privadas con el primer ministro británico, Jack Randolph. La reacción inmediata de Marten fue una ancha sonrisa y un fuerte y espontáneo abrazo a cada uno de aquellos hombres. Luego, rápidamente, una lucecita de advertencia se le encendió en la cabeza y se apartó:

– Y ahora ¿qué? -preguntó.

Ese «ahora qué» era una información secreta que el presidente deseaba compartir con él.

– Aradia Minor -dijo el presidente, explicándole que Demi había sido interrogada por el FBI en París y que les había contado sus pesquisas a lo largo de décadas para encontrar a su madre y lo que había descubierto sobre el antiguo y secreto aquelarre de brujas italianas llamado Aradia, que usaba como símbolo identificativo la cruz de Aldebarán, y lo que Giacomo Gela le había contado sobre la orden todavía más secreta dentro de la misma, Aradia Minor. Una orden que se identificaba simplemente por escrito con la letra A seguida de la letra M, escritas en una combinación del alfabeto hebreo y griego como «Kja». Se trataba de un culto profundamente religioso de auténticos creyentes que a lo largo de siglos habían sido manipulados para que proporcionaran sus brujas para los sacrificios de la Conspiración.

Más tarde Demi les había hablado de su cautividad y de los terribles y atroces vídeos del tormento de su madre en la hoguera que le habían obligado a mirar una y otra vez. Finalmente contó lo que había visto bajo tierra, cuando la trasladaron con el vagón hasta la iglesia: las cámaras vacías de experimentos médicos, las salas tipo barracón abandonadas y finalmente, debajo de la propia iglesia y al final de la vía del monorraíl, el inmenso horno crematorio.

– Así es como Foxx se deshacía de los cuerpos -Marten sintió que se le erizaba el pelo mientras lo decía.

– Sí -dijo el presidente-. Mire esto.

Le hizo un gesto a Hap para que le acercara el ordenador portátil.

Marten miró a la pantalla. Vio una serie de fotos hechas en una sala de uno de los edificios altos de Montserrat que daba a la gran plaza de delante de la basílica. Estas fueron aparentemente tomadas por Foxx con una cámara secreta, y mostraban una pequeña sala tamaño despacho, un telescopio y una grabadora de vídeo. Luego había fotos tomadas con una lente telescópica, como si estuvieran hechas por el propio telescopio, que mostraban una serie de primeros planos de gente de la plaza.

– Así es cómo seleccionaba a sus «pacientes» -dijo el presidente-. Un suministro inacabable. Era la población «general» que él buscaba. Las notas a mano fotografiadas sugieren que les señalaba a los que había seleccionado a los monjes, y a partir de ahí éstos se encargaban del resto. No de inmediato, sino después de seguir a las víctimas hasta sus lugares de procedencia y luego secuestrarlas.

– El hijo de puta lo tenía todo pensado -dijo Marten indignado, y luego los miró a los dos-. ¿No hay nada de sus planes para Oriente Próximo, ni ninguna nota sobre sus experimentos?

– No. Al menos de momento.

– ¿Qué hay de Beck y Luciana?

– Ni rastro de ellos. O consiguieron huir, o murieron con la explosión. Siguen en orden de busca y captura.

– ¿De modo que eso es todo hasta que se descubran más cosas de los discos duros o las investigaciones revelen algo más?

– Más o menos -dijo Hap a media voz, y luego miró al presidente.

– Había una sencilla lista en un cuaderno aparte que guardaba mi amigo y asesor Jake Lowe -dijo el presidente.

Luego vaciló y Marten pudo ver que lo embargaba la emoción.

– ¿De qué se trata?

– Ya sabe usted que mi esposa era judía.

– Sí.

– Sabe también que murió de cáncer de cerebro en las semanas previas a las elecciones presidenciales.

– Sí.

– Querían el voto judío, pero no querían a una judía en la Casa Blanca. Pensaron que si se moría yo obtendría un gran impulso en las urnas, no sólo por solidaridad de los judíos, sino por la compasión del público general.

De nuevo, Marten sintió que se le erizaba todo el pelo:

– Foxx la mató con algo que imitaba el diagnóstico del cáncer cerebral.

