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20.55h


Miguel Balius estaba concentrado en la carretera que tenía delante. El pueblecito que estaban cruzando llevaba hasta el conocido paisaje de colinas que había detrás. En poco rato empezarían la larga y sinuosa ascensión por las montañas de Montserrat.

– Miguel -sonó la voz del primo Harold por el intercomunicador-, ¿tiene usted un mapa de Barcelona y sus alrededores?

– Sí, señor. Encontrará uno en el bolsillo del asiento delante de usted.

Miró por el retrovisor para asegurarse de que el primo Harold lo encontraba y luego volvió a mirar a la carretera. A falta de accidentes o de más controles, no tenía que llevarles más de cuarenta minutos llegar al monasterio, a menos que cambiaran de opinión y quisieran ir a otro sitio y esa hubiera sido la razón de pedirle el mapa.


– Aquí, aquí, aquí y aquí -Marten tenía el mapa extendido sobre el asiento entre ellos y estaba usando un bolígrafo para dibujar líneas verticales y luego horizontales sobre el mismo, trazando una cuadrícula que salía de Barcelona y se metía por los alrededores. Era el tipo de cuadrícula que estaba seguro que el Servicio Secreto y las fuerzas españolas estarían utilizando para localizarlos y acorralarlos. A estas alturas, la inmensa expansión y concentración de unidades que los había perseguido antes estarían en pleno avance. El número de patrullas buscándolos sería al menos del doble de las fuerzas originales, si no más, y todos ellos debían de estar trabajando sobre la cuadrícula, barriendo cada zona palmo a palmo, para luego cerrarla y seguir avanzando. Esta vez no habría posibilidad de marcha atrás, como habían hecho en la ciudad la noche anterior, y ése era el motivo por el que Marten se arriesgó a utilizar el móvil de la limusina para llamar a Ian Graff en Manchester.

Marten miró al presidente:

– En estos momentos el NSA ya habrá rastreado la llamada que Ian Graff habrá devuelto a mi móvil y alguna agencia, la policía o la inteligencia británicas, lo habrán localizado a él en Manchester, habrán escuchado su historia, y luego habrán seguido la llamada que yo he hecho a su casa hasta el móvil del coche. Mi esperanza entonces era que ya estuviéramos en el monasterio y Miguel se hubiera marchado desde hacía un buen rato. Cuando las autoridades lo encontraran lo único que tendría que hacer es decir que le hemos pedido que nos dejara en algún pueblecito por el camino y que así lo ha hecho. Podría nombrar cualquiera de la media docena por los que hemos pasado. Nadie sabría nunca que no decía la verdad. Al fin y al cabo, ha dicho que la discreción era la filosofía de su empresa.

– Bueno, hasta ahora no ha ocurrido nada, de modo que tal vez su Graff haya sido más difícil de localizar de lo que creía -dijo el presidente-. A lo mejor la suerte está finalmente de nuestro lado.

– Tampoco hemos llegado todavía al monasterio. Si llaman a Miguel, probablemente lo harán a su móvil. Y no sabríamos quién ha llamado, podría haber sido su mujer, hasta que estemos rodeados y sea demasiado tarde.

– De momento no lo he visto coger el teléfono -dijo el presidente.

– A lo mejor no se lo quieren decir. Simplemente han anunciado la matrícula y la descripción del coche. Les llevará un poco más de tiempo pero igualmente nos cazarán.

– ¿Qué me está proponiendo?

– Que nos deje en algún sitio y pronto, y luego intentamos llegar a Montserrat por nuestro propio pie, o que…

– ¿O que?

– O contarle a Miguel parte de lo que está pasando y pedirle su ayuda. Ambas cosas son peligrosas. Lo único que tenemos a nuestro favor es el propio Miguel y la filosofía de su empresa. Es como la vieja broma: las posibilidades que tenemos de salir de esto están entre una o ninguna.

El presidente Harris echó un vistazo al escarpado paisaje y luego apretó el botón del intercomunicador:

– Miguel -dijo, en tono sereno.

– Sí, señor.

– ¿Cuánto falta para llegar al monasterio?

– Si no encontramos ningún problema ni control, más o menos media hora.

– ¿Qué distancia?

– Por la carretera que vamos, unos treinta kilómetros, señor. La mayoría de subida.

– Gracias.

El presidente apagó el intercomunicador y respiró hondo, luego miró a Marten. Su expresión era la más grave, demacrada e intensa que Marten le había visto hasta entonces. -Miguel parece un hombre decente y honesto. Conoce el país, las carreteras y la gente. Conoce las sutilezas del lenguaje que a mí se me escapan. Bajo las circunstancias en las que estamos, parece más un valor activo que uno pasivo.

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