A la misma hora, 15.11
Hap Daniels observó un helicóptero comercial que llegaba a la cima de la montaña, dibujó un círculo en el aire y luego descendió hacia el helipuerto del monasterio. Hap sabía lo que ninguno de los mirones y curiosos podía saber: el helipuerto de emergencias y de VIPs se acababa de convertir en pista de aterrizaje de una operación encubierta de la CIA ordenada para encontrar al presidente de Estados Unidos y sacarlo de allí.
Después del enfrentamiento con el tipo de la moto, Hap tardó casi veinte minutos en encontrar una plaza de aparcamiento autorizada que quedara cerca del helipuerto. Si, como sospechaba, los operativos venían por orden, seguramente ya sabrían en qué lugar del enorme complejo se encontraba el POTUS. Ignoraba cuántos eran, pero probablemente habría cuatro agentes de tierra más el piloto y, casi seguro, un copiloto. Luego llegaría el segundo helicóptero, dando círculos en algún lugar que todavía no se veía: un equipo de refuerzo que esperaría por si era necesaria su intervención. Daba igual si sabían o no la verdad, quién los mandaba y por qué, o si estaban toreando al Servicio Secreto, en cualquier caso serían efectivos de altísimo nivel cuya obligación era proteger la continuidad del gobierno y cuya única misión era rescatar al presidente y sacarlo de allí sano y salvo, rápida y discretamente, despertando la mínima expectación. Luego lo llevarían al jet de la CIA que el jefe de personal tenía dispuesto en un aeropuerto privado a las afueras de Barcelona, y desde allí a un lugar del cual el Servicio Secreto no tenía todavía datos. Lo que ocurriría después no quería ni pensarlo.
Todo esto dio a Hap una simple directriz: evitar que metieran al presidente en el helicóptero. De alguna manera tenía que llevarlo bajo su custodia antes de que pudieran ni siquiera acercarlo a la aeronave. Resultaría inmensamente difícil y peligroso, incluso si eran miembros legítimos de la CIA, porque la seguridad del presidente pasaba por encima de cualquier cosa, y cualquier persona -incluido él mismo- que tratara de interferir tenía muchos números para llevarse un disparo al instante.
Si no eran miembros auténticos de la CIA, o si formaban parte de alguna rama encubierta de la misma, o incluso de alguna fuerza militar de operaciones especiales que trabajaba a las órdenes del vicepresidente y los demás, su misión no sería difícil, sino lo más parecido a un suicidio que era capaz de imaginar.
Fueran quienes fuesen, su plan tenía que ser simple, y lo era: observar el aterrizaje, seguirlos hasta su destino y luego esperar y vigilar. Cuando sacaran al presidente y se acercaran al helicóptero empezaría su trabajo. Con el Audi aparcado allí cerca, su maniobra tendría que ser ultrarrápida y absolutamente decisiva. En otras circunstancias se debería aplicar un protocolo concreto: llamaría a un supervisor de la CIA de confianza y le diría que necesitaba el PDC (punto de contacto) de esa operación. Al obtenerlo, gritaría el nombre del hombre, mostraría sus credenciales del Servicio Secreto y diría que era el agente especial al mando y que iba a hacerse cargo del POTUS personalmente.
Pero estas circunstancias no eran «otras». Él era el último hombre entre el presidente y su vida o muerte. Tendría una sola oportunidad y le llegaría sólo en los segundos finales, cuando saliera de entre la muchedumbre, levantara sus credenciales del Servicio Secreto y gritara quién era, avisando a los operativos de que acababa de recibir información urgente acerca de una amenaza inminente a su operación y que los relevaba de su misión. Luego se llevaría al POTUS bajo su custodia y se irían corriendo al Audi. Y todo esto rezando para que el presidente entendiera el argumento con la misma rapidez con que ocurría la acción, confiara en él y ordenara a los operativos que se apartaran. El factor sorpresa, la precisión temporal, la ejecución y la pura suerte lo serían todo. El margen de error: cero.
El chirrido repentino del móvil interrumpió su discurrir mental. Lo sacó de su cinturón y miró el número que lo llamaba: Bill Strait. Eso significaba que el helicóptero del Servicio Secreto en Barcelona estaba listo para elevarse en dirección a Montserrat y Strait se estaba preguntando dónde demonios se había metido.
De pronto se le ocurrió que Strait le había dicho que el helicóptero de la CIA aterrizaría en Montserrat a las 15.15, mientras que el del Servicio Secreto no estaría listo para salir de Barcelona hasta las 15.20. En el momento no se le ocurrió, pero ¿por qué aquel retraso? ¿Quería alguien asegurarse de que la CIA llegaba al monasterio antes que el Servicio Secreto? Y si era así, ¿quién lo había planeado? ¿Alguien en la embajada de Madrid o Bill Strait?
– Roger, Bill -dijo Hap, al descolgar.
– ¿Dónde demonios estás?
– ¿Por qué habéis tardado tanto en tener listo el helicóptero?
– Estaban en el aeropuerto de Barcelona, repostando. Acababan de aterrizar cuando los he avisado. ¿Por qué?
– ¿Los has avisado tú? ¿No el jefe de personal?
– Sí, yo. Hap, por Dios, estamos listos para salir. ¿Dónde estás?
– Id sin mí.
– ¿Cómo?
– Estoy liado con otra cosa. Apareceré más tarde. Id sin mí. Es una orden.
Con esto colgó el teléfono.
– Maldita sea -masculló entre dientes.
¿Era el repostado simplemente una mala coincidencia o había algo más? ¿Podía fiarse de su adjunto?
25.25 h
A un estruendo atronador lo siguió un torbellino de polvo y escombros mientras el helicóptero aterrizaba en el helipuerto exactamente a la hora prevista. Inmediatamente, el piloto paró motores, las puertas se abrieron y cuatro hombres con gafas de sol y gabardinas oscuras saltaron del aparato. Se agacharon para evitar las aspas todavía en rotación y se alejaron rápidamente hacia la escalinata que llevaba a la basílica.
– Vamos allá -se dijo Hap Daniels-. Vamos allá.