Hotel Regente Majestic, 19.15 h
Nicholas Marten estaba sentado a solas en el salón del hotel, esperando que Peter Fadden le devolviera la llamada de móvil. Fadden estaba ahora en Madrid, enviado para cubrir la noticia de la repentina evacuación del presidente en el hotel Ritz la noche anterior. Habían hablado brevemente, pero luego Fadden tuvo que colgar para atender otra llamada, después de prometerle que volvería a llamarlo de inmediato.
Con el pelo peinado hacia atrás y ataviado con unos pantalones limpios de algodón, un jersey de cuello barco y una cazadora de tela fina, Marten tenía un aspecto muy distinto al del hombre que se había registrado en este mismo hotel para abandonarlo un poco más tarde. Su situación se veía también favorecida por el hecho de que ya no estaba ninguno de los trabajadores del turno anterior.
Demi, para su gran alivio, seguía como huésped del hotel, y además el reverendo Beck había finalmente llegado y se había registrado, aunque ninguno de los dos estaba ahora mismo en sus respectivas habitaciones… o, al menos, si lo estaban no contestaban al teléfono. Marten buscó en el bar, la cafetería y el restaurante para asegurarse de que no se encontraban allí, de manera que supuso que, a menos que estuvieran en otra de las habitaciones, ni el uno ni el otro andaban por el edificio.
Desde su asiento en el salón tenía una buena vista de la entrada, del mostrador de recepción y de los ascensores que había más allá. Eso significaba que Demi y el reverendo Beck, o ambos a la vez, tendrían que pasar por delante de él cuando volvieran. No le gustaba estar ahí sentado, expuesto, como estaba ahora, pero en sus días como detective del LAPD había hecho bastantes vigilancias como para conocer bien su mecánica: ir y venir de vez en cuando, fingir que se espera a alguien que todavía no ha llegado. Al final, obviamente, tendría que irse, pero no de momento. Y ahora lo que estaba haciendo era ganar tiempo para que Demi volviera y para que Peter Fadden lo llamara. El tiempo, por otro lado, era problemático en sí mismo. A estas alturas Foxx, o quien fuera que había puesto a Melzer a vigilarlo, ya se habría enterado de su muerte y se habría apresurado a meter a otro sobre su pista. Después de esto, habrían hecho llamadas a todos los hoteles de Barcelona para averiguar si tenían a alguien registrado bajo el nombre Nicholas Marten -«estoy buscando a un amigo», o «a mi primo, que se llama…», o algo así, diría el sustituto de Melzer. Y con todos los hoteles que había en la ciudad, en media hora lo habrían encontrado. Entonces sabrían dónde estaba y volvería a empezar toda la comedia.
Marten se estaba volviendo para obtener una mejor vista de la puerta de entrada cuando su móvil sonó.
– Soy Marten.
– Hola, soy Peter. -La voz de Fadden sonaba tan cerca como si lo tuviera sentado al lado-. Siento haber tardado tanto. El Servicio Secreto se ha llevado al presidente en medio de la noche a un lugar desconocido. Dicen que se trataba de una amenaza creíble de secuestro y que los sospechosos siguen sueltos y tratando de salir del país. Tiene a casi todos los españoles susceptibles de vestir uniforme intentando cogerlos, sin contar lo que estén haciendo el Servicio Secreto, la CIA y el FBI.
– Lo sé, Peter. He visto las noticias.
– Sea lo que sea lo que está pasando, aquí estoy bastante solo. El secretario de prensa de la Casa Blanca lo ha cerrado todo y ha mandado a toda la prensa de regreso a Washington. El porqué, lo ignoro, excepto que es allí desde donde saldrán todas las noticias oficiales una vez se empiecen a saber cosas. Obviamente, darán todos media vuelta, para mandarlos de regreso de Varsovia una vez concluida la cumbre de la OTAN del lunes. Pero eso no es de lo que querías hablar. Era el caso de Caroline Parsons. La clínica, todo esto.
– Sí.
– La clínica es legal. Desde su casa la llevaron al centro de rehabilitación de Silver Springs, Maryland. Allí estuvo seis días, hasta que la trasladaron al hospital universitario. La doctora Stephenson tenía consulta allí y fue ella quien aprobó su admisión y luego el traslado. Ningún miembro del personal ha visto u oído nunca a nadie que respondiera a la descripción de Foxx.
Marten respiró y luego miró a su alrededor. Tal vez una docena de personas estaban reunidas en las mesas cercanas, y ninguna de ellas le prestaba la más mínima atención. Volvió a atender al teléfono.
– Peter, tengo algo más. Stephenson y Foxx pertenecían a una secta, un aquelarre de brujas…
– ¿Brujas?
– Sí.
– ¡Oh, por Dios bendito!
– Peter, calla y escucha -le pidió Marten en voz baja-. Te dije antes que Foxx tenía tatuada en el pulgar una crucecita con bolas en las puntas. Stephenson también tenía una. Y quizá también Beck.
Marten levantó la vista mientras una pareja joven se sentaba en una mesita contigua a la suya. Se levantó y anduvo hacia el vestíbulo del hotel, con el móvil pegado al oído.
– La cruz de bolas es el símbolo de Aldebarán -dijo Marten mientras avanzaba-, la estrella rojo pálido que forma el ojo izquierdo en la constelación de Tauro. Se le llama también el Ojo de Dios.
– ