Nicholas Marten sintió cómo el avión se escoraba ligeramente mientras el piloto viraba al sureste, cruzando el mar Tirreno hacia el extremo sur de la bota italiana. Pronto empezarían a descender por encima de Sicilia y emprenderían la ruta hacia Malta.
A las 7.15 de aquella mañana, el avión de British Airways procedente de Washington había aterrizado en el aeropuerto londinense de Heathrow. Hacia las ocho recogió su equipaje y se compró un billete de Air Malta para el vuelo que salía a las diez y media y que lo llevaría a la capital maltesa de La Valetta a las tres de la tarde. Entretanto se tomó una taza de café y unos huevos pôché con unas tostadas con mermelada, reservó una habitación en el hotel Castille, de tres estrellas, en La Valetta, y trató de llamar a Peter Fadden a Washington para contarle lo que le había ocurrido con la policía y avisarlo que estaba camino de Malta. En el móvil de Fadden le salió el contestador, de modo que dejó un breve mensaje en el que le daba su número de móvil y posteriormente hizo una llamada similar a su teléfono del Washington Post, diciéndole que trataría de localizarlo un poco más tarde.
Luego esperó la salida de su vuelo y trató de reconstruir mentalmente lo que había ocurrido en Washington. La pieza más curiosa del rompecabezas era lo que la escritora y fotógrafa francesa Demi Picard le preguntó a la salida de la iglesia, justo antes de que llegara la policía. ¿Había mencionado Caroline a «la bruja» antes de morir?
¿Bruja?
No, no era exactamente esto. Había dicho «las» brujas.
Lo mismo que Caroline había dicho «los ca…»
Que hubiera querido decir el comité era todavía una suposición, pero parecía más que razonable si -y eso era mucho suponer- el doctor Merriman Foxx resultaba ser no sólo «el hombre del pelo blanco», sino también el «doctor» al que Lorraine Stephenson le tenía tanto pánico que llegó a ponerse una pistola en la cabeza y se disparó delante de él.
Dejando de lado al doctor Foxx y a la doctora Stephenson, no había duda de que Caroline había dicho «los ca…». Al igual que Demi Picard dijo «las brujas». En ambos casos hablaban en plural, lo cual significaba que había más de una persona involucrada. Y si, efectivamente, Caroline se estaba refiriendo a un comité, habría estado hablando de un grupo.
La Valetta, Malta, 15.30 h
Marten cogió un taxi en el aeropuerto hasta el hotel Castille y se registró en una confortable habitación de la tercera planta, con una enorme ventana que le proporcionaba una vista impresionante sobre el magnífico puerto de la ciudad y su maciza fortaleza de piedra, Sant'Angelo, que se adentraba en el mar desde una isla que había delante de la ciudad. La fortaleza fue construida, según le contó el taxista en el trayecto desde el aeropuerto, en el siglo XVI, a instancias de los caballeros de San Juan, para proteger la isla de los invasores otomanos.
– Podría pensarse que fueron los caballeros de San Juan contra los turcos -dijo, en voz alta y apasionada-. Pero en realidad era Occidente contra Oriente. El cristianismo contra el islam. Las bases que mueven a los diablos terroristas de hoy fueron establecidas aquí mismo, en Malta, hace quinientos años.
Por supuesto que estaba exagerando, pero con la primera visión de Marten de las fortificaciones del puerto desde la ventana de su hotel, experimentó una conciencia inmediata, incluso estremecedora, de aquel pasado. A pesar de su extrema simplicidad, lo que el taxista le había dicho podía muy bien ser cierto: la profunda desconfianza entre Oriente y Occidente se había establecido, desde luego, varios siglos antes en este diminuto archipiélago.
Con jet lag pero lleno de energía, Marten se dio una ducha rápida y se afeitó, luego se puso un jersey fino de cuello alto, unos pantalones limpios y una chaqueta sport de tweed, elegidos de entre la ropa que había metido en la maleta apresuradamente al marcharse de Manchester para estar al lado de Caroline.
Al cabo de quince minutos, con un plano de La Valetta facilitado por el recepcionista del hotel en el bolsillo, bajaba por Triq ir-Repubblika, o calle de la República, la principal vía comercial de la ciudad, en busca de Triq San-Gwann, o calle de San Juan, y luego del número 200, donde según Peter Fadden se encontraba el domicilio del doctor Merriman Foxx.
Lo que haría una vez allí lo había estado ensayando en Londres durante su espera en el vestíbulo de pasajeros de Air Malta. Encontró un cubículo con conexión a Internet, enchufó su portátil y luego entró en la página web del Archivo del Congreso de Estados Unidos. Allí buscó el subcomité sobre Inteligencia y Contraterrorismo del que había formado parte Mike Parsons, clicó en la lista de miembros y encontró el nombre de su presidenta: la representante Jane Dee Baker, una demócrata de Maine que, según sus posteriores pesquisas en Internet, actualmente formaba parte de un pequeño contingente de congresistas que viajaban por Irak en busca de datos.
Si Merriman Foxx había testificado durante tres días, como dijo Peter Fadden, estaría más que familiarizado con el nombre de la congresista Baker. El plan de Marten era llamar a su residencia, presentarse como Nicholas Marten, colaborador especial de la representante Baker, y decirle que había tres o cuatro pequeñas ambigüedades en la transcripción de su declaración que la congresista Baker deseaba aclarar. Puesto que se encontraba en Europa y de todos modos tenía que viajar a Malta, la congresista estaría muy agradecida si el doctor Foxx le concediera unos momentos para poder completar el texto para el Congressional Record.
Era una tentativa descarada que Marten sabía arriesgada. Tenía muchos números para que le respondieran «No, lo siento, pero mi testimonio ya ha concluido», o de que Foxx comprobara primero con la oficina de Baker en Washington si era cierto que entre su personal había un tal Nicholas Marten, y si le habían encargado una misión así. Pero, como antiguo investigador, Marten tenía la corazonada de que la reacción del científico sería cordial. Cordial, léase precavida, como si estuviera todavía bajo el escrutinio del comité. O cordial, léase amistosa, en el caso de que hubiera algún tipo de colaboración entre él mismo y el comité y no deseara estropearla. En cualquier caso, lo bastante cordial como para al menos prestarse a reunirse con él cara a cara. Y cuando se encontraran, Marten empezaría a tantearlo «cordialmente» sobre lo que sabía de la doctora Stephenson y sobre la enfermedad y muerte de Caroline Parsons.
Marten anduvo por la calle de la República en busca de la plaza de San Juan, donde las calles República y San Juan se cruzaban. Pasó frente a una pequeña juguetería y una bodega, y luego bajo una llamativa banderola que cruzaba la calle República. Unos cuantos pasos más allá se encontró en la plaza de San Juan y enfrente de la maciza iglesia de los Guerreros, la segunda catedral de San Juan, del siglo XVII. Había oído hablar de su magnífica nave noble y de los preciosos diseños de su interior, pero desde el exterior parecía más una fortaleza que una iglesia y le recordó que Malta, y en especial La Valetta, había sido urbanizada principalmente como una ciudadela.
La calle de San Juan no era tanto una calle como una cuesta de empinadas escaleras. Ningún vehículo, sólo peatones. Pasaba un poco de las cinco de la tarde y el sol dibujaba sombras alargadas en las escaleras a medida que las remontaba. Su motivo para venir aquí era sencillo: encontrar el número 200 y, con suerte, hacerse alguna idea de cómo vivía Merriman Foxx -verlo a él ya sería todo un premio- antes de volver a su hotel y llamarle.
Ciento cincuenta y dos escalones más tarde, ya había llegado. El número 200 era similar al resto de edificios de la calle: una construcción de cuatro plantas con un balcón en cada una de ellas. Unos balcones que, estaba seguro, proporcionaban una buena vista de la calle.
Marten subió veinte escalones más, luego se volvió a estudiar el edificio. Sin acercarse a la puerta principal y espiar en el interior resultaba difícil determinar si las cuatro plantas eran parte de una sola residencia o estaban separadas en apartamentos. Una única residencia podía indicar que Foxx era un hombre bastante rico -tal vez se trataría de la inversión de parte de sus millones desviados-. Un apartamento de una sola planta sería menos definitorio. Lo único que era seguro era que cualquiera que viviera aquí tenía que estar muy en forma: la empinada cuesta de escalones de piedra lo demostraba. Eso le hizo empezar a preguntarse si, como antiguo oficial militar, Merriman Foxx podía haber elegido el domicilio en esta isla no sólo por su rica historia militar, sino porque, a medida que se fuera haciendo mayor, le obligaba a conservar la buena forma física. Era una disciplina personal que no debía subestimar cuando se encontraran cara a cara y empezara a interrogar a Foxx sobre la doctora Stephenson y Caroline Parsons.