23.42 h
El presidente, Marten, Hap y Miguel se apiñaron en un recodo oscuro de la chimenea, a diez metros de la confluencia con el túnel superior.
Antes se habían detenido tres veces a oscuras, conteniendo la respiración y con los corazones acelerados. La primera, cuando varios miembros de los equipos de rescate subieron por la chimenea desde abajo una vez capturados Armando y Héctor. Los oyeron hablar mientras subían, preguntándose si los chicos estaban solos como habían dicho y no había nadie más. Debieron de haber concluido que decían la verdad porque volvieron a salir a los pocos minutos antes de volver atrás. La segunda vez fue para descansar y dar a Marten y al presidente un poco de agua de la cantimplora de Miguel y dos barras de cereales del botiquín de la limusina. La tercera fue cuando oyeron a alguien que venía de arriba. Hap empujó al instante al presidente y a Marten hacia abajo y luego él y Miguel esperaron, rifles en mano, a quien fuera que estuviera descendiendo. Con la Sig Sauer levantada, Hap estaba a punto de identificarse cuando vio aparecer a José.
Había estado escuchándolos y bajó a ayudarlos cuando lo oyeron.
– Éstos son los americanos de los que te he hablado -le dijo Miguel, cuando se encontraron cara a cara. José los miró una décima de segundo y luego miró chimenea abajo y preguntó por Armando y Héctor.
– Nos están ayudando -le dijo Miguel en catalán.
– ¿Ayudando dónde?
– Están con la policía.
– ¿La policía?
– Sí -dijo Miguel-. Y ahora te toca a ti. Por favor, guíanos hasta arriba.
Diez minutos más tarde se estaban acercando a la superficie y Hap los detuvo de nuevo para pedirle a Miguel que mandara a José a verificar si el resto del túnel de arriba estaba despejado y si era seguro recorrer los cien metros que les quedaban por él para llegar a la chimenea que habían usado para bajar, la que ahora debían usar para salir. Eso había sido hacía tres minutos. De momento, José todavía no había vuelto.
Hasta que se detuvieron aquí, su conversación había sido a base de breves exclamaciones, la mayoría órdenes o advertencias. Todas ellas expresadas en poco más que susurros.
Mientras esperaban, Miguel se dio cuenta de que había algo de lo que debían ocuparse y pronto: el miedo de Hap de que el presidente sintiera recelo o no osara confiar en él. Era un tema que se había propuesto resolver él mismo.
De inmediato retrocedió un poco y se puso al lado del presidente.
– Primo -le dijo-. Hap es consciente de que, bajo las circunstancias, usted no tenía manera de saber en quién podía confiar. A él le ha sucedido lo mismo a medida que se ha ido enterando de cosas. Le ha sido muy difícil porque ni siquiera estaba seguro de poder confiar en sus hermanos del Servicio Secreto. Hasta le han disparado por ello.
– ¿Disparado?
– Dos balas en el hombro, en el despacho de Foxx del monasterio, cuando ha entrado a buscarle. Le hemos conseguido un médico pero todavía le duele muchísimo. Debería estar en cama, pero en cambio ha preferido escalar y trepar por estas malditas montañas para rescatarle. Así que ni se le ocurra pensar que no puede confiar en él.
El presidente apartó la mirada de Miguel y se volvió hacia Hap:
– No me había dicho nada de lo del disparo.
– No había mucho que decir.
– Se ha metido usted en un buen lío por mi culpa.
– Forma parte de mis obligaciones.
El presidente sonrió.
– Gracias.
– No hay de qué, señor.
La reacción del presidente, la broma, la sonrisa, las gracias, lo significaron todo. Representaba que el vínculo, la amistad y la tan necesaria confianza entre el presidente y el principal encargado de su protección volvían a estar asegurados.
– Hay algo que no sabe, Hap -dijo el presidente, con lo que concluyó aquel momento de comunión personal-. El vicepresidente, el secretario de Defensa, el jefe del Estado mayor, todos aquellos hombres presentes en la reunión en casa de Evan Byrd en Madrid, están planeando el asesinato del presidente de Francia y de la canciller de Alemania en la cumbre de Varsovia. Es parte de una conspiración mucho mayor en la que estaba involucrado Merriman Foxx. No he tenido manera de alertar a nadie sin delatar mi paradero. Y usted tampoco puede hacerlo; al menos de momento.
Hap se inclinó un poco hacia delante:
– Todavía no es lunes, presidente. Mi plan es sacarle de aquí y luego llevarlo montaña abajo hasta la casa del tío de Miguel, donde está la limusina, lo más rápidamente posible. Luego nos vamos lejos de esta zona vigilada, si podemos para llegar a la frontera francesa antes de que amanezca. En ese punto podremos arriesgarnos e informar a los gobiernos francés y alemán de lo de Varsovia. Para hacerlo hemos de ocuparnos de lo que viene a continuación.