– Exactamente -asintió el presidente, y luego se puso a temblar y trató de reprimir las lágrimas-. Al parecer -añadió, con gran dificultad-, ambos hemos perdido a alguien a quien amábamos infinitamente.

Marten se acercó al presidente y lo abrazó, y durante un largo instante los dos hombres permanecieron abrazados. Los dos conscientes en su alma de lo que el otro sentía.

– Presidente, debemos irnos -dijo Hap finalmente.

– Lo sé -dijo-, lo sé.

Los dos hombres se miraron y el presidente sonrió:

– Cuando todo esto se calme vendrá a mi rancho de California y nos tomaremos un bistec y unas cervezas. Todos. Usted, Hap, Demi, Miguel y los chicos.

Marten sonrió:

– Hap se lo dijo.

Ahora fue el turno de Hap:

– Se lo quise decir, pero él se me adelantó.

Marten le ofreció la mano:

– Buena suerte, presidente.

El presidente se la estrechó, luego volvió a darle un abrazo y dio un paso atrás.

– Buena suerte para ti también, primo, y que Dios te bendiga.

Entonces dio media vuelta y se marchó. Hap estrechó la mano de Marten y le hizo un gesto con la cabeza que sólo dos supervivientes de una batalla entienden. Luego le hizo una mueca, sonrió y se marchó detrás del presidente.


SEGUNDA PARTE

Manchester, el mismo lunes 12 de junio, 23.48 h


Marten yacía tumbado a oscuras en su loft con vistas al río Irwell. Ocasionalmente, las luces de los coches que circulaban por la calle se proyectaban en el techo. De vez en cuando le llegaban voces de la gente que pasaba por las aceras. Pero la mayor parte del tiempo estaba sumido en el silencio propio del final de un largo día de verano.

Apartó deliberadamente los pensamientos del proyecto Banfield y los recuerdos de la Conspiración. Quería dormir, no recrearse en ideas que sabía que lo inquietaban y le impedían el descanso.

Durante un rato se puso a pensar en cuando llegó a Inglaterra desde Los Ángeles, después de cambiarse el nombre de John Barron a Nicholas Marten, y se esforzó por encontrar un lugar que le permitiera desaparecer de la vista de cualquier persona relacionada con la policía de Los Ángeles que pudiera estar persiguiéndole, y al mismo tiempo le permitiera ayudar a su hermana Rebecca a recuperarse de los efectos devastadores de un trauma psicológico. Su recuperación y traslado a Suiza, y su historia posterior, como le apuntó brevemente al presidente, fueron realmente notables, por no decir fantásticos. Y en buena parte se debieron a la persona más especial que Marten había conocido en su vida: la sexy y atrevida aristócrata lady Clem, Clementine Simpson, hija única del conde de Prestbury, con quien había considerado seriamente casarse, pero que un día se le presentó por sorpresa para contarle que acababa de comprometerse con el nuevo embajador británico en Japón y que, por tanto, había decidido mudarse de Manchester a Tokio de inmediato. Y así lo hizo. Por lo que sabía, seguía casada y en Japón, porque en los casi seis años transcurridos desde entonces no había recibido ni una postal ni un correo electrónico de ella.

La experiencia de Rebecca de recuperar la propia salud mental y su sensibilidad hacia lo que el proceso de recuperación significaba la llevó a ofrecerse voluntaria para pasar tiempo con Demi, la cual, como Marten le había contado, había experimentado un tremendo trauma psicológico del que los especialistas en París le dijeron que podía tardar años en recuperarse. Con una baja laboral de su trabajo en la agencia France Press, viajó a Suiza para vivir con Rebecca, donde ahora la ayudaba en su trabajo como institutriz de tres niños que crecían con rapidez, y poco a poco iba desgranando los recuerdos de su madre, de Merriman Foxx, Luciana, el reverendo Beck, y de Cristina y el fuego.


