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Berlín. Hotel Boulevard, Kurfurstendamm, 12. 11.05 h


– Victor.

– Sí, Richard, te oigo.

– ¿Estás frente a la ventana?

– Sí, Richard.

– ¿Qué ves?

– La calle. Mucha gente apiñada en las aceras. Una iglesia grande al otro lado, frente a mí. La iglesia Kaiser Wilhelm Memorial. Al menos, así es como la ha llamado el botones cuando me ha acompañado a la habitación. ¿Por qué, Richard?

– Quería asegurarme de que en el hotel no te han dado una habitación distinta, eso es todo.

– No, no lo han hecho. La habitación es exactamente la que pedimos. He seguido tus instrucciones al dedillo. -Victor ya no llevaba el traje gris de Nueva York, sino unos pantalones marrón claro y un jersey tipo cárdigan azul marino que le quedaba un poco grande.

Todavía parecía un hombre cualquiera, pero su aspecto era ahora más académico. Un profesor de mediana edad, tal vez, o un maestro de instituto. Alguien normal y corriente que no destacaría para nada en medio de una muchedumbre.

– Sabía que lo harías, Victor. Ahora escúchame atentamente. La comitiva presidencial acaba de entrar en la Kurfurstendamm. En… -Richard hizo una pausa brevísima, luego prosiguió- cuarenta segundos aparecerá en tu campo visual y pasará frente a tu ventana. El presidente viaja en la tercera limusina. Se sienta en tu lado del coche, en la ventana trasera siguiente a la ventanilla de la izquierda. No lo podrás ver a través del cristal ahumado, pero está allí igualmente. Quiero que me digas lo que tarda en pasar la limusina y si tendrías tiempo de disparar un tiro limpio a esa ventana desde donde estás.

– Una limusina presidencial lleva cristales antibalas.

– Lo sé, Victor. No te preocupes por eso. Lo único que quiero que me digas es cuánto tarda la limusina en pasar y si tendrías tiempo de disparar un tiro limpio desde este ángulo.

– De acuerdo.


El presidente Harris miró distraídamente por la ventana de la limusina a la gente que se agolpaba por el recorrido de su comitiva, con la mente centrada en su secretario de Defensa, Terrence Langdon, que se encontraba en el sur de Francia para asistir a una reunión de ministros de Defensa de la OTAN. Langdon iba básicamente a transmitir el mensaje que el secretario de Estado, David Chaplin, había comunicado un día antes a sus veinticinco homólogos de la OTAN durante un almuerzo de trabajo en Bruselas: que Estados Unidos anunciaba una nueva disposición para trabajar más de cerca con sus aliados de la OTAN, algo que la antigua administración, bajo el mando del presidente Charles Cabot, se había negado siempre a hacer.

En un discurso al Congreso antes de marcharse de Washington, Harris había prometido que no haría este importante viaje de encuentro con varios líderes europeos para volver con las manos vacías, y a pesar de las decepciones de París y Berlín, seguía con la misma intención. Ahora quería concentrarse en el próximo destino de su viaje: Roma y la cena de esa noche con el presidente italiano Mario Campi, un hombre cuyo puesto sabía que era en buena parte representativo, pero cuyo trabajo era unificar las posturas entre los políticos italianos, lo cual le convertía en un aliado importante desde el punto de vista estratégico.

Harris consideraba Italia como un Estado amigo, y tanto al presidente como al primer ministro, Aldo Visconti, como hombres en los que podía confiar, pero también sabía que Campi estaría al tanto de que las reuniones en París y Berlín no habían dado los frutos que Harris esperaba. Era un fracaso que añadiría un elemento de incomodidad a su reunión, porque Italia era una parte importante de la Unión Europea, y la meta a largo plazo de ésta era convertirse en unos Estados Unidos de Europa. Eso era algo a tener en cuenta, fuera cual fuese el comportamiento público de sus miembros individuales.

Así que, cómo se presentaría ante Campi, qué le diría y cómo tenían que ser ahora los asuntos primordiales en su cabeza. Pero no lo eran. Ya fuera por el jet lag, por sus decepciones de ayer y de hoy, o por sus propias emociones personales, lo que ahora le ocupaba la mente era la trágica muerte de la familia Parsons y, tan poco tiempo después, el asesinato de la médico de Caroline, Lorraine Stephenson. De pronto se volvió hacia Jake Lowe.

– Del tipo que estaba en la habitación de Caroline Parsons cuando murió, ¿qué hemos averiguado?

Harris podía ver la muchedumbre alineada en las aceras delante de la iglesia en memoria del kaiser Guillermo.

– No lo sé, no era prioritario. -Lowe marcó algún código en su BlackBerry y luego esperó que le apareciera la información en forma de texto.

El presidente miró a su izquierda y vio que estaban pasando por el gentío de delante del hotel Boulevard.

– Se llama Nicholas Marten -leyó Lowe en la pantallita-. Es un ciudadano americano expatriado que vive en Manchester, Inglaterra, y que trabaja allí en una pequeña empresa de diseño de paisajes, Fitzsimmons & Justice. -Lowe se detuvo y leyó algo en silencio, luego miró al presidente-. Por algún motivo, la señora Parsons firmó una carta ante notario que le daba acceso privado a sus asuntos personales y los de su marido.

– ¿De los dos?

– Sí.

– ¿Porqué?

– No tengo respuesta.

– Trata de averiguarlo. Todo este asunto es cada vez más inquietante.

Victor se volvió desde su posición en la ventana de la habitación del hotel.

– ¿Richard?

– Sí, Victor.

– La comitiva ya ha pasado. Ha tardado siete segundos. He visto la ventanilla de la limusina con claridad. Podría haber hecho un disparo limpio durante tres segundos, tal vez cuatro.

– ¿Estás seguro?

– Sí, Richard.

– ¿Lo bastante para un tiro fatal?

– Con la munición adecuada, sí.

– Gracias, Victor.

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