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Iglesia Presbiteriana Nacional, Washington, DC

Servicio funerario en memoria de Caroline Parsons, 14.35 h


Nicholas Marten estaba sentado cerca del último banco de la catedral y escuchaba la voz aterciopelada y profunda y las palabras delicadas del distinguido pastor afroamericano que dirigía el servicio, el capellán del Congreso Rufus Beck. Beck era pastor de la iglesia de Caroline y fue quien llamó a la doctora Stephenson cuando Caroline sufrió la crisis nerviosa, después del funeral de su esposo e hijo. Un hombre al que Marten conoció brevemente en su habitación de hospital.

Emocionalmente, Marten había hecho todo lo posible por distanciarse de la celebración y del sello oficial que el propio servicio llevaba y que transmitía el terrible reconocimiento de que Caroline estaba efectivamente muerta.

Con ese fin, se creó su propia distracción, que esperaba que de algún modo le sería útil. Se trataba de escrutar continuamente a los dolientes que llenaban la iglesia con la esperanza de que el hombre del pelo blanco, el doctor Merriman Foxx, no hubiera abandonado todavía Washington y hubiera venido a disfrutar de algún tipo de placer perverso con el resultado de su obra. Pero, si estaba, y si era realmente como Peter Fadden lo había descrito, de sesenta años y con el pelo como Einstein, de momento Marten no lo había visto.

A los que sí vio -y había varios cientos de personas- fue a varios políticos a los que reconoció por la prensa escrita o la televisión, y muchos otros a los que no reconoció pero que tenían que ser amigos, o al menos socios, de Caroline y de su familia. Tan sólo el tamaño de la recepción le daba ya la medida real de lo ricas y expansivas que habían sido aquí sus vidas.

A un nivel más personal vio a la hermana de Caroline, Katy, y a su marido, que fueron escoltados rápidamente a los primeros bancos de la iglesia nada más llegar, de nuevo, y en tan poco tiempo, en un vuelo insoportablemente trágico de Hawái a Washington.

Marten no tenía manera de saber si Caroline había compartido alguno de sus miedos con su hermana. O si Katy sabía que Caroline le había pedido que viniera a Washington para que pasara con ella las últimas horas de su vida. Habría sido muy propio de Caroline haber respetado la responsabilidad de Katy -que estaba al cuidado de su madre, debilitada por el Alzheimer, en Hawái- y no haber querido agravar más su angustia, guardándose para ella y Marten sus sospechas sobre una conspiración. Pero fuera lo que fuese que Katy supiera o dejara de saber, la duda sobre qué hacer con ella seguía en el aire. Si se le acercaba, le recordaba quién era, le contaba un poco lo que había sucedido desde que se conocieron en Los Ángeles y luego le confiaba lo que Caroline le había contado; y si luego le enseñaba la nota firmada ante notario por Caroline, era casi seguro que Katy estaría dispuesta a acompañarlo al bufete de abogados de Caroline para exigir que se le facilitara el acceso a los documentos privados de los Parsons, venciendo así la resistencia de los letrados.

Ésa era una posibilidad. La otra era que su investigación inicial hubiera sido silenciada por alguien del bufete con el poder suficiente para estar preocupado por lo que pudiera encontrar. Si ése fuera el caso, y teniendo en cuenta lo que había ocurrido con la doctora Stephenson, él y Katy se presentaran a protestar, era muy probable que tarde o temprano cayera sobre ellos la misma suerte que había afectado a la familia Parsons. Eso lo volvía todo resbaladizo y ahora mismo no sabía qué decisión tomar.


– El amor de Dios fluye entre nosotros. Como fluye por Caroline, por su esposo, Michael, y por su hijo, Charlie. -La voz del reverendo Beck se filtraba por todo el templo-. En palabras del poeta Lawrence Binyon:


Ellos no envejecerán, como nosotros, que nos haremos viejos,

la edad no los fatigará, ni los años los condenarán;

al caer el sol y cada mañana, los recordaremos.


» Oremos.

Mientras la plegaria del reverendo Beck resonaba por toda la iglesia, Marten advirtió a alguien que se deslizaba en el banco, a su lado. Se volvió y vio a una joven muy atractiva con el pelo corto y oscuro, vestida respetuosamente con un traje negro. Llevaba una cámara digital grande colgada del brazo y un pase de prensa internacional colgado del cuello en el que constaba su foto, su nombre y su filiación profesional, Agence France-Presse. Marten la reconoció como la mujer que acompañaba al reverendo Beck cuando visitó a Caroline en el hospital. Se preguntó qué hacía aquí, por qué había venido al servicio. Y por qué se le había sentado al lado.

Cuando la plegaria de Beck terminó, empezó a sonar una música de órgano y la misa llegó a su fin. Marten vio a Beck bajar del pulpito y acercarse a la hermana de Caroline y a su marido, en la primera fila. A su alrededor, la gente empezó a moverse y a levantarse. En aquel momento, la joven se dirigió a él:

– ¿Es usted Nicholas Marten? -le dijo, con acento francés.

– Sí. ¿Por qué? -le preguntó, cauteloso.

– Me llamo Demi Picard. No quisiera importunarle, especialmente bajo estas circunstancias, pero ¿puedo pedirle que me dedique unos minutos de su tiempo? Es sobre la señora Parsons.

Marten se quedó asombrado.

– ¿Qué pasa?

– Tal vez podríamos hablar en un lugar donde haya menos gente. -Miró hacia las grandes puertas abiertas que tenían detrás, por donde la gente estaba abandonando el templo.

Marten la miró atentamente. La mujer estaba tensa y ansiosa. Sus ojos, grandes y de un tono pardo oscuro, no dejaban de mirarle. Había algo de intriga… tal vez supiera algo de Caroline que él no sabía, o al menos algo que lo pudiera ayudar.

– Está bien -dijo-. Vamos.

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