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Nicholas Marten corrió las cortinas de la ventana y luego encendió una lamparita y se volvió a mirar al presidente, que había cogido una silla y ahora se sentaba frente a él. Si antes se había sorprendido, ahora lo estaba mucho más. El hombre al que había visto unos instantes antes era probablemente la cara más reconocible del mundo, pero en un momento le pareció totalmente distinto, casi irreconocible. Todo su pelo había desaparecido, dejando a la vista una sólida calva, y además, ahora llevaba gafas. Eso le hacía parecer mayor, incluso más delgado o, como él pensó, sencillamente distinto.

– Es un peluquín, señor Marten. Hoy en día los hacen muy bien -explicó el presidente-. Hace años que lo llevo; sólo lo sabe mi barbero personal. Las gafas son sin graduar, me las he comprado en Madrid a modo de disfraz. Un sencillo accesorio de atrezzo que contribuye a disimular mi aspecto.

– No lo comprendo, señor. No entiendo nada de nada. Ni cómo me ha encontrado, ni por qué ha querido hacerlo. Se supone que está usted en…

– Un lugar secreto a causa de una amenaza terrorista, lo sé. Bueno, sí que estoy en un lugar secreto, al menos de momento. -El presidente se inclinó hacia una mesilla y tomó el ejemplar de ADN 2 que se había llevado del lavabo de la estación.

Estaba doblado por una página y se lo ofreció a Marten.

Un rápido vistazo se lo aclaró todo. En la página estaba su foto con el cuerpo de Pelo Canoso atropellado y muerto por el camión. La misma foto que pocas horas antes le había mostrado un taxista.

– He visto su foto, señor Marten. Y he contratado a una joven para que me ayudara a encontrarle. Estaba solo y necesitaba desesperadamente un lugar al que acudir y, al menos de momento, usted me lo ha proporcionado. Creo que a eso se le llama azar, o destino.

Marten no salía de su asombro:

– Lo siento, pero sigo sin entenderlo.

– La joven ha averiguado en qué hotel estaba registrado. No quedaba lejos de donde yo estaba, de modo que me he acercado andando. Un generoso empleado del hotel me ha dejado entrar en su habitación cuando le he explicado que era su tío, que debíamos encontrarnos hacía unas horas pero que mi avión había llegado con retraso. Al principio se ha mostrado escéptico, pero unos cuantos euros lo han acabado de convencer.

– No hablo de eso. Usted es el presidente de Estados Unidos, ¿cómo puede ser que vaya solo de esta manera? Y aunque lo fuera, ¿por qué me ha buscado a mí, cuando podría haber acudido a quien quisiera?

– Ése es precisamente el problema, señor Marten: no podía acudir a nadie. Y quiero decir a nadie. -El presidente lo miró con unos ojos que expresaban lo extremadamente desesperada que su situación había sido y seguía siendo-. Le recordaba de nuestro breve encuentro en el hospital Universitario de Washington. Caroline Parsons acababa de morir prácticamente en sus brazos. Usted pidió que le dejáramos un momento a solas con ella, ¿se acuerda?

– Por supuesto.

– Más tarde supe que ella hizo redactar un documento legal que le daba acceso a sus documentos privados y a los de su marido, el congresista Parsons.

– Eso es cierto.

– Supongo que lo hizo porque pensaba que su marido y su hijo habían sido asesinados y tenía la esperanza de que tal vez usted pudiera averiguar lo ocurrido.

Marten estaba estupefacto.

– ¿Cómo lo supo?

– De momento debe bastarle saber que ésta es la razón principal por la que estoy aquí y por la que he buscado su ayuda. Tanto Caroline como Mike Parsons eran muy amigos míos. Es obvio que Caroline confiaba mucho en usted y que usted le tenía el mismo afecto, o… -John Henry Harris puso una media sonrisa-, de lo contrario, no habría echado usted al mismísimo presidente de Estados Unidos de su habitación del hospital. -La sonrisa de Harris se desvaneció y su discurso vaciló/como si no supiera muy bien qué era lo siguiente que debía decir, o cuánto podía revelar, pero luego Marten apreció una expresión de firme decisión en sus ojos y prosiguió-. Señor Marten, Mike Parsons y su hijo fueron asesinados. Y también lo ha sido, me temo, Caroline.

Marten lo miró.

– ¿Lo sabe a ciencia cierta?

– Sí. No, no puedo decir a ciencia cierta, pero es una confesión que han hecho sus responsables.

– ¿Quiénes son?

– Señor Marten, quiero confiar en usted, tengo que confiar en usted porque no tengo otro lugar al que acudir. Y gracias a Caroline, creo que puedo hacerlo. -De nuevo, el presidente vaciló. Luego Marten vio que volvía a mostrarse decidido-. No ha habido ninguna amenaza terrorista. Me he marchado solo del hotel de Madrid y en circunstancias muy complicadas. Se puede decir que me he escapado.

Marten no lo entendía.

– ¿Escapado de qué? ¿De quién?

– Nuestro país está en guerra, señor Marten. Una guerra que se está librando en secreto contra mí y contra el país por parte de un grupo de gente de las más altas esferas del gobierno. Un grupo formado por mis asesores personales y gente de mi propio gobierno. Gente a la que conozco y en la que confío desde hace muchos años, pero que, en realidad y como grupo, son probablemente la más peligrosa y poderosa del país. Según tengo entendido, preparan lo más parecido a un golpe de Estado que América jamás ha experimentado. Como resultado, mi vida corre un grave peligro, como también lo corren el futuro no sólo de nuestro país, sino de muchos otros. Además, el margen por el que yo puedo intentar hacer algo es extremadamente corto. Un poco más de tres días, como mucho. En el gobierno ya no hay nadie en quien pueda confiar incondicionalmente. Tampoco tengo a ningún pariente ni amigo a quien ese grupo no tenga sometido a una estricta vigilancia, física y electrónica.

»Por eso, cuando he visto su foto en el periódico he sabido que tenía que correr el riesgo y encontrarle. Necesitaba la confianza de alguien y, por suerte o por desgracia, usted es esta persona.

Marten estaba atónito. Tal vez en la ficción el presidente de Estados Unidos entra en tu habitación de hotel en medio de la noche y te cuenta estas cosas. Se sienta y te cuenta que tu país está a punto de caer en manos de un enemigo interno y que tú eres la única persona en el mundo en la que puede confiar. Tal vez en la ficción pasen estas cosas, pero aquello no era ficción, sino la realidad. El presidente estaba ahí, a menos de un metro de él, visiblemente exhausto, mirándolo con los ojos inyectados en sangre, contándole esas cosas horribles y pidiéndole ayuda.

– ¿Qué quiere que haga? -dijo finalmente Marten, con una voz que no era mucho más que un susurro.

– En estos momentos no estoy muy seguro de qué puedo pedirle. Excepto… -John Harris respiró profundamente, casi en un suspiro que se acercaba al agotamiento total- que haga guardia durante un par de horas. Ha sido un día terriblemente largo. Necesito pensar. Pero primero necesito dormir.

– Lo comprendo.

El presidente se pasó distraídamente la mano por una barba de dos días que empezaba a notarse.

– Sigue siendo viernes, día 7, ¿no?

– Sí, señor.

– Bueno -el presidente sonrió y Marten pudo ver cómo la fatiga empezaba a apoderarse de él. Al hacerlo, sus miradas se cruzaron-. Gracias -le dijo, sinceramente-. Muchísimas gracias.

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