19.32 h
En dos ocasiones Marten y el presidente se habían abierto camino por encima y a través de enormes montañas de rocas y escombros, resultado de desprendimientos internos.
Bajo cualquier circunstancia hubiera resultado difícil, pero en la absoluta oscuridad les resultaba imposible saber el alcance del corrimiento de tierras y si lo que hacían era algo más que remover piedras de la montaña mientras dejaban escapar un tiempo precioso y necesario. Fuera como fuese, ya lo habían hecho, se habían abierto paso y habían seguido avanzando.
«De alguna manera encontraremos la salida. De alguna manera, usted hablará ante esa reunión.»La emotiva promesa que Marten le había hecho al presidente concentró sus esfuerzos en la búsqueda de una corriente de aire que los llevara a un pasadizo lo bastante ancho como para pasar por él, colarse o escalar. Para hacerlo necesitaban una llama abierta que permaneciera encendida mucho más tiempo que una cerilla, y con este fin Marten sacrificó su camiseta de algodón, bien enrollada, con un extremo dejado suelto y colgando para que sirviera de mecha. Cuando lo hizo, ardió el tiempo suficiente para llevarlos hasta unos cien metros galería abajo, donde se tropezaron con una pila de herramientas abandonadas desde tiempos inmemoriales. La mayoría estaban carcomidas por el óxido o, sencillamente, podridas, pero entre ellas encontraron tres que podían utilizar. Una era un mazo con el asa todavía Unida a la cabeza. Las otras eran picos, o más bien, un pico y un asa de pico que sostenida hacia abajo servía de antorcha y podía sustituir la camiseta de Marten, ahora ya quemada y reducida a un trapo inservible. La luz que daba el asa del pico era un mero brillo comparado con la llama que les había proporcionado la camiseta, pero en aquella oscuridad insoportable les permitía iluminar el túnel unos buenos cinco metros por delante de ellos.
Ahora ya no caminaban en fila india, sino de lado por en medio de los raíles, Marten con el pico y el mazo, el presidente con la antorcha. Ambos tenían hambre y estaban casi exhaustos, pero eso no se mencionaba. En cambio se concentraban en la antorcha, los dos en silencio, esperando, rezando para que la llama se animara con la presencia de una corriente de aire.
– No tengo pruebas -dijo de pronto el presidente-. Ninguna prueba.
– ¿De qué?
– De nada. -Miró a Marten, con una expresión grave en su rostro. Más grave a medida que iba convirtiendo sus pensamientos en palabras-. Como sabe, mi plan original era llevar la información que obtuviéramos de Foxx y llamar a los secretarios generales de la ONU y de la OTAN y a los editores jefe del Washington Post y del New York Times y contarles la verdad. En cambio nos encontramos tratando de hallar una salida de estos malditos túneles para que me pueda dirigir a los miembros de la reunión de Port Cerdanya. Pero ¿por qué? ¿Para decirles qué? ¿Que hay una enorme conspiración en marcha y que el doctor Foxx estaba al tanto de todos sus detalles?
»¿De qué serviría hacerlo? Foxx está muerto, los detalles del genocidio muertos con él. Podemos dar por sentado que su laboratorio secreto y todo lo que había dentro está totalmente destruido porque así es como él lo planificó. Podemos decir lo que hemos visto, pero ya no existe. Mis «amigos» dirán que estoy enfermo, que he sufrido algún tipo de conmoción. Que mi fuga del hotel de Madrid y la manera en que la llevé a cabo y me estuve escondiendo no hacen más que confirmarlo.
»Usted podría apoyarme, pero no serviría de nada. Aunque yo sea el presidente, el caso es que es mi palabra contra todas las suyas. Si los acuso de planear los asesinatos de Varsovia, sonreirán compasivamente como si eso demostrara mi locura y, simplemente, los pospondrán. Si los acuso de planificar el genocidio de los estados musulmanes, todavía me tratarán más de loco, de loco disparatado. -A la luz tenue y parpadeante de la antorcha, Marten vio los ojos del presidente clavados en los suyos: estaban llenos de desesperación-. No tengo pruebas, señor Marten, de nada.
– No, no las tiene -dijo Marten, convincente-, pero no puede olvidar los cuerpos, los miembros de los cadáveres, las caras de aquella gente flotando en los depósitos.
– ¿Olvidarlos? Estas imágenes están grabadas en mi cabeza como en acero fundido. Pero sin pruebas… jamás han existido.
– Pero sí han existido.
El presidente volvió a mirar la antorcha y siguió andando en silencio, con los hombros caídos hacia delante, casi como si se diera por vencido. Por primera vez Marten se dio cuenta de que si bien el coraje personal y la pura determinación lo habían llevado hasta ahí, el presidente no se sentía cómodo solo. Le gustaba tener compañía. Le gustaba el toma y daca, incluso si había desacuerdos; tal vez para ayudarle a aclarar sus propias ideas y obtener otra perspectiva de las cosas, o para encontrar algún tipo de inspiración perdida o que jamás hubiera tenido.
– Señor presidente -le dijo Marten con firmeza-, debe usted hablar ante la convención de Port Cerdanya. Hablar de los asesinatos en Varsovia. Contarles lo que ha ocurrido. Contarles cómo y dónde y cuándo y quiénes eran los que le presentaron la idea y le dieron el ultimátum. Sus amigos no tendrán más opción que cancelar los asesinatos, al menos de momento. Si no lo hacen, demostrarán que usted tenía razón. Mientras tanto, las antenas se extenderán por todo el mundo. Sigue usted siendo el presidente de Estados Unidos. El público le escuchará, la prensa le escuchará. Puede ordenar que se haga una investigación sobre todo lo que hizo Foxx, del mismo modo que puede ordenar una investigación sobre todos sus «amigos». Sí, se va a poner en el punto de mira, pero no más de lo que lo ha hecho ya. El simple acto de hacerlo público, sea cual sea la reacción, pondrá sordina, si no freno, a todo lo que tratan de hacer.
»Cierto, no tiene usted las pruebas que le gustaría, pero tiene algo. No hace falta que se cometa una mala acción para intentar acabar con la intención. Aunque no sirva para nada más, al menos habrá salvado las vidas del presidente de Francia y de la canciller alemana.
El presidente observaba a medida que caminaban. A la tenue luz de la antorcha Marten percibía su extrema inquietud, el peso que llevaba, el precio que había pagado. Deseó que hubiera alguna manera de aliviarlo. Anheló por encima de todo poder sentarse tranquilamente a tomar un bistec y una cerveza, o una docena de cervezas, y hablar de béisbol o del tiempo y olvidarse de todo lo demás.
– ¿Quiere que nos paremos a descansar unos minutos? -preguntó a media voz.
Durante un breve instante no hubo respuesta. Luego, casi como si hubieran cambiado de marcha, la mirada del presidente se hizo más aguda, sus hombros se pusieron rectos y todo él volvió a erguirse.
– No, señor Marten; seguiremos adelante.