12.57 h
Con el corazón acelerado, Victor volvió a esconderse entre la maleza. Los perros ladraban y se acercaban en dirección a él desde el otro lado del estanque. Por los altavoces se oyó a alguien que hablaba primero en polaco y luego en inglés:
«Hemos sufrido un pequeño retraso debido a problemas técnicos. Les rogamos aguarden unos instantes.»¿Problemas técnicos? ¡Oh, Dios! ¡Le habían descubierto!
Presa del pánico, miró detrás de él. Lo único que vio fue la antigua valla de seguridad y los árboles que había detrás. Los ladridos eran cada vez más fuertes. Delante de él estaba el estanque; a su derecha, más vallas que se confundían con los árboles y parecían perderse hasta el infinito. A su izquierda estaban los antiguos crematorios. En medio había unos cien metros de explanada. No le quedaba más remedio que ir hacia la derecha. Luego recordó un plan alternativo que figuraba en las instrucciones facilitadas por el taxista. Unos seiscientos metros más allá de la maleza, al otro lado del estanque, había las ruinas de unos viejos barracones que ahora eran poco más que un cementerio de cimientos de cemento y chimeneas todavía de pie. Entre ellas había un edificio medio derruido de madera y piedra donde los nazis habían almacenado en su momento las carretillas para transportar los cuerpos al crematorio. Escondidos en un rincón del fondo, bajo unas planchas de madera, habría comida y agua, un teléfono móvil y un rifle automático. Si todo fallaba, allí es donde se le había ordenado que se escondiera y donde se pondrían en contacto con él.
Los ladridos se oían ahora mucho más fuertes e intensos; los perros se acercaban. Por algún lugar empezó a oír el sonido de un helicóptero que se elevaba.
– Deja el rifle. Despréndete de tu olor. Quítate la ropa -se dijo en voz alta, y como en un ataque, se levantó y corrió agachado por en medio de la densa maleza a esconderse en el estanque.
Ahora estaba en el borde del agua. Un hombre rechoncho, blanco y de mediana edad que se quitaba los zapatos y calcetines y se desprendía del resto de su ropa. Su identificación de la AP y sus pases de seguridad se quedaban también con la ropa. A los pocos segundos se encontraba en el agua, nadando hacia la otra orilla. ¿Dónde estaba Richard ahora? ¿Quién era Richard? Eso no cambiaba nada. Aquello era el final, lo sabía. No tenía salvación.
23.03 h
– Tenemos el arma y su ropa -declaró la voz de un agente especial por los auriculares de todos los miembros del Servicio Secreto.
Marten corría con los otros agentes, con una Sig Sauer de 9 mm en la mano que Hap le había tirado cuando salían del puesto de mando. Delante vieron el estanque y los perros que ladraban y aullaban detenidos a la orilla del mismo. Bill Strait iba delante de él con un rifle automático y corriendo a toda velocidad. De pronto viró a la derecha hacia la orilla opuesta del estanque y lo que parecían las ruinas de unos barracones, un poco más lejos.
Marten lo siguió y se alejó de los agentes que corrían delante de él. Strait iba solo. Si tenía dificultades, no tendría quién lo ayudara.
Cincuenta metros más allá Strait saltó un pequeño riachuelo y siguió corriendo. Con el corazón en la boca, Marten lo siguió. A los pocos segundos saltaba también la pequeña corriente. Durante unos momentos lo perdió, no sabía hacia dónde había ido, pero luego lo vio, corriendo por un descuidado camino de gravilla que llevaba hacia los barracones en ruinas.
Strait miró hacia atrás, luego dijo algo por el micro de los altavoces y siguió corriendo con renovada energía.
Marten aterrizó en el camino de gravilla, todavía cincuenta metros por detrás de él. Al hacerlo resbaló y cayó al suelo, pero se recuperó rápidamente y volvió a echarse a correr. Se le acercaba. Cuarenta metros. Treinta.
Delante vio a Strait que se detenía frente a un edificio de piedra y madera en ruinas. Luego, con el rifle automático en la mano, se acercaba lentamente a una puerta entreabierta.
– ¡Bill, espere! -gritó Marten.
Strait no le oyó o decidió ignorarle, porque al instante siguiente se coló por la puerta y desapareció de su vista.
Dos segundos, tres, y Marten estaba allá, justo al otro lado. Dentro se oyó un brusco, muy breve intercambio de palabras y luego se oyó la descarga aguda y fuerte del fuego del rifle.
– Dios -suspiró Marten. Con la Sig Sauer levantada, agachó la cabeza y cruzó la puerta.
Strait apuntó con el rifle hacia la puerta como reacción.
– ¡No dispare! -gritó Marten.
Sudando, respirando entrecortadamente, Strait lo miró fijamente durante un buen rato, luego bajó el arma y le hizo un gesto hacia la parte trasera de la casucha. Allí estaba el cuerpo desnudo de un hombre de mediana edad, yaciente sobre el suelo de piedra vieja. Tenía una pistola automática de calibre 45 en una mano y el resto era una amalgama de carne, sangre y huesos cosida a balas.
– Victor Young -dijo Strait-. ¿Es el hombre que vio usted en Washington?
Marten se acercó y se arrodilló justo cuando media docena de agentes especiales entraban por la puerta. Marten lo miró unos instantes, luego se levantó y miró a Strait.
– Sí -dijo-. Sí, es él.
Strait asintió con la cabeza y luego se ajustó los auriculares.
– Hap, soy Bill -dijo en el micro-. Lo tenemos. Creo que la función puede continuar sin peligro.