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22.03 h


Jake Lowe y el doctor James Marshall estaban junto al Chinook mirando hacia la superficie de rocas en la que el equipo de Bill Strait del Servicio Secreto y la unidad de CNP de la inspectora Díaz habían instalado luces de trabajo y empezaban a perforar por la piedra arenisca con sierras mecánicas.

Detrás de ellos, dentro del helicóptero, un equipo médico -dos médicos, dos enfermeras y dos técnicos de urgencias- hacía los preparativos para recibir a un presidente lesionado. A treinta metros, Bill Strait, la inspectora Díaz y un equipo de siete hombres del Servicio Secreto, la CIA y los especialistas técnicos del CNP trabajaban para organizar un puesto de mando desde el cual poder coordinar las actividades de los equipos desplegados sobre el terreno.

Lowe miró detrás de ellos para asegurarse de que estaban solos y luego miró a Marshall:

– La policía española podría ser un auténtico problema si el presidente está vivo y dice algo -dijo, en voz baja.

– No podemos mandarlos a casa.

– No, no podemos.

– Jake -Marshall se le acercó y bajó la voz-, la policía cree lo que creen todos los demás, que el presidente está muerto, o secuestrado por Marten, o cautivo de un grupo terrorista, o sencillamente perdido y con las facultades mentales extraviadas. Si lo sacan vivo, cualquier cosa que diga será interpretada como las alucinaciones de un tipo que ha sufrido un grave trauma psicológico. En pocos minutos estará aquí, lo meteremos en el Chinook y nos lo llevaremos para casa.

– Sigue siendo todo demasiado incierto. Hay demasiadas cosas que pueden ir mal. -Lowe apartó la mirada, claramente preocupado, y luego, bruscamente, volvió a mirar a Marshall-. Estoy casi a punto de echar el freno a lo de Varsovia. Cancelarlo. Lo digo en serio.

– Esto no lo podemos hacer, Jake, y tú lo sabes -dijo Marshall, tranquilizándolo-. El vicepresidente ya ha dado el pistoletazo de salida. Las cosas ya están en marcha y todo el mundo lo sabe. Si ahora nos echamos atrás, mostraremos nuestra debilidad, no sólo frente a los nuestros sino también con los adeptos de Francia y Alemania. Así que relájate, que nosotros somos los que estamos al mando. Como te he dicho antes, ten un poco de fe.

De pronto se produjo una reanimación de la acción en el puesto de mando. Bill Strait se levantaba, hablando animadamente por su micro. Los demás se habían detenido a escucharlo, incluida la inspectora Díaz. Lowe y Marshall corrieron hacia ellos.

– Repítalo, por favor -dijo Bill Strait, con la mano en el auricular, tratando de escuchar con claridad mientras seguía controlando las tensas comunicaciones entre sus propios equipos que usaban otros canales de transmisión-. ¡Bien! ¡De puta madre!

– ¿Qué ocurre? -dijo Lowe rápidamente, cuando él y Marshall aparecieron-. ¿Han oído algo sus técnicos? ¿Han recogido sonidos? ¿Es él? ¿El POTUS?

– Todavía no, señor. Un equipo del CNP ha entrado en el túnel principal por este lado de un desprendimiento subterráneo, cerca del monasterio. La unidad de la CIA va a entrar ahora.

– Agente Strait -dijo la inspectora Díaz, mientras se quitaba los auriculares-. Nuestro equipo en este lado -señaló hacia la zona de trabajo iluminada a lo lejos- acaba de abrirse paso. Hay seis hombres en el suelo. -De pronto miró a Marshall y Lowe-. Los viejos mapas indicaban una longitud de galería de casi veinte kilómetros. Esta longitud demuestra ser correcta, lo cual significa que los mapas son razonablemente precisos. Hay un equipo, en algún punto a medio camino, que ha localizado una chimenea y está bajando por ella. Otro equipo trabaja por una fisura hacia una de las galerías laterales. Las unidades de perforación siete y cuatro han encontrado piedra blanda a cinco kilómetros de distancia. No sabemos cuánto tiempo tardarán en llegar a la galería principal. Para los equipos que ya están dentro y los que vengan después todo depende de lo que encuentren allí dentro; si está todo abierto, o si caen rocas, o si hay corrimientos de tierra que bloquean el paso.

Lowe miró a Bill Strait:

– ¿Cuántos hombres tenemos dentro de los túneles?

– Unos sesenta. Y treinta más cuando los otros equipos entren. Todos estos cuando el resto del equipo de la inspectora Díaz y nuestros efectivos lleguen al fondo de la galería por allí. Los efectivos de la CIA de Madrid están ahora en el suelo y se les han asignado coordinadores a lo largo de la parte superior de la galería principal. Equipos de los agentes rurales que conocen bien la zona los están ayudando a encontrar otras entradas. La cobertura por satélite para tomar imágenes digitales y térmicas no estará disponible hasta dentro de noventa minutos, cuando el satélite esté encima. Siendo de noche y con este tiempo no vamos a conseguir mucho, si es que obtenemos algo, de imagen visual, pero sí que intentaremos reconocer las imágenes térmicas, basadas en la temperatura desprendida por los cuerpos detectados en el suelo o saliendo de las chimeneas.

Lowe estaba claramente alterado y levantaba la voz:

– Así que, básicamente, toda esta operación depende de cuatro máquinas perforadoras y varios cientos de hombres equipados con micros, gafas de visión nocturna y picos y palas. Pues sí que tenemos una persecución emocionante. Contamos sólo con muchos efectivos y tecnología del siglo pasado… ¿Dónde coño están esos cientos más de agentes del Servicio Secreto que venían de París?

Strait miró a Lowe y después a Marshall:

– Ahora ya se encuentran en suelo español. Llegarán aquí a la nueva hora prevista, 21.40. Señores, todos los equipos aquí presentes son profesionales: CNP, CIA, USSS. Si el presidente está aquí abajo, lo encontraremos.

– Estoy seguro. Gracias -dijo Marshall, luego tomó a Lowe del brazo y se alejaron en dirección al Chinook.

– Te estás pasando, Jake -le dijo, con severidad-. Cálmate un poco, ¿eh? ¡Cálmate!

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