Barcelona, 7.34 h
– Control aéreo. Área de control abandonada. Repetimos. Control aéreo. Área de control abandonada.
Hap Daniels se reanimó ante la inesperada declaración del piloto del helicóptero principal del Grupo Especial de Operaciones. Al cabo de un segundo sonó la voz del piloto de un segundo helicóptero de los GEO.
– Confirmo. Área coordinada abandonada.
Hap Daniels miraba la pantalla del ordenador que tenía delante con la foto de satélite de la costa de Barcelona del NSA. Se podía ver la ciudad, el aeropuerto, el curso del río Llobregat hasta la desembocadura en el mar, el puerto de Barcelona y, hacia el norte, el río Besos y la costa de más arriba, extendiéndose hacia la Costa Brava. Daniels tocó el teclado y la foto se amplió una, dos y luego tres veces hasta que la imagen se concentró en 41° 24' 04" N y 2o 6' 22" E, las coordenadas geográficas que el NSA había recogido de la señal del teléfono móvil de Nicholas Marten. Era la costa en una zona al norte de la ciudad y en lo que parecía un tramo de playa desierto.
– Coronel, aquí Tigre Uno -Daniels hablaba serenamente por su micro con el comandante al mando de las unidades aéreas de los GEO y usando el nombre codificado que le había facilitado el servicio de inteligencia español-. Pídale por favor a su primer piloto que se acerque a mil quinientos pies y vigile toda la zona. Pídale también al segundo piloto que se prepare para una inspección sobre el terreno.
– Recibido, Tigre Uno.
– Gracias, Coronel.
Daniels respiró y se apoyó en el respaldo de su butaca. Estaba agotado, exasperado y todavía furioso, en especial consigo mismo por haber dejado que todo aquello sucediera. El motivo no importaba: el presidente no debería haber sido nunca capaz de escaparse sin que nadie se diera cuenta. Era imperdonable.
Rodeado de pantallas de ordenador, se desplazaba en el puesto de mando del enorme vehículo que hacía de unidad electrónica de comunicaciones, enviado desde Madrid. Frente a él, sentado al lado del conductor, estaba su primer adjunto, Bill Strait. Detrás de él, cuatro especialistas de inteligencia de los Servicios Secretos controlaban las pantallas de monitorización de los controles de tráfico de media docena de agencias de seguridad distintas, al tiempo que esperaban, como todos ellos, que Marten volviera a utilizar el teléfono móvil.
Daniels volvió a mirar a la pantalla que tenía delante. Luego miró a su alrededor, a los estrechos confines del vehículo, donde Jake Lowe y el doctor James Marshall se sentaban, atados a asientos plegables, sentados en silencio mirando hacia el infinito. Parecían guerreros en tiempos difíciles: fieros, fuertes, furiosos y desorientados.
Afuera brillaba la silueta urbana de Barcelona. El único sonido que se oía era el ruido de las sirenas de dos coches de la Guardia Urbana que aullaban para abrirse paso. Directamente detrás les seguía el furgón blindado de camuflaje con dos agentes del Servicio Secreto, dos médicos y dos técnicos de urgencias médicas a bordo. Cubriendo la retaguardia iban tres coches más de camuflaje del Servicio Secreto con cuatro agentes especiales en cada uno.
A veinte kilómetros, en una pista aérea privada justo al norte de la ciudad, un jet privado de la CIA solicitado por el jefe de personal de la Casa Blanca, Tom Curran -que todavía trabajaba desde la «sala de guerra» provisional instalada en la embajada de Estados Unidos en Madrid- esperaba para llevarse al presidente a un lugar todavía por decidir que Daniels pensaba que sería en el centro de Suiza o en el sur de Alemania.
– Vector 4-7-7 -dijo de pronto un joven especialista de inteligencia de pelo rizado.
– ¿Cómo? -respondió Hap Daniels.
– 4-7-7. Hemos interceptado otra llamada.
Daniels cambió las frecuencias de inmediato. Al mismo tiempo se inició la triangulación electrónica en la señal. Unas coordenadas geográficas aparecieron al instante, sobreimpresas en un mapa del norte de Barcelona en la pantalla que tenía delante.
– ¿Está seguro de que es el móvil de Marten?
– Sí, señor.
Jake Lowe y el doctor Marshall reaccionaron con energía, cada uno de ellos sintonizando sus auriculares al alimentador de audio.
Daniels volvió a ampliar la imagen en la pantalla, esta vez enfocada a una zona frondosa al pie de las montañas del norte y justo al este del río Besos. En medio segundo se llevó una mano al auricular como si tratara de escuchar con más precisión:
– ¿Qué demonios están diciendo?
– No están, sólo hay una voz, señor. Es la llamada entrante.
– ¿Entrante desde dónde?
– Manchester, Inglaterra.
– ¿Dónde en Manchester? -intervino el doctor Marshall.
– ¡Silencio! -dijo Daniels sin mirar a nadie, tratando de entender lo que decían.
Lo que se oía era una sola voz masculina que hablaba suave y pausadamente:
– Alabamese. Albiflorum. Arborescens. Atlanticum. Austrinum. Calendulaceum. Camstchaticum. Canandense. Canescens.
– ¿De qué cojones habla? -retronó la voz de Jake Lowe por encima de la media docena de auriculares.
– Cumberlandese. Flammeum.
A estas alturas todos se miraban entre ellos. Lowe tenía razón: ¿qué demonios decía?
– Mucronulatum. Nudiflorum. Roseum.
– ¡Azaleas! -ladró de pronto Bill Strait-.Alguien está leyendo la lista de nombres de azaleas.
– ¡Sclippenhacchii!
De pronto se hizo el silencio y el móvil de Marten se quedó mudo.
– ¿Hemos recogido las coordenadas? -pidió Hap Daniels a los técnicos que tenía detrás. Justo entonces apareció en su pantalla un cruce de coordenadas sobreimpreso en una imagen de satélite ampliada del pie de la colina y enmarcado en un área de trece kilómetros cuadrados.
– Está en algún lugar de esta área, señor -afirmó la voz impersonal del navegador del NSA a cinco mil kilómetros de distancia.
– Tenemos algo mejor, señor -dijo el especialista de inteligencia del pelo rizado que estaba detrás de Daniels, sonriente, antes de tocar el ratón de su ordenador.
De pronto todas las pantallas presentaron distintas vistas de la misma imagen. Las amplió cinco, diez veces, y entonces vieron lo que parecía un huerto de manzanos con un camino de tierra que lo cruzaba. Amplió la imagen de nuevo y vieron el rastro de polvo de un vehículo que se levantaba del mismo camino.
– ¡Ya los tenemos! -dijo.