– Y una mierda. A ninguna de las dos. -Marten se dirigía ya hacia la puerta.
Hap lo sujetó justo cuando la alcanzaba y lo empujó con fuerza hacia la pared.
– Si intenta ayudarlas expondrá al presidente. Saben que está con usted. Sabrán que está en el edificio. Ya se lo he dicho antes: quíteselo de la cabeza. Es la maldita realidad.
– ¡No! No es la maldita realidad. No pienso permitir que quemen vivas a estas dos mujeres. -Marten miró enfurecido al presidente-. ¡Dígale que me deje! ¡Dígaselo ahora mismo!
– En esto el presidente no tiene ni voz ni voto -Hap mantenía a Marten inmovilizado contra la pared-. Bajo juramento, tengo la obligación de proteger al presidente y de mantener la continuidad de su gobierno, de proteger a la persona que ocupa el cargo de presidente. Nadie en esta habitación sale de aquí hasta que yo lo diga.
Los cánticos se reanudaron mientras los monjes iban formando un número ocho en el escenario y luego iniciaban lo que parecía una danza cuidadosamente ensayada, rodeando primero a Cristina y luego a Demi y luego volviendo a repetir los movimientos, con sus cánticos que se elevaban y bajaban con un timbre fantasmagórico y macabro que era a la vez muy emotivo y totalmente turbador.
– Hap -dijo el presidente muy serio-, usted conoce bien los planos del edificio. La subida hasta la propia iglesia, hasta la puerta que hay detrás del altar y que yo pensaba utilizar para hacer mi entrada. ¿Cuánto tardaría Marten en llegar hasta ella?
– Sin obstáculos, diría que cuarenta segundos. ¿Por qué?
– Los paneles eléctricos están aquí -el presidente señaló la portezuela estrecha y cerrada que había en la pared, a su lado-. ¿Y si le damos a Marten cuarenta segundos y luego cortamos la electricidad? Tal vez se encenderán unas cuantas luces de emergencia, pero excepto el brillo de las llamas de las espitas, toda la nave se quedará básicamente a oscuras. Había linternas cerca de la mesa del almacén en el que nos hemos metido antes. Marten entra, coge dos linternas, se guarda una en el cinturón y usa la otra para iluminarse el camino hasta la puerta del altar. Cuando llega, la cruza y entra con calma en el escenario, con la linterna en la mano. Sigue vistiendo el uniforme de operario. Está oscuro, nadie sabe lo que está ocurriendo. Hace oscilar la linterna como si fuera el tipo de mantenimiento encargado de solucionar el problema. Luego la coloca en el escenario, con la luz todavía encendida, para concentrar la atención del público. Si alguien le pregunta, él no contesta. Anda tranquilamente hacia detrás de las mujeres como si buscara algo que reparar y entonces las desata, se las lleva por la puerta lateral del altar y utiliza la otra linterna para iluminarse el camino hasta la puerta por la que hemos entrado en el edificio. Lo que Marten debería tardar desde que sale de aquí hasta que todos abandonamos el edificio no debería ser superior a los cuatro o cinco minutos. Seis como mucho.
– Primo -dijo Marten-. Todas las puertas al exterior están cerradas electrónicamente.
– Parto de la suposición que cuando se va la luz, las puertas se liberan. No podrían correr el riesgo de tener a todos estos VIPs aquí atrapados durante un corte eléctrico. Si tuvieran que venir los bomberos a rescatarlos se descubriría todo el pastel. -Miró a Hap-. ¿Está de acuerdo?
– Señor presidente. ¡Olvídelo!
– ¿Está de acuerdo, Hap? -El presidente lo presionó con firmeza.
– En lo de las puertas, sí. En el resto, ni en broma.
El presidente decidió ignorar su protesta.
– Se quedarán atónitos cuando descubran que las mujeres no están. El lugar se llenará de caos e indignación, pero les llevará más de cinco minutos deducir lo que ha pasado. Para entonces ya estaremos fuera, bajando por la montaña o fuera de su vista porque Woody estará viniendo con el helicóptero.
– Señor presidente, no podemos arriesgarnos a…
– Hap, es nuestra única oportunidad. -El presidente seguía insistiendo. Era así como actuaba cuando creía en algo pero seguía valorando la opinión de otro. Si se podía hacer, que lo dijera. Si no se podía, que lo dijera también-. ¿Podrá hacerlo Marten?
– El apagón repentino. El factor sorpresa. La entrada y salida rápidas. Con un equipo, quizá. Pero para un hombre solo, cuyo conocimiento de la zona de ataque proviene sólo de las pantallas, y que además tendrá que trabajar rápido y a oscuras… y no un hombre cualquiera. En el instante en que Marten se acerque a la luz de esas llamas Beck lo reconocerá. Los monjes se le echarán encima y de pronto se convertirá en uno contra todos y ellos sabrán que usted está por aquí escondido. Es un riesgo enorme, presidente; diría que de noventa y nueve contra uno.
– Marten y yo estuvimos solos a oscuras en los túneles. Allí también corríamos un riesgo enorme y nadie daba nada por nuestra salvación. Hap, la electricidad se corta, las puertas se liberan, eso nos deja elegir el momento en que salimos. Todos. Las mujeres incluidas.
Hap miró a Marten y luego respiró hondo y se calmó.
– Está bien -dijo-, está bien. -Luego se pasó una mano por el pelo y se giró de espaldas. Su concesión no había sido por las mujeres o por la fuerza de la personalidad del presidente, sino por la situación. Había cedido por la misma razón que lo hizo cuando el presidente le exigió que alertara a Woody y le ordenara que volara hacia ellos para rescatarlos: la oportunidad.
