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7.25 h


Cuatro monjes con túnicas marrones fueron a buscar a Demi a su celda y la custodiaban por un pasillo largo, desnudo y mal iluminado. Ella llevaba sólo unas sandalias y la túnica escarlata que Cristina le había dado para que se la pusiera durante las ceremonias rituales de la noche anterior. Que la hubieran obligado a desnudarse y a ponerse la túnica delante de los monjes no le importaba en absoluto. ¿Cómo iba a importarle, si la habían venido a buscar para llevarla al lugar de su muerte?


7.28 h


Los primeros monjes pasaron una tarjeta de seguridad por un lector electrónico que había junto a una puerta de acero. La puerta se abrió y penetraron en otro pasillo largo. A izquierda y derecha había puertas abiertas que daban a lo que parecían salas de revisión médica. Eran pequeñas, idénticas y tenían unas urnas de cristal opacas encajadas en las paredes, del tipo que se utilizan para leer rayos-X e impresiones de escáneres. En el centro de cada una había una fría camilla de acero inoxidable.


7.29 h


Cruzaron por otra puerta de seguridad y entraron en una sala llena de camas de acero inoxidable, iguales a la que había en su última celda. La única diferencia era que aquí estaban apiladas de cuatro en cuatro, hasta el techo, a lado y lado de un pasillo central, y en hileras que ocupaban hasta el fondo de la estancia, de modo que fácilmente podían acomodar a doscientas personas.

Otro pasillo y vio unos baños y duchas comunitarios. Justo más allá había lo que parecía una pequeña cocina industrial y, todavía más al fondo, una zona de mesas metálicas con bancos adjuntos que debían de utilizarse para la cena. Todas esas salas, como las que había visto antes, estaban vacías, como si toda la zona hubiera sido una colmena de actividad que había sido rápida y deliberadamente abandonada.


7.31 h


Los monjes la hicieron pasar por una serie de cinco puertas fuertes de seguridad, cada una a menos de cuatro metros de la anterior. Luego entraron en un túnel largo y oscuro, que parecía como del metro, con una sola vía que corría por el centro. Frente a ellos había un vagón tipo trineo, totalmente abierto excepto por tres filas de bancos. Había cuatro monjes más que se sentaban hombro a hombro en el banco del fondo de todo. Delante de ellos, otro monje se sentaba junto a… Demi se sobresaltó al verla: Cristina.

Llevaba la túnica blanca de la noche anterior y sonrió complacida, hasta feliz, al ver a Demi.

De inmediato, sentaron a Demi a su lado y, con la misma rapidez, un monje se sentó a su lado. El resto de monjes se acomodaron directamente frente a ellos. Nueve monjes para escoltar a dos mujeres hacia la eternidad.

De pronto, el trineo empezó a moverse, aumentando de velocidad lenta y silenciosamente. Pasó un segundo, dos, y luego Cristina se volvió hacia Demi y le dedicó la sonrisa más espantosa que ésta había visto en su vida. Espantosa por lo cálida, sincera e infantil.

– Nos vamos a reunir con el buey -le dijo, emocionada, como si estuvieran a punto de emprender una maravillosa aventura.

– No debemos -le susurró Demi-. Tenemos que encontrar la manera de evitarlo.

– ¡No! -Cristina se apartó de ella bruscamente, y sus ojos brillaron con una profunda, terrible oscuridad-. Debemos ir. Las dos. Está escrito en el cielo desde el principio de los tiempos.

El vagón empezó a aminorar la marcha y Demi vio que se acercaban a final del túnel. A los pocos segundos se detuvieron. Los monjes permanecieron juntos y condujeron a ambas mujeres hasta un andén lateral. De inmediato, una puerta más grande se deslizó a un lado y fueron escoltadas hasta una sala más grande. En el centro había lo que parecía ser una caldera industrial enorme.

Demi sintió que se quedaba sin respiración al darse cuenta de lo que era: un horno de fundición. La sala era un crematorio. El lugar en el que todo acababa.

– El buey espera junto al fuego -sonrió Cristina, y luego cuatro de los monjes se la llevaron.

Al cabo de un momento, el resto de los monjes se llevaron a Demi a otra sala. Cuando entraron, una mujer se dio la vuelta: Luciana. Iba vestida con una túnica larga y negra de sacerdotisa, con el pelo negro recogido en un moño como la noche anterior y el maquillaje oscuro de los ojos acentuado por las mismas líneas teatrales que corrían como flechas de los ojos a las orejas, y las mismas uñas asquerosamente largas otra vez pegadas a los dedos.

– Siéntate -le dijo Luciana, indicándole la única silla que había en el centro de la estancia.

– ¿Porqué?

– Para que te pueda arreglar el pelo y el maquillaje.

– ¿El pelo y el maquillaje?

– Sí.

– ¿Porqué?

– Tienes que estar bella.

– ¿Para morir?

Luciana sonrió con crueldad:

– Así lo requiere la tradición.

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