00.07 h
Héctor y Armando permanecían bajo la fuerte luz del puesto de mando. Iban sucios, llenos de arañazos y estaban muertos de miedo, pero de momento todavía no se habían hundido, ni ante el Servicio Secreto ni ante los oficiales del CNP que los habían sorprendido en el túnel, ni tampoco ante los investigadores de la CIA que los habían interrogado después, o la media docena de tropas del Servicio Secreto y el CNP que los habían devuelto a través de las chimeneas y los habían llevado bajo la lluvia hasta el puesto de mando. Los dos defendieron bien su historia: sencillamente, aquella mañana decidieron bajar a explorar las galerías y se habían perdido.
– ¿A qué hora? -les preguntó la inspectora Díaz en español.
– Nueve y media, más o menos -era su respuesta acordada, la que habían decidido segundos antes de que las tropas los detectaran por primera vez.
– ¿Dónde vivís? -prosiguió Díaz.
Bill Strait y el asesor de Seguridad Nacional, James Marshall, permanecían detrás de ella, ambos totalmente concentrados en el interrogatorio.
– En El Borras, junto al río -respondió Armando.
– Estabais vosotros dos. Solos. No os acompañaba nadie más.
– Sí. Quiero decir, no. Quiero decir que no venía nadie más.
La inspectora Díaz observó a los chicos un momento y luego se acercó a un oficial del CNP:
– Hablemos con ellos por separado -dijo, y luego volvió a dirigirse hacia los chicos.
– ¿Cuál de vosotros es Héctor?
Héctor levantó la mano.
– Bien. Tú te quedas conmigo. Armando hablará con otros agentes al otro lado de la tienda.
Héctor observó cómo Armando se alejaba con dos agentes del CNP.
– Bueno, Héctor -dijo la inspectora Díaz-, así que vives en El Borras.
– Sí.
– Cuéntame cómo habéis subido hasta aquí. Desde el río hasta la cima de la montaña.
00.12 h
Héctor observó cómo la inspectora Díaz lo dejaba solo y cruzaba la tienda para hablar con uno de los policías que había hablado con Armando. Miró nervioso a Bill Strait y luego al altísimo y distinguido hombre que lo acompañaba. Ambos eran claramente americanos. Por vez primera era consciente del tipo de gente y de material que lo rodeaba.
Había visto radios e instalaciones similares en algunas películas, pero no tenían nada que ver con aquello. Ni tampoco había escuchado nunca el rumor constante de comunicaciones entre los operadores presentes y los que hablaban con ellos desde otros puntos. Y jamás en su vida había experimentado la gravedad absoluta de aquella atmósfera.
Respiró hondo y vio a la inspectora Díaz que se le acercaba, se detenía a medio camino a decirle algo a Bill Strait y al hombre que lo acompañaba, y luego los tres se dirigían hacia él.
– Parece que hay algún problema, Héctor -le dijo la capitán tranquilamente-. Me has dicho que habíais subido a pie desde el río. En cambio, Armando parece recordar que lo habéis hecho en moto.
– Héctor -Bill Strait lo miraba directamente-. Sabemos que tú y Armando no erais los únicos que estabais allí abajo. -Hizo una pausa para dejar que Díaz lo tradujera.
– Sí que lo éramos -protestó Héctor-. ¿Quién más iba a estar?
– El presidente de Estados Unidos.
– No -dijo Héctor, con tono desafiante. No precisó traducción-. No.
– Héctor, escúchame con atención. Cuando encontremos al presidente sabremos que estás mintiendo e irás a la cárcel por mucho, mucho tiempo.
– No -insistió el chico-, estábamos solos. Armando y yo, nadie más. Pregúnteselo a sus hombres. Han buscado y no han encontrado a nadie.
De pronto, Héctor sintió una presencia y levantó la vista. Armando venía hacia él, acompañado de dos agentes del CNR Estaba totalmente pálido y tenía los ojos llenos de lágrimas. No había necesidad de más palabras; lo que había ocurrido estaba claro.
Se lo había contado.