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Anfiteatro de la iglesia dentro de la montaña, 21.20 h


Demi estaba a un lado del grupo de gente y tomaba fotos con la máxima discreción de la ceremonia que se celebraba en el círculo de Aldebarán, en cuyo perímetro había sesenta monjes arrodillados, con la cabeza agachada y profiriendo cánticos en el mismo idioma indescifrable que antes. Detrás de ellos todavía ardían las tres hogueras, con sus llamas levantándose hacia un fantasmagórico cielo nocturno; la luna llena estaba casi perdida entre las nubes de una tormenta que se avecinaba y que anunciaba su violencia con un espectacular despliegue de rayos sobre el valle lejano.

Con el vestido blanco ondulándose a su alrededor, Cristina estaba sentada como una diosa en un sencillo trono de madera colocado en el centro del círculo mientras, uno a uno, niños ataviados con túnicas escarlata se acercaban a ella desde la oscuridad de más allá de las hogueras. Cada uno esperaba su turno y luego se acercaban lenta y reverentemente, cruzando la luz del fuego. Cada niño llevaba alguna criatura viva, un perro, un gato o, en el caso de muchos de los más mayores, un búho, con una correa y atado a un guante de piel como los halcones, para que recibieran la bendición.

Y eso hacía Cristina, bendecirlos. Les sonreía compasiva y amorosamente, luego les decía algo que no se oía y les daba un beso en cada mejilla, y luego pasaba la mano por encima del animal que le habían traído mientras recitaba una breve plegaria. Sus palabras, apenas audibles, eran el mismo idioma que hablaban los monjes y que habían utilizado Beck y Luciana. Luego el niño se alejaba, adentrándose en las tinieblas de detrás de las hogueras, y el siguiente ocupaba su lugar. Alrededor, los adultos los miraban, en silencio y como hechizados, mientras que abajo, a la luz del fuego, Luciana y el reverendo Beck hacían de testigos, como si fueran pastores divinos vigilando su redil.

Demi estaba absolutamente perpleja. Se preguntaba cómo el signo de Aldebarán -el del dibujo de su madre, los tatuajes en los pulgares de Merriman Foxx, de la difunta Lorraine Stephenson, de Cristina, de Luciana, y probablemente también del reverendo Beck- cuadraba con todo aquello. En especial con esa sencilla y emotiva ceremonia de niños buscando la bendición de los perros, gatos y búhos. ¿A qué espíritus de la noche había invocado Beck? ¿Qué papel desempeñaba Cristina? ¿Qué significaba todo aquello?

Tal vez fuera cierto, como Beck había dicho, que el aquelarre y sus rituales eran inofensivos y que no había nada que no pudiera ser mostrado al mundo. Pero, si era así, ¿por qué la habían drogado para hacer aquel viaje? ¿Qué quería Foxx de Nicholas Marten que tuviera que ver con esto? ¿Cómo se explicaba la desaparición de su madre? ¿Y la advertencia de su padre? ¿O la que le dio el erudito sin brazos, Giacomo Gela? ¿Y qué había visto tantos años atrás para que sus captores lo mutilaran de aquella manera tan extremadamente cruel? Y, por encima de todo, ¿qué relación tenía el signo de Aldebarán con el culto centenario de Aradia Minor y sus tradiciones; los juramentos de sangre, el sacrificio de criaturas vivas, la tortura humana? ¿Dónde estaban sus varios cientos de seguidores, la poderosa orden llamada Los Desconocidos?

¿Se había equivocado Gela, o estaba loco? ¿Tal vez era un octogenario amargado que, después de vivir solo durante varias décadas, había maquinado una antigua cultura secreta a la que culpar de su mutilación? Demi no veía indicios de nada de eso, tan sólo familias, niños y animales. ¿Qué tenía eso de siniestro?

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