19.40 h
John Henry Harris se detuvo a la puerta de un colmado a observar a la mujer que hacía la calle. Era rubia y tan pálida que parecía de porcelana. Veinte años de edad como mucho, y por su aspecto podía ser escandinava o teutona, o tal vez rusa. Pero no era su nacionalidad lo que importaba, sino su oficio. Ataviada con una blusa escotada y una falda corta y ceñida, por la manera en que se contoneaba por entre los coches cada vez que el tráfico se detenía, cabían pocas dudas de que estaba allí para alquilar su cuerpo y de que por un precio adecuado, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él o cualquier otra persona le pidieran. Y eso era lo que John Harris ahora mismo necesitaba, alguien que hiciera lo que él £ le pidiera sin hacer preguntas.
No tenía ni idea de dónde estaba; sólo sabía que se encontraba a unas diez manzanas de la estación de tren. Un lugar del que no había escapado siguiendo sus planes iniciales -el uso de los pasadizos internos, porque los pocos que encontró habían sido o bien cerrados, o bien estaban fuertemente vigilados-, sino corriendo un riesgo enorme e incendiando la parte trasera de un quiosco que estaba muy cerca de una salida; una maniobra de distracción, como lo llamarían los militares o la policía, que funcionó. La atención de las fuerzas de seguridad españolas que comprobaban la identidad de los transeúntes en las puertas más cercanas se desvió durante unos instantes hacia las llamas y hacia el pánico de un público ya muy tenso. Harris calculó bien el tiempo y observó a los guardas apartarse de las puertas, momento que aprovechó para salir a la calle y fugarse.
– Señorita -dijo, cuando la luz del semáforo cambió, el tráfico avanzó y la chica volvió a dirigirse a la acera.
Ella lo miró y le sonrió, luego se le acercó.
– ¿Habla español? -le preguntó, con la esperanza de que así fuera.
No quería utilizar el inglés a menos que le resultara imprescindible.
– Sí -se le acercó un poquito más.
Él la miró por encima de las gafas.
– Quisiera un poco de su tiempo.
– Claro -dijo, y le sonrió seductora mientras se ajustaba el escote de la blusa para que él pudiera verle un poco mejor los pechos.
– No es lo que usted piensa -le dijo, a media voz.
– No importa; mientras pague, lo haré.
– Estupendo -dijo él.
19.55 h
El taxi de Marten dobló una esquina y luego otra en medio de un tráfico lento, en dirección al Barrio Gótico, donde había estado unas horas antes. Seguía inquieto sobre el personaje de Demi, todavía receloso de lo que estaría haciendo, todavía inseguro sobre si podía confiar en ella. El hecho de que no le hubiera contestado al teléfono las varias veces que trató de ponerse en contacto con ella, y después de que le hubiera dicho expresamente que la llamaría, no ayudaba. Y tampoco lo hacía el hecho de que, por muy alterado que hubiera estado el humor de Beck en Malta, se había calmado lo suficiente como para pedirle a Demi que lo siguiera hasta Barcelona, y ahora parecían tan amigos. Eso le hacía pensar que, por mucho que en el restaurante le hubiera confiado detalles sobre las brujas y sobre el signo de Aldebarán, lo había hecho solamente para tenerlo tranquilo, con la esperanza de que sería suficiente para que se marchara y la dejara concentrarse en conservar su buena relación con Beck, para que no la dejara atrás cuando fuera a reunirse con Merriman Foxx. Eso le hizo preguntarse si era allí a donde los tres se dirigían ahora: a encontrarse con Foxx en la catedral. Y también se preguntaba quién demonios era la mujer de negro.
20.07 h
Marten sintió una presencia y levantó la vista. El taxista lo miraba por el retrovisor. Lo había mirado más de una vez y ahora lo observaba fijamente. De pronto Marten tuvo la sensación de haber caído en alguna trampa, de que el taxista era el sustituto de Pelo Canoso, o de que era un chivato como el camarero de Els Quatre Gats, alguien contratado para buscarlo.
– ¿Qué mira? -le dijo, en inglés.
– English, no good -le sonrió el hombre.
– Yo -dijo Marten, señalándose la cara-, ¿me reconoce? ¿Le resulto familiar? -Si ese hombre le iba a traer problemas y le iba a llevar a cualquier otro lugar que no fuera la catedral, quería saberlo ahora para poder hacer algo.
– Sí -dijo el hombre, comprendiendo de pronto-. Yes. -De inmediato cogió un periódico que tenía en el asiento de al lado. Estaba doblado por una de las páginas del medio.
– Samaritano. Usted es el samaritano.
– ¿Cómo? ¿De qué me está hablando? -Marten no entendía nada.
El hombre le acercó el periódico por encima del respaldo. Marten le echó una ojeada y lo que vio fue una foto grande de él mismo, agachado encima del cuerpo tumbado de Pelo Canoso, Klaus Melzer, con el camión que lo había atropellado al fondo.
«El buen samaritano no sirvió de nada. El hombre atropellado ya estaba muerto», decía el pie de foto. Marten no sabía español pero captó el significado: había hecho de buen samaritano sin necesidad porque la víctima del atropello ya estaba muerta.
– Sí, samaritano -dijo, mientras le devolvía el periódico maldiciendo para sus adentros.
Era obvio que alguien de entre la muchedumbre le había hecho una foto y la había vendido al periódico. No sabían su nombre ni había noticia, de modo que, al menos, no mencionaban que le había robado la cartera al muerto. Pero aun así, aquello no le hizo ninguna gracia. Ya corría el riesgo suficiente porque tenía que registrarse en los hoteles con su nombre real, pero aquella foto impresa en todos los periódicos le hacía ahora mucho más fácil de localizar.
De pronto, el taxi aumentó la velocidad, recorrió media manzana, dobló por otra calle y se metió más adentro del Barrio Gótico. Ahora se dio cuenta de que aquello no era simplemente una zona turística, sino un barrio antiguo con un entramado de callejuelas que daban a otras callejuelas, y éstas a plazoletas. Era un laberinto en el que uno podía perderse fácilmente, algo que le podía haber pasado a Klaus Melzer, un alemán que no estaba familiarizado con la ciudad y que no hacía nada más que huir de un hombre que lo perseguía cuando se topó directamente con un camión que le venía de frente. Eso le hizo volver a preguntarse por qué Foxx, o quien fuera que hubiera contratado al ingeniero Pelo Canoso, lo había elegido, y por qué Melzer había aceptado el encargo.
En aquel instante el taxi se detuvo y su chófer le señaló una plaza grande. A un lado había hoteles y tiendas, mientras que en el otro había un enorme y decorado edificio de piedra, con una compleja trama de agujas y campanarios que se levantaban hacia el cielo del anochecer.
– La catedral, señor -le dijo el taxista-. Catedral de Barcelona.