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5.20 h


Nicholas Marten esperaba junto a la puerta abierta de un pequeño almacén de piedra con el techo de uralita al límite de los viñedos de Port Cerdanya, una estructura que Hap recordaba de su visita de inspección al complejo un mes atrás, cuando el Servicio Secreto estuvo preparando la visita del presidente. Ya sin la manta térmica, con la Sig Sauer de Hap metida en el cinturón, se comía un puñado de dátiles que habían encontrado en una bolsa de una estantería al llegar mientras miraba al cielo. La tormenta había amainado, el cielo estaba raso y la luna empezaba a caer tras las altas colinas al oeste. En una hora más el horizonte empezaría a palidecer. En dos, estarían a plena luz. El sol saldría dentro de media hora.

Marten permaneció allí otro momento, tratando de visualizar la empinada pista en zigzag por la que habían bajado al salir de la base del tobogán. De momento no había visto ni rastro de los helicópteros, ni nada más que les hiciera sospechar que habían encontrado huellas y que les seguían la pista. Con suerte, el mayor de la Marina George Herman Woody Woods y los otros pilotos seguían acotando su búsqueda por las montañas, y lo seguirían haciendo hasta bien entrado el día. Lo que hicieran luego le preocupaba poco, porque para entonces, si las cosas salían como Hap tenía previsto, habrían conseguido romper el fuerte dispositivo de seguridad de la estación de Port Cerdanya y el presidente habría llegado a la iglesia de la colina para hacer el discurso de su vida ante los miembros del prestigioso New World Institute.


5.23 h


Marten dio media vuelta y se volvió a meter en el almacén. José estaba acurrucado, dormido en el suelo al otro lado de la puerta. A unos palmos a su izquierda, Hap dormía el sueño de los justos con la Steyr automática apoyada en el brazo. Bien protegido de la puerta, al otro lado de Hap, el presidente Harris también dormía.

Marten se sacó la Sig Sauer del cinturón y se sentó bajo el umbral. Habían llegado al almacén justo antes de las 4.30 h. Cinco minutos después Hap determinó que era un lugar seguro. Fue entonces cuando encontraron una manguera que colgaba de la pared de fuera y una bolsa grande de dátiles en el interior, y los cuatro bebieron y comieron. Casi de inmediato, una debilidad extrema empezó a apoderarse de todos ellos y Marten se ofreció voluntario a hacer el primer turno de vigilancia. A las 5.45 debía despertar a Hap y luego dormir unos cuarenta minutos antes de levantarse y ponerse de camino de nuevo a las 6.30, con la esperanza de recorrer el kilómetro que quedaba por los viñedos y montaña arriba, donde se encontraban los edificios de servicio de la estación de invierno, justo antes del amanecer.

Eso esperaban.

De momento no habían encontrado más obstáculos. El motivo, dijo Hap, era la hora del día y lo remoto del lugar, y que todavía no se habían acercado al perímetro de seguridad de la estación que quedaba a casi un kilómetro y medio de allí -un camino de gravilla que dividía el viñedo casi por la mitad, cuyo lado interior bordeaba con la propia estación-. Este camino estaba donde se establecerían los primeros cordones de seguridad, cordones que se irían ampliando hasta abarcar todo el complejo de Port Cerdanya, cuyo tamaño era impresionante: los viñedos, el campo de golf de dieciocho hoyos, las zonas de aparcamiento, las pistas de tenis, las pistas de montaña, los dieciocho edificios y los búngalos del complejo y, finalmente, su destino, la antigua capilla de la montaña de atrás.

El dispositivo de seguridad constaba de quinientos hombres y estaba formado por policías locales y estatales y controlado, como el presidente había supuesto, por el Servicio Secreto español. Si el presidente hubiera ido a hablar como tenían previsto inicialmente, Hap habría complementado esa fuerza con unos cien agentes adicionales del Servicio Secreto estadounidense. Pero este plan fue abandonado después de lo sucedido «oficialmente» en Madrid y que el presidente hubiera sido llevado al famoso «lugar secreto». Que el presidente no asistiría al servicio de madrugada de Port Cerdanya era algo que Hap sabía que había sido comunicado formalmente a los altos cargos del New World Institute por el jefe de personal de la Casa Blanca, Tom Curran, desde la embajada estadounidense en Madrid. Y eso era una ventaja porque ahora sabía que la seguridad se habría relajado a un nivel inferior de alerta, y por eso había decidido la estrategia que ahora pensaba aplicar.

Los viñedos, en esa época del año, y especialmente en aquella apenas estrenada mañana de domingo, tendrían la vigilancia reducida al mínimo, si es que había alguna. El conjunto de edificios de servicio comprendían no sólo el viñedo, el material y las provisiones del campo de golf, sino también la enorme lavandería en la que, entre otras cosas, se lavaban y guardaban los uniformes de los empleados. Llegar a esos edificios de servicio sin ser vistos era el primer paso de su plan. Mucho más difícil resultaría llevar al presidente durante los tres kilómetros siguientes montaña arriba y por entre los bosques hasta la capilla de cuatrocientos años de antigüedad donde iba a celebrarse el famoso servicio de mañana del New World Institute.

Aunque Marten se quedó boquiabierto ante el inventario de detalles logísticos que Hap tenía en la cabeza, no tenía motivo para hacerlo. Formaba parte de su trabajo, de lo que el Servicio Secreto hacía antes de cada una de las visitas presidenciales a cualquier lugar. Sólo esperaba que la memoria de Hap fuera tan buena como él creía y que, mientras tanto, las fuerzas españolas no hubieran implementado nuevas medidas de seguridad desconocidas.

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