26

Había cuatro personas sentadas a la mesa. A Foxx y su amiga los esperaba, pero los otros dos eran una sorpresa. Los había visto en Washington hacía poco más de un día, eran el reverendo del Congreso, Rufus Beck, y la periodista gráfica francesa Demi Picard.

– Buenas noches, señor Marten. -Merriman Foxx se levantó para estrecharle la mano-. Permítame que le presente a mis otros invitados. Cristina Vallone -dijo, indicándole la joven que había llegado con él-, el reverendo Rufus Beck y -añadió, con una cálida sonrisa- mademoiselle Picard.

– ¿Cómo están? -Marten se cruzó la mirada con Demi por un instante fugaz, pero ésta no le reveló nada. Volvió a mirar a Foxx-. Es muy amable por su parte acceder a reunirse conmigo, habiéndole avisado con tan poca antelación.

– Siempre es un placer para mí ayudar al Congreso de Estados Unidos en cualquier cosa que esté a mi alcance. Por desgracia, dispongo de poco tiempo, señor Marten; si nuestros invitados nos disculpan, tal vez podamos ir a un rincón de la barra y hablar de los asuntos que necesitan ser atendidos.

– Por supuesto.

Merriman Foxx acompañó a Marten fuera del reservado y hacia la barra. Mientras Marten se disponía a seguirlo, su mirada se cruzó con la de Demi. Ella lo observaba con disimulo. Estaba claro que estaba tan sorprendida de verle como él a ella. Además, y eso resultaba igual de claro, no se alegraba en absoluto.

El reverendo Beck resultó también una sorpresa y, al igual que Demi, no dio muestras de reconocerlo. Sin embargo, Marten estaba seguro de que lo recordaba de la habitación de hospital de Caroline. No sólo se habían presentado cuando Beck entró, sino que, como Demi le había comentado, Beck se mostró lo bastante curioso como para haberle preguntado a una de las enfermeras quién era él.

– Exactamente, ¿qué ambigüedades desea aclarar la congresista Baker? -le dijo Foxx al llegar a la barra.

Ahora había poca gente y estaban solos al final de la misma.

Marten puso su maletín sobre la barra, lo abrió y extrajo una carpeta, y luego metió la mano en el bolsillo para sacar un bolígrafo. Al hacerlo puso en marcha la grabadora. Al mismo tiempo, y sin que nadie se lo pidiera, el camarero les sirvió una copita de whisky de malta a cada uno.

– Hay varias, doctor -dijo Marten, recordándose deliberadamente los motivos por los que había venido, es decir, determinar lo mejor posible si Foxx era o no el doctor u hombre del pelo blanco. Su mayor desventaja ahora mismo, que esperaba que no fuera fatal, era que no disponía de las transcripciones de las sesiones del Congreso, y por tanto no tenía ni idea de lo que allí se había preguntado o respondido. Todo lo que tenía para empezar era lo poco que sabía de la historia de Foxx y de la Décima Brigada, los cabos sueltos que había reunido a través de una breve búsqueda en Internet cuando volvió a su hotel, lo que Caroline le había dicho y lo que la doctora Stephenson había dicho justo antes de dispararse a la cabeza y morir.

Abrió la carpeta y miró la página de notas manuscritas que se había preparado en el hotel, como si las hubiera anotado durante una conversación telefónica con la congresista Baker.

– Su proyecto de armas biológicas en la Décima Brigada se llamaba Programa D, no B, ¿es correcto?

– Sí. -Foxx tomó la copa y bebió un trago de whisky.

Marten hizo una anotación en la página anexa a sus notas y siguió con la siguiente.

– Usted afirmó que las toxinas que desarrolló, incluidas cuarenta y cinco cadenas distintas de ántrax, y las bacterias que provocan la brucelosis, el cólera y las plagas y sistemas para extenderlos, además de una serie de virus experimentales nuevos y todavía no catalogados, han sido clasificados y luego destruidos. ¿Es eso también correcto?

– Sí.

Foxx tomó otro trago de whisky. Por primera vez, Marten advirtió lo largos que tenía los dedos en proporción al tamaño de las manos. Al mismo tiempo se fijó también en la envergadura del doctor. Al verlo por primera vez en la callejuela le pareció normal, ni fuerte ni flaco; pero con ese jersey holgado no era fácil saber si realmente estaba en forma y musculado como Marten había calculado antes. Fuera como fuese, ahora no era algo en lo que se pudiera entretener sin llamar la atención sobre lo que estaba haciendo, de modo que volvió a concentrarse en sus preguntas.

– Según sus conocimientos, ¿se ha hecho algún experimento más con seres humanos desde 1993, cuando el presidente de Sudáfrica declaró que todas sus armas biológicas habían sido destruidas?

Foxx dejó su copa bruscamente sobre la barra.

– Ya contesté a esa pregunta claramente delante del comité -dijo, irritado-. No, no se hizo ningún experimento más. Las toxinas fueron destruidas, y también toda la información sobre cómo crearlas.

– Gracias. -Marten se inclinó sobre su carpeta, tomándose su tiempo para anotar unos cuantos comentarios más.

Al principio Foxx le había recibido con cordialidad. Eso significaba que se había creído la presentación de Marten y que era muy probable que no hubiera verificado si pertenecía o no al personal de la congresista Baker. Sin embargo, ahora empezaba claramente a perder la paciencia, tal vez por las propias preguntas o, más probablemente, por su propio ego. Había cosas que ya había comentado en una sesión del comité a puerta cerrada, y ahora tenía que estar respondiendo en un lugar público a los mismos asuntos con una especie de mensajero de tercera mano, un mensajero hacia el cual empezaba a mostrar abierta antipatía. Lo que quería era acabar con aquello de una vez por todas.