– Cuando desmonten a Héctor y Armando, que lo harán… -Hap miró a Miguel-. Teníamos que hacer algo, Miguel, lo siento. -Volvió a mirar al presidente-: Una vez los desmonten, sabrán seguro que usted está vivo y aquí abajo. Da igual si descubren que yo estoy con usted o no. Bajarán por este túnel, cargados como si fueran a cazar un oso. Fuera será lo mismo. Más refuerzos, más material. Dentro de una hora habrá en el aire un despliegue de vigilancia y de satélites como no se ha visto jamás en el planeta. Todas las carreteras a setenta kilómetros a la redonda serán bloqueadas.
– Y usted sigue pensando que podemos escapar.
– Disponemos de un poco de tiempo antes de que lo descubran y empiece el asalto final. Eso es lo que acordamos con los chicos. De todos modos, ahí fuera sigue habiendo un ejército entero. El asunto es que ahora están muy repartidos por la superficie y concentrados en lo que está pasando bajo tierra. Con cautela y suerte y José como guía, a oscuras puede que podamos escapar a su vigilancia. Excepto por una cosa.
– ¿A qué se refiere?
– Ahora ya deben de tener un gran satélite de vigilancia encima de nuestras cabezas. La fotografía digital no les servirá de mucho, de noche, pero las imágenes térmicas sí. Tan pronto como salgamos de los túneles y estemos en la superficie nos convertiremos en una fuente de calor que identificarán de inmediato.
– Pues, entonces, ¿qué le hace creer que podemos lograrlo?
– Es más esperanza que fe, señorpresidente, pero es el motivo por el que hemos traído esto. -Hap sacó una de las pequeñas mantas dobladas de su cazadora-. Si la abre tendrá una fina manta térmica del tamaño de una tienda de campaña individual. Córtele dos agujeros para poder ver a través, póngasela por encima de la cabeza y átesela a la cintura con el cinturón. Con suerte, desprenderá frío hacia el sensor termal del satélite. Si nos mantenemos bien a ras del suelo y encontramos maleza y árboles para ocultarnos, tal vez lo logremos.
Miguel sonrió:
– Es usted un tipo muy listo.
– Sólo si funciona.
El presidente miró a Marten y luego a Miguel.
– ¿A qué distancia está la estación de invierno de Port Cerdanya, en línea recta, desde donde estamos?
– A quince o veinte kilómetros. Hay senderos, pero la mayor parte sería a campo traviesa.
– ¿Podríamos llegar al amanecer, a pie?
– Tal vez. José sabría llegar.
– ¿La estación de Port Cerdanya? -Hap no lo veía nada claro-. ¿Por senderos de montaña, a oscuras? Nos llevaría unas cuatro o cinco horas, tal vez más. Hasta si estas mantas funcionan, es demasiado tiempo. Habrá demasiada gente por ahí, demasiados equipos de rescate. Las posibilidades que tendríamos de llegar a medio camino son inexistentes.
– La otra alternativa no es mejor, Hap -dijo el presidente-. Estas carreteras que llevan a la frontera francesa son todas conocidas y, como has dicho, estarán bloqueadas.
Si nos paran por ahí no tendremos adonde ir y, diga lo que diga, pronto me pondrán bajo la custodia de mis «amigos» y lo de Varsovia saldrá adelante. Si vamos a campo traviesa a pie y a oscuras, al menos tendremos algún tipo de posibilidad.
»Además, Port Cerdanya es más que un refugio. Como usted sabe bien, tenía previsto dirigirme a la New World Institute en el servicio de mañana al alba. Y todavía forma parte de mis planes. Delante de toda esa gente nadie va a poder secuestrarme, en especial ante un grupo de este nivel. Una vez les haya contado la verdad, la situación de Varsovia se resolverá por sí misma.
– Señor, el dispositivo de seguridad de esa reunión es enorme. Lo sé porque ayudé a organizarlo. Incluso si llegamos tan lejos, no podríamos cruzarlo. Si lo intentamos, todos los que tratan de apartarle sabrán al instante dónde está. Y ordenarán a seguridad que lo retiren de inmediato. Usted no lo sabe, pero el jefe de personal tiene un jet de la CIA esperándolo en un aeródromo privado a las afueras de Barcelona. Si lo meten en ese avión estará acabado.
Por un largo instante, el presidente no dijo nada. Era obvio que lo estaba evaluando todo mentalmente. Finalmente miró a Hap:
– Intentaremos lo de Port Cerdanya. Sé que no le gusta, pero es mi decisión. En cuanto al dispositivo de seguridad, usted conoce los planos del lugar: el territorio, los edificios, la iglesia en la que yo debía hablar. Usted lo registró todo antes.
– Sí, señor.
– Entonces, de alguna manera, encontraremos el modo de entrar. Seré el ponente sorpresa, tal y como estaba previsto. Y será una sorpresa. Para todos.
Se oyó un ruido por arriba y José se asomó por la esquina. Miró a Miguel.
– Hay patrullas -dijo, en catalán-. Pero ya han pasado. No sé si hay más. De momento es seguro.
Miguel tradujo y el presidente los miró a todos, uno tras otro.
– Vamos -dijo.