Martes, 13 de junio, 1.20 h


Marten seguía desvelado. Y sabía el motivo. Tenía un retrato vivido que le quemaba en la cabeza, el de un hombre desnudo de mediana edad yaciente en el suelo de piedra de un viejo barracón de Auschwitz, con un rifle automático del 45 en una mano y el resto del cuerpo destrozado. Victor Young, el hombre al que había visto brevemente cuando le adelantó en coche en Washington mientras él esperaba a que la doctora Lorraine Stephenson llegara a casa la noche en la que ella se suicidó en la acera delante de él; el mismo hombre al que más tarde recordó haber visto cuando deambulaba por las calles lluviosas de alrededor de la Casa Blanca, emocionado y lloroso en las horas posteriores a la muerte de Caroline. Young, o fuera cual fuese su nombre real, era quien conducía el coche que le adelantó lentamente por una avenida a oscuras y prácticamente desierta.

Marten lo había visto dos veces con claridad. Y eso le hacía preguntarse si ya entonces Foxx, o Beck, o ambos, estaban preocupados por su presencia y por su relación con Caroline y habían mandado a alguien a vigilarlo.

Pero eso no era todo.

El Servicio Secreto había localizado el paradero de Victor desde Washington a Berlín, luego en Madrid, luego hasta París y luego hasta Chantilly, donde se hospedó en una habitación de hotel la noche antes de que mataran a los jinetes. Luego había vuelto a París, desde donde tomó un tren a Varsovia, el lugar en el que debía celebrarse inicialmente la cumbre de la OTAN. Cuando se trasladó la sede a Auschwitz, tomó un tren hasta allí y se presentó en la entrada de prensa del recinto una hora antes de iniciarse el discurso del presidente Harris, con las credenciales necesarias de la agencia AP y con su nombre incluido en la lista aprobada por el Servicio Secreto; además, un rifle M14 le esperaba oculto en una funda de trípode entre el material de un camión de prensa.

Cómo se había enterado del cambio de ubicación del evento con el tiempo suficiente de trasladarse él mismo, cómo había obtenido las credenciales de prensa y había sido incluido en la lista aprobada, cómo y quién había introducido el rifle en las instalaciones eran enigmas que todavía estaban siendo investigados. Lo que estaba claro era que a partir de Berlín, el hombre había estado siguiendo los pasos del presidente en casi todos los altos del camino de su gira europea, hasta el punto que intentó sortear el cordón de seguridad del Servicio Secreto en el hotel Ritz de Madrid.

Y eso era lo que mantenía a Marten en vela. Lo que le había estado atormentando desde hacía un tiempo pero que hasta ahora no empezaba a cuadrarle. Si Victor trabajaba solo, o para la Conspiración, o para alguien totalmente distinto, importaba ahora poco. Con la presencia del M14, resultaba evidente que tenía la intención de matar al presidente, ya fuera en Varsovia o en Auschwitz. Puede que incluso quisiera matar también a la canciller alemana y al presidente francés, y éste era precisamente el problema. En retrospectiva, era demasiado obvio. Demasiado intencionado. Había dejado un rastro demasiado perfecto.

Por muy buen tirador que Victor fuera, no era un profesional, y si la Conspiración, con todos sus recursos y contactos -desde los militares hasta el secretario de Defensa, pasando por el asesor de Seguridad nacional-, quiso matar a uno o a los tres, y eso es lo que parecía, al menos hasta su revés en Port Cerdanya, entonces sin duda habrían utilizado a un profesional o a un equipo de profesionales. Victor, y Marten lo sabía, era su cabeza de turco. El Lee Harvey Oswald de alguien. Si disparaba y ejecutaba los homicidios, perfecto; si no, también era perfecto. Había dejado un rastro a investigar y, al hacerlo, se había expuesto a que lo mataran si algo salía mal. Y así fue, no sólo por el fiasco de Port Cerdanya, sino porque Marten se acordó de los asesinatos en Washington y en la pista de entrenamientos de Chantilly e hizo sonar la alarma.

Y eso era lo que ahora le inquietaba y le impedía conciliar el sueño. Todo el asunto parecía haber sido aparcado. La Conspiración había sido detenida, todas sus piezas estaban siendo investigadas y, si la información de los discos duros seguía saliendo, deberían disponer de archivos anuales completos de eventos y de las identidades de los miembros que habían asistido a ellos, revelaciones potencialmente explosivas que podían remontarse a varios años, hasta décadas, tal vez incluso a siglos atrás, dependiendo de lo que encontraran.

Cuando Marten pasó por Londres de regreso a su casa en Manchester, estuvo unas cuantas horas en la ciudad entre los dos vuelos. Allí había oído el Big Ben marcando la hora, de la misma manera que la hora suena por los campanarios de ciudades y pueblos de todo el planeta, por las campanas que marcaban los cuartos de Westminster, una retahíla de notas que le resultan familiares a la mitad de la población mundial. Los mismos cuartos de Westminster que sonaron -y que parecieron tan fuera de lugar- en la iglesia de Port Cerdanya mientras entraban en ella los miembros del New World Institute. Eso le hizo preguntarse si tal vez aquello podía ser una llamada universal de la Conspiración a sus miembros secretos de todo el mundo, y fuera lo que fuese que había ocurrido, si la sociedad secreta seguía viva y coleando. Y así continuaría por los siglos de los siglos. Si así fuera, la Conspiración no estaba acabada en absoluto sino, como la destrucción de Port Cerdanya planeada por Foxx, había decidido pasar a la clandestinidad durante una buena temporada, tal vez durante décadas. Si éste era el caso, significaba que todavía había gente dentro de la secta de la que nadie sospechaba nada, gente de la que nadie podía imaginar nada.

Y por eso recordaba ahora lo sucedido en Auschwitz una vez alertó a Hap de la posible presencia de un francotirador. Sin tener en cuenta las credenciales de prensa, la lista aprobada por el Servicio Secreto o el arma oculta, Victor había sido delatado por alguien más. Bill Strait fue quien seleccionó su foto en la pantalla de vídeo para identificarlo como el hombre que había puesto a prueba el cordón de seguridad de Madrid. A los pocos segundos salieron a cazarle, corriendo con los otros agentes, siguiendo a los perros y a sus cuidadores, y fue Strait quien de pronto se salió del itinerario y giró a un lado del estanque, corriendo casi directamente hacia el lugar en el que se ocultaba Victor, como si supiera exactamente dónde lo encontraría.

Y cuando Marten lo persiguió y le gritó a Strait que no entrara sin él, Strait lo ignoró y entró solo. Y fue cuando Marten llegó finalmente al barracón, cuando oyó el breve intercambio de palabras, sólo dos palabras, entre los hombres:

– Victor -dijo Strait con claridad.

– ¿Richard? -preguntó Victor, como si de pronto hubiera sido sorprendido por alguien a quien conocía por la voz, pero a quien no había visto nunca.

Inmediatamente después vino el sonido sordo y fuerte de la ráfaga del arma automática de Strait.


Con los ojos abiertos de par en par, Marten volvió a darse la vuelta. Bill Strait, el adjunto en el que Hap tanto confiaba -aunque durante un tiempo, en Barcelona, desconfió totalmente de él, como el presidente, cuando no podían permitirse confiar en nadie-. ¿Y si Strait era el infiltrado de la Conspiración dentro del Servicio Secreto y de la comitiva presidencial? Una tapadera perfecta que les daba acceso a todo tipo de información y que podía seguir hasta las profundidades del brazo ejecutivo.

Marten se preguntaba si había alguien más que supiera o que sospechara lo mismo que él. Probablemente no, porque él era el único que estuvo en el tramo final. Que vio la ruta directa que había elegido Strait. Que le escuchó decir el nombre de Victor, y a Victor responderle «¿Richard?».

Si estaba en lo cierto, significaba que sólo él lo sabía, o lo sospechaba. Lo cual significaba también que, con el tiempo, tal vez más pronto de lo que imaginaba, Bill Strait también lo deduciría.


2.22 h


Marten se tumbó y cerró los ojos. Había trabajado muchas veces de manera muy estrecha con miembros del Servicio Secreto cuando formaba parte del departamento de policía de Los Ángeles. Sabía que su consigna de «Merecedor de la confianza y la fe» no se tomaba a la ligera y que todos sus agentes disponían de autorizaciones secretas, y además la mayoría estaban autorizados más allá de ese nivel. Asimismo, la organización era demasiado respetada, demasiado profesional y demasiado parecida a una hermandad de vínculos muy estrechos como para que alguien se infiltrara en ella con facilidad.

De modo que, tal vez, estuviera equivocado respecto a Bill Strait. Tal vez estuviera pensando demasiado. Tal vez…

De pronto, oyó que llamaban a su puerta.

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