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9.23 h


La sala estaba al fondo de un pasadizo a oscuras. Al igual que la sala de vídeo y de control de circuito eléctrico, era poco más que un bunker de hormigón armado. Beck había accedido a ella a través de dos puertas separadas. La primera era de madera tallada a mano, y como otras puertas a lo largo de la iglesia requería una tarjeta de seguridad y marcar un código en un panel electrónico para pasar a través. La segunda, a unos cuantos palmos, estaba hecha de acero pesado y requería otro código de entrada, que abría una única ranura situada encima, en la que había que insertar una llave especial que Foxx le había facilitado. Una vez dentro, se sentó frente a un panel de control de dos metros de largo que parecía sacado de un laboratorio de la NASA e incorporaba una serie de monitores de televisión, interruptores, cuadrantes e indicadores que eran iguales a los utilizados en una planta de transmisión de gas natural, que se acercaba mucho a lo que era aquella sala. En ésta no era evidente que el resto del edificio se había quedado sin corriente eléctrica: todas las luces, interruptores, pilotos e indicadores funcionaban a la perfección, puesto que todo el sistema estaba alimentado por baterías chinas de polímero de alto rendimiento.

Beck respiró profundamente y luego leyó con atención la hilera de cuadrantes cuidadosamente etiquetados que tenía delante. Entre ellos:


Cilindro transductor de presión/distorsión de presión

Fuerza centrífuga/control de pulsaciones

Control de vibración tuberías

Optimización configuración de tuberías

Control/detección de escapes

Vibración compresores


Satisfecho, miró hacia abajo y apretó cinco interruptores sucesivamente. Luego sacó una segunda llave, la insertó en un agujero del panel y la hizo rotar. Inmediatamente, media docena de cuadrantes cambiaron de color, de rojo a verde brillante. Un cronómetro digital se puso en marcha a sesenta minutos. Beck lo ajustó a quince y lo detuvo.

– Veinticinco -masculló-, veinticinco?

En una sala mecánica de las galerías mucho más abajo, un motor diesel de dos mil caballos alimentaba un compresor centrífugo de gas, impulsado por una turbina. Durante buena parte de dos horas había estado bombeando gas natural a través de enormes tuberías de 50 cm y de espitas de 15 cm, cargando los kilómetros de viejas galerías de minería, túneles de transporte de monorraíl, laboratorios de Foxx, zonas de trabajo y celdas de almacenamiento temporal con gases altamente explosivos y letales. La propia iglesia debía ser lo último en cargarse y su llenado debía iniciarse una vez el escenario hidráulico descendiera hasta su sala oculta de abajo y el suelo original volviera a estar en su lugar, cuando los servicios hubieran concluido y las fuerzas de seguridad hubieran completado su rastreo del edificio y hubieran abandonado las instalaciones.

La presencia de Marten lo cambiaba todo. En ausencia de Foxx, el control quedaba en manos de Beck tal y como lo estipulaban las estrictas normas de sucesión en el poder de la secta. Mientras que el programa general de la Conspiración recaía este año en Estados Unidos por la rotación de cargos al frente de la administración, la seguridad del complejo de Port Cerdanya era, después de la muerte de Foxx, oficialmente cosa de Beck. Y eso significaba que su destrucción, prevista desde hacía tanto tiempo, estaba ahora totalmente en sus manos.

Beck estudió los cuadrantes y monitores una vez más. Satisfecho, miró el cronómetro. Una vez activado, pondría en marcha las espitas del sótano de la iglesia y el edificio empezaría a llenarse de gas. En quince minutos alcanzaría el nivel de los surtidores que lanzaban llamas en el escenario y, al hacerlo, el edificio y todo lo demás explotarían. Al mismo tiempo, los encendedores de los túneles se dispararían y una tormenta de fuego que alcanzaría los 2.500 grados rodaría por todas las instalaciones subterráneas. Una «acumulación lenta y gradual de metano a lo largo de los años», lo llamarían las autoridades, que lo relacionarían con la explosión que el día antes había sacudido el suelo del monasterio de Montserrat. Era un infierno que las autoridades dejarían que se consumiera, y pasarían semanas, si no meses, antes de hacerlo del todo. Al final no quedaría nada más que los túneles quemados y un residuo de cenizas ultracalientes.

Tres décadas antes, la sociedad había acordado una estrategia de gran alcance para Oriente Próximo y encargó a un miembro recién iniciado llamado Merriman Foxx que diseñara el plan. Al cabo de tres años, Foxx presentó el plan a la sociedad. En él, y en términos muy precisos, explicaba lo que había que hacer y dónde, lo que costaría, los plazos de tiempo que representaría y lo que sucedería después. Lo aceptaron y el proyecto se puso en marcha. Al cabo de dos años se compraron los terrenos y la construcción de los que ellos bautizaron como el Proyecto Port Cerdanya empezó. Y ahora, veinticinco años más tarde, Beck, haciendo pleno uso de la autoridad con que había sido investido, asumía el control y adelantaba la hora.

– Veinticinco -dijo una vez más, como en un homenaje final a esa autoridad y a su propia fidelidad, y luego puso en marcha el cronómetro.

Inmediatamente se volvió hacia un pequeño ordenador que había al lado, se sacó una memoria USB del bolsillo y la insertó en el puerto correspondiente del ordenador; luego miró al monitor de encima. En unos segundos le apareció una barra que le pedía un código de entrada. Tecleó el código y luego lo repitió. Movió el cursor al disco C: y luego arrastró todo su contenido al disco A: Diez segundos más y le pidió permiso al ordenador para retirar el enorme disco de almacenamiento del puerto USB. El permiso le fue otorgado, sacó la memoria USB del ordenador y se lo volvió a guardar en el bolsillo. El corte eléctrico había afectado a todo en el edificio excepto a aquella sala y la batería de seguridad del ordenador máster que había en el bunker de abajo, donde se copiaban y guardaban las carpetas de archivo de la secta. Ambas máquinas estaban interconectadas, de modo que, pasara lo que pasase en una, la misma información era transmitida a la otra. Eran justamente aquellos archivos, aquella información, lo que Beck había copiado y salvado en la memoria USB.

Beck se levantó y echó un último vistazo a su alrededor. Una vez comprobado que todo estaba en orden, salió, cerrando las puertas detrás de él. Eran las 9.25 de la mañana. A las 9.40 exactamente el gas acumulado alcanzaría los lanzallamas del escenario y empezaría el infierno.

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