El presidente estaba en lo cierto cuando dijo que en algún momento, y pronto, tendrían que fiarse de alguien y, a pesar de su preocupación, si tuviera que elegir a alguien ése sería Woody, aunque sólo fuera por sus excelentes cualidades como piloto. Sobrevolaría aquella arboleda, haría descender el helicóptero en aquel pequeño aparcamiento de detrás de la iglesia y los sacaría de allí con más rapidez y cuidado de lo que nadie sería capaz de hacer. En el peor de los casos, si luego intentaba llevarlos hasta el jet de la CIA, tanto Hap como Marten iban armados y podían obligarlo a aterrizar donde ellos quisieran.
La situación era ahora más que apremiante. De una manera u otra, pronto estarían intentando salir hasta el aparcamiento y le mandarían un mensaje de texto a Woody para que procediera al rescate. Cortar la alimentación eléctrica del edificio, que estaba de acuerdo en que probablemente liberaba las puertas electrónicas, les permitiría establecer su propio cronómetro de salida, en vez de tener que esperar a que concluyera la ceremonia y quedar a merced de cualquier cosa que pasara entonces.
A todo esto había que añadir que el intento de Marten de rescatar a las dos mujeres provocaría un intenso revuelo en la iglesia. Lo que hiciera Marten una vez allí ocurriría rápido y casi a oscuras, y por eso pillaría al vicepresidente, a Beck, a Luciana, a los monjes y a todos totalmente por sorpresa. Tal vez Marten y las mujeres consiguieran escapar, tal vez no, pero fuera como fuese la confusión reinaría. Y era este caos lo que Hap consideraba como una oportunidad para sacar al presidente vivo de allí.
– Yo -intervino de pronto José. Miró al presidente y habló en español-. He entendido un poco lo que estaban diciendo. Acompañaré al señor Marten. Juntos seremos «el equipo de Hap».
El presidente lo miró, luego sonrió:
– Gracias -le dijo, y luego tradujo rápidamente.
– ¿Y qué coño va a hacer éste, aparte de estorbar? -exclamó Hap.
– Hacer de distracción -dijo Marten rápidamente-. Es español, va vestido con traje de operario. Se convierte en el chico de delante en el escenario, allí con su linterna. Si alguien le pregunta, dice algo así como que se ha ido la luz y que le han dicho que suba a arreglarlo. -Marten hizo una pausa-. Eso me da tiempo, Hap. Treinta segundos, un minuto mientras el público lo mira a él y yo estoy detrás del escenario rescatando a las mujeres.
– De acuerdo -asintió Hap.
Era una carta más que tenían en una iglesia a oscuras, y que les daba algo más de complicación y algo más de oportunidad de sacar al presidente de allí.
Inmediatamente, el presidente hizo un gesto hacia la portezuela cerrada de la pared:
– Abra esto y miremos el panel eléctrico. Cierre los plomos. Ya no hay tiempo para nada más.
Marten se sacó la Sig Sauer del cinturón, luego se quitó la camisa y envolvió el arma con ella para que hiciera de silenciador.
En el mismo instante, el canto de los monjes se elevó. Era fuerte y deliberadamente potente, como si fuera el canto previo de algo importante. De pronto, una cortina de llama azul y roja hizo erupción en medio de la niebla. Un grito enorme se levantó en la congregación mientras, en un segundo, la gran llama rodeaba primero a Demi y luego a Cristina.
– ¡Oh, Dios mío, no! -exclamó el presidente, con la mirada clavada en los monitores.
Vieron a Demi en una docena de pantallas mientras luchaba encarnizadamente por liberarse de las correas que la mantenían atada a la cruz, pero su lucha era en vano y ella lo sabía. Con los ojos abiertos de par en par e inundados de terror, miraba las llamas que la rodeaban a ella y a Cristina.
– ¡El buey era mentira! -gritó-. ¡Un truco! ¡Os han engañado! ¡Vuestras familias han sido engañadas! ¡Todas las familias a lo largo de los siglos han sido engañadas! ¡Pensabais que esto era parte de una gran religión sagrada, y lo es! -Sus ojos se volvieron hacia la congregación-. ¡Pero es la suya, no la vuestra!
Vieron a Luciana sonriendo feliz y luego avanzar hasta el frontal del escenario, y como la gran actriz que era abrió los brazos hacia la congregación y gritó algo en su idioma ritual. A coro, ellos lo repitieron. Otra vez habló, con los ojos iluminados, su vocalización clara y potente como si estuviera congregando a los dioses ancestrales. Luego, sin previo aviso, se abrazó y retrocedió hasta desaparecer en medio de la niebla.
A los pocos segundos, una aparición con túnica y capucha negras surgió en el mismo lugar. Cruzó hasta el frente del escenario y levantó la cabeza.
Beck.
Lentamente levantó los brazos hacia la congregación, y con su magnífica voz melodiosa y en el mismo idioma que Luciana había utilizado, descargó lo que sonaba como una potente oración. Finalmente concluyó y la congregación respondió. Beck rezó de nuevo. Y de nuevo los presentes respondieron. Y Beck les dio más. Y todavía más. Y con cada respiración daba más intensidad a su virulento saludo como si quisiera que el cielo bajara a la tierra.
Cada vez la congregación respondía. Cada vez Beck intensificaba su prédica, su pasión, su ímpetu y su fervor rugiendo como si fuera un imparable tren del infierno. Era una actuación colosal y totalmente orquestada para hacer hervir la sangre y conseguir que la emoción de aquella experiencia compartida tan secreta y protegida resultara inolvidable. Y Beck la mantuvo hasta que el edificio entero amenazaba con hundirse bajo la pura fuerza de la misma.
Podían estar en la antigua Roma.
O en la Alemania nazi.