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3.24 h


Miguel permanecía en el puesto de mando con los brazos doblados sobre el pecho. Delante tenía a la inspectora Díaz, de pie, y a Bill Strait, así como al doctor Marshall. Héctor y Armando estaban apartados a un lado, en silencio, custodiados por dos agentes del CNR Para alivio y satisfacción de Miguel, todo el mundo parecía estar tan agotado como él. Eso significaba que cuanto más pudiera alargar el asunto, más tardarían en emprender la expedición.

Antes, Hap les había proporcionado un tiempo precioso al presidente, a Marten y a él mismo entregando a Héctor y a Armando. Miguel les había dado un poco más marchándose solo y luego observando los movimientos de los helicópteros desde arriba de la colina. Cuando vio a los helicópteros que empezaban a descender siguiendo el curso del río, se quitó la manta térmica y se expuso al detector del satélite. Eso funcionó casi al instante. En cuestión de segundos, los tres helicópteros rectificaron su trayectoria y se dirigieron directamente hacia él. Menos de un minuto más tarde estaba a merced de sus reflectores. Entonces los helicópteros tocaron tierra y de ellos salió un grupo de hombres armados.

Les contó su historia a punta de pistola y luego se la repitió a los agentes del CNP y del Servicio Secreto que lo acompañaron en el helicóptero hasta aquí. Y ahora estaba decidido a contarla de nuevo. Hacerles perder el tiempo era su único objetivo.

– Miren -dijo, con paciencia, con su inglés de australiano pasado por Barcelona-, trataré de explicárselo una vez más. Me llamo Miguel Balius. Soy conductor de limusina, de Barcelona, y he venido a visitar a mi tío en El Borras. Cuando he llegado no estaba y su esposa se encontraba muy nerviosa porque mi sobrino, Armando, y su amigo Héctor habían desaparecido. Armando -dijo, señalando a su sobrino- es ese chico de allí. Héctor es él -dijo, señalando a Héctor-. Se habían ido todo el día, no habían vuelto a cenar, nadie sabía dónde buscarlos, todos estaban muy preocupados. Excepto yo, que sabía dónde estaban. O creía saberlo: donde no tenían que haber ido, arriba, a las viejas galerías de la mina, a buscar un oro que no existe pero en el que todo el mundo cree. En estas montañas no hay oro, pero nadie se lo cree. En fin, que sin decírselo a nadie, he cogido la moto de mi primo y he subido hasta aquí. He encontrado sus motos donde las dejan siempre. Se ha puesto a llover; he empezado a husmear. Al final he encontrado lo que me han parecido ser huellas y las he seguido. Se me ha hecho tarde y he empezado a sentirme empapado y muerto de frío. Luego, de pronto, ¡bum!, unos focos potentes del cielo y todos estos helicópteros. Hombres armados saltando de ellos, buscando al presidente de Estados Unidos. Yo les he dicho «entiendo que es un buen hombre»; ellos me han preguntado que qué más sé de él. Les he dicho que he visto en las noticias que se lo llevaron de Madrid a media noche por una amenaza terrorista. Lo siguiente que sé es que me han traído hasta aquí y, por suerte, he encontrado a mis sobrinos sanos y salvos.

– Estaba usted con el presidente, ahí en la montaña -le dijo Bill Strait, simple y llanamente.

– ¿El presidente de Estados Unidos está ahí en la montaña?

– ¿Dónde está?

– Yo he venido a buscar a Armando y a Héctor.

– ¿Qué hacía usted con una manta térmica? -La actitud de Strait era gélida, sus preguntas cada vez más acusatorias.

– Pues, como he subido solo a la montaña, con el frío y la lluvia y la oscuridad, me he llevado algo que me protegiera. Y eso es lo único que tenía.

– Lo único que buscaba usted era protegerse de la vigilancia del satélite.

Miguel se rio:

– ¿Yo estoy perdido por la montaña y ustedes tienen un satélite vigilándome? Muchas gracias, hombre. Les agradezco mucho el despliegue.

– ¿Dónde está el presidente? -Strait lo apremiaba cada vez más-. ¿Quién más estaba con él?

– Ya le he dicho que he subido a buscar a Armando y a Héctor.

– ¿Dónde está? -Strait tenía la cara casi pegada a la de Miguel, los ojos petrificados, su mirada cortándolo por la mitad.

– ¿El presidente?

– Sí.

– ¿Quiere decir ahora?

– Sí, ahora.

Miguel detuvo de pronto su tono jocoso y miró a Strait a los ojos:

– No tengo ni la más remota idea.

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