140

3.30 h


Estaban sentados en el suelo de una pista rocosa al fondo del tobogán, temblando, sin aliento, llenos de arañazos, ensangrentados, reventados, agotados. Pero lo habían logrado. Los cuatro. Todos dijeron alguna cosa para asegurarse de que seguían estando conscientes y alerta. Todos estaban enormemente agradecidos de haber llegado vivos hasta allí.

Muy lejos veían los helicópteros que seguían arriba y abajo, peinando con sus reflectores las altas crestas y los bosques de coníferas que había debajo. Eso significaba que, al menos de momento, nadie había encontrado su rastro ni había sospechado la caída al infierno que acababan de usar para escapar.


El presidente respiró con fuerza y miró a José:

– Eres una persona muy especial, chico -le dijo, en español-. Te doy las gracias, en nombre mío y el de todos nosotros, y me gustaría poder llamarte mi amigo. -Le tendió la mano.

José vaciló un instante, luego miró a los otros y otra vez al presidente. Con una sonrisa tímida y orgullosa, tendió la mano y estrechó la del presidente.

– Gracias, sir. Usted es mi amigo -miró a los otros y asintió con la cabeza-. You es todos mis amigos -dijo, tratando de hablar un poco de inglés.

De pronto, el presidente se puso en pie:

– ¿Hacia dónde vamos ahora?

– Por allí.

José se levantó y le hizo un gesto hacia un estrecho cañón rocoso. Entonces, las nubes se disiparon lo justo para que asomara la luna, iluminando toda la zona, desde el suelo profundo del cañón en el que estaban hasta las agujas y cumbres montañosas mucho más arriba, como si fuera un paisaje lunar plateado. Pudieron ver el tobogán con claridad, lo peligrosamente empinado y estrecho que era y lo lejos que llegaba. En cualquier otro momento, la idea de un hombre adulto -por no hablar de cuatro- dejándose caer por él por voluntad propia hubiera resultado impensable, un suicidio. Pero este momento se parecía poco a la normalidad.

El presidente miró a José:

– Vámonos -dijo.

José asintió y los guió rápidamente hacia el cañón.

Загрузка...