El Borràs, 18.55 h
Hap Daniels hacía rechinar los dientes mientras la moto rebotaba por el camino de tierra por el que Miguel y él seguían a otros dos motoristas en dirección al río Llobregat. De las tres motos, sólo la de Miguel llevaba un sidecar. Las otras dos eran Hondas de gran cubicaje. En la primera iba el sobrino de Miguel, Armando. En la otra iban José y Héctor, los amigos de Armando. Ninguno de ellos tenía más de dieciocho años, pero habían vivido siempre en El Borras y conocían bien aquel territorio montañoso, con sus cuevas subterráneas, sus chimeneas naturales y las entradas a las cuevas y antiguas galerías. También los propios túneles, por dentro y por fuera. Al principio a Hap no le gustó la idea de llevar a los otros dos, pero Miguel le aseguró que eran de absoluta confianza y que no dirían nada de lo que estaban haciendo, ni de a quién estaban buscando, si los llegaban a detener.
– Créame -le dijo Miguel-, ni en el caso de que tengamos la suerte de encontrar al presidente, ellos no le reconocerán. Ni tal vez lo haga usted. Para los chicos será un amigo americano extraviado, que entró a explorar las cuevas y se ha quedado atrapado después del desprendimiento, o el terremoto, o lo que sea que haya ocurrido.
Las tres motos aminoraron la marcha y luego se detuvieron al llegar al río. El Llobregat tenía por aquella zona unos cincuenta metros de ancho, y ahora corría fangoso y con brío por el descenso de las lluvias invernales. Miguel miró a Hap en el sidecar.
– En el lecho del río hay gravilla. Parece profundo, pero no lo es. Puede pasar cualquier cosa, de todos modos.
– Cruce -dijo Hap, sin inmutarse.
Miguel le hizo un gesto a Armando y las dos primeras motos pasaron delante, Armando primero y luego Héctor conduciendo la segunda. A medio cruzar, Héctor estuvo a punto de perder el equilibrio. Luego retomó el control, volvió a dar gas, acabó de cruzar y se detuvo a esperar junto a Armando. Medio segundo más y Miguel dio gas a fondo, su moto se abalanzó hacia el río y se metió en el agua. La fuerza del caudal que bajaba amenazó con hacerlos volcar, pero el peso de Hap en el sidecar los equilibró y, con un rebote y un fuerte rugido, lograron cruzar hasta donde estaban los otros. Miguel volvió a hacerle un gesto a Armando y el chaval encabezó la expedición, llevándolos por una pista empinada de gravilla.
Por muy duro que le resultara a Hap, la moto era el vehículo ideal para la ocasión. Subían hasta el pie de la montaña y luego por las pistas de la propia montaña. Un coche resultaría inútil, y caminando tardarían demasiado en llegar. Además, a Hap no le hubiera sido posible subir andando.
19.10 h
El sol empezaba a bajar por los riscos de la montaña que se elevaba delante de ellos, lo cual dejaba el camino de tierra que estaban remontando totalmente a la sombra. Hap iba inclinado hacia delante, tratando de encontrar una postura en la que los botes de la moto le afectaran lo mínimo, cuando oyó el pitido de su BlackBerry. La sacó de su chaqueta y miró el origen de la llamada. Al ver que era Bill Strait, rechazó la llamada y dejó el aparato en modo silencioso. En un momento se acordó del mensaje de texto que Strait le había mandado a las 16.10 horas.
Hap. Llevo horas buscándote. ¿Dónde coño estás? Jefe de personal informa 16.08 desde Madrid que Fumigador no está, repito, NO está en monasterio de Montserrat. Operativos CIA enfrentados a tiroteo hostil de desconocidos en despacho del monasterio de un tal Dr. Merriman Foxx. Nuestra misión a Montserrat abortada a medio vuelo. Regresamos base en Barcelona. CNP-policía española e Inteligencia española investigan tiroteo. ¿DÓNDE COÑO ESTÁS? ¿ESTÁS BIEN?
Hap miró a Miguel mientras conducía la moto por una pista estrecha y empinada, surcada por las lluvias recientes y cada vez con menos luz. Hasta hacía unas pocas horas no había visto nunca a este hombre, y ahora le confiaba a él y a otros tres jóvenes españoles su propia vida y la del presidente, si es que seguía vivo. Era algo por lo que debería haber podido llamar a Bill Strait, haberle ordenado que llevara a todo un contingente del Servicio Secreto, la CIA, el servicio de inteligencia y la policía españoles multiplicado por dos para que peinaran aquellas laderas y colinas en busca de cualquier pasaje que diera acceso a la zona en la que Miguel creía que Marten y el presidente podían encontrarse, y al mismo tiempo enviar a un equipo de explosivos para que se encargaran de hacer detonar la roca que cerraba el paso al complejo de oficinas y laboratorios de Foxx.
Entre los agentes del Servicio secreto existía desde siempre un vínculo de acero, una confianza a prueba de bombas. Pero eso había sido hasta ahora, hasta que ocurrió todo esto.
Y él, como el presidente, no tenía idea de cuan lejos podía llegar este asunto ni en quién podía confiar. De modo que, por mucho que quisiera, por mucho que en teoría habría debido hacerlo bajo cualquier circunstancia, no se puso en contacto con Bill Strait ni respondió a su mensaje.
– Maldita sea -dijo amargamente para sí mismo.
Cómo odiaba la desconfianza, en especial cuando era la suya propia y no sabía en qué ni en quién creer.
– Hap -dijo de pronto Miguel.
– ¿Qué ocurre?
– Allí -Miguel señaló a la cima iluminada de las montañas, a siete u ocho kilómetros de distancia.
Al principio Hap no vio nada, pero luego se fijó en algo: había cuatro helicópteros que descendían por la cima de los riscos y luego tomaban tierra a este lado de la montaña.
– ¿Quiénes son?
– No estoy seguro. Probablemente CNP, la policía nacional. O tal vez Mossos d'Esquadra. O tal vez ambos cuerpos.
– ¿Vienen hacia aquí?
– Es difícil de saber.
– ¡Miguel! -gritó Armando, señalando detrás de ellos.
Ambos se giraron y vieron cinco helicópteros más. Estaban todavía lejos, pero se dirigían hacia ellos rápidamente y volaban a escasa altura.
Hap miró a Miguel.
– ¡Escondámonos! ¡Armando, los otros también!