Fue justamente esta muestra de temperamento lo que le hizo ver a Marten que si lo empujaban podía ser un hombre vulnerable, que con un poco más de presión tal vez desvelara algo que no tenía intención de hacer. Marten también sabía que, si iba a hacerlo, tenía que actuar con rapidez porque el doctor no estaría dispuesto a dedicarle mucho más tiempo.

– Lo siento, quedan sólo unas pocas más -dijo Marten a modo de disculpa.

– Pues entonces, pregunte. -Foxx lo miró, luego volvió a tomar su copa, rodeándola con sus largos dedos.

– Por favor, déjeme que le explique, como tal vez tendría que haber hecho antes -dijo Marten, con el mismo tono arrepentido-, que algunas de estas aclaraciones son ahora necesarias a raíz de la muerte de uno de los miembros del comité después de que las vistas se hubieran cerrado. El congresista Michael Parsons, de California. El representante Parsons, al parecer, dejó un memorando dirigido a la congresista Baker que no ha salido a la luz hasta ahora. Tenía que ver con una consulta que le hizo a la doctora Lorraine Stephenson, la cual, además de ser especialista en medicina general, era también, según mis noticias, viróloga. También resulta que era la médico personal de la esposa del congresista Parsons, Caroline. ¿Conoce usted a la doctora Stephenson?

– No.

Marten miró sus notas y luego levantó la vista. Había llegado el momento de presionar, y con fuerza:

– Es curioso, porque en el memo del congresista Parsons a la congresista Baker, él comenta que usted y la doctora Stephenson se habían reunido en privado en más de una ocasión durante el transcurso de las sesiones.

– No he oído hablar nunca de esa doctora Stephenson. Ni tampoco tengo ni idea de lo que me está hablando -dijo Foxx, lacónicamente-. Y ahora creo que ya le he dado a la congresista Baker el tiempo suficiente, señor Marten. -Dejó la copa en la barra e hizo ademán de volver a su mesa.

– Doctor -insistió Marten-, el memorando del congresista Parsons levantaba dudas sobre la veracidad de su testimonio, en especial en el área de los virus experimentales no catalogados.

– ¿A qué se refiere? -Foxx se volvió, ruborizado por la ira.

– No tengo intención de molestarlo, me limito a seguir instrucciones. -De nuevo, Marten interpretaba su papel de mensajero contrito-. Ahora que está usted al corriente del memorando, y teniendo en cuenta que el congresista Parsons está muerto, la congresista Baker preguntó si estaría usted dispuesto a confirmar que todo lo que afirmó bajo juramento era y sigue siendo, hasta donde usted sabe, toda la verdad.

Foxx volvió a coger la copa con una mirada glacial.

– Sí, señor Marten, para el expediente definitivo: todo lo que dije era y sigue siendo toda la verdad.

– ¿Incluido lo de los virus? ¿Que ninguno de ellos ha sido utilizado en ningún ser humano desde 1993?

La mirada de Foxx se clavó en él, mientras con las dos manos rodeaba la copa y sus pulgares sobresalían por encima del borde.

– Incluido lo de los virus.

– Una última pregunta -dijo Marten, con voz serena-. ¿Ha sido usted conocido alguna vez simplemente como «el doctor»?

Foxx se terminó el whisky y miró a Marten:

– Sí, por cientos de personas. Buenas noches, señor Marten, y por favor, mándele mis mejores saludos a la congresista Baker.

Dejó la copa vacía en la barra y se alejó hacia su mesa.


– Dios mío -suspiró Marten. Había sucedido tan rápido y de manera tan imperceptible que estuvo a punto de no darse cuenta. Y sin embargo, ahí estuvo, delante de sus ojos y con tanta nitidez como si hubiera pedido verlo. Sí, Merriman Foxx tenía el pelo blanco. Sí, lo llamaban «el doctor». Pero estos dos detalles, sumados al intento más bien patético de Marten por conseguir información sustanciosa, no señalaban a Foxx de manera inequívoca como el doctor-hombre del pelo blanco que había supervisado, si no administrado personalmente, la toxina que mató a Caroline.

En cambio, había otra cosa que sí lo señalaba.

Era algo de lo que se había olvidado completamente hasta que se dio cuenta de la anormal longitud de los dedos de Foxx cuando rodeaba la copa de whisky. Era lo que Caroline le comentó por teléfono la primera vez que lo llamó, presa del pánico, a Manchester, y le pidió que fuera a Washington.

«No me gustaba -le dijo sobre el hombre de pelo blanco que fue a verla a la clínica a la que la llevaron después de la inyección que le dio la doctora Stephenson-. Todo de él me daba miedo: la manera de mirarme, la manera de tocarme la cara y las piernas con sus dedos largos y asquerosos.»

Aquellos dedos que rodeaban la copa de whisky eran sólo una parte. El resto vino cuando un Foxx molesto sostuvo la copa con las dos manos y los pulgares le sobresalían por encima del borde. Fue entonces cuando lo vio y recordó el resto de la descripción de Caroline: «… la manera de tocarme la cara y las piernas con sus dedos largos y asquerosos, y aquel horrible pulgar con su diminuta cruz de bolas».

Una cruz desvaída -dos líneas que se cruzaban, con un círculo diminuto, una bolita, en la punta de cada uno de los cuatro extremos- había sido tatuada en la punta del pulgar izquierdo de Merriman Foxx.

Marten había estado a punto de no verlo, pero lo vio. Una diminuta y descolorida cruz tatuada descrita de paso por una mujer aterrorizada y moribunda. En aquel momento había formado parte de un batiburrillo de información y pareció no tener ninguna importancia; en cambio, ahora lo significaba todo.

Le demostraba que era el hombre al que buscaba.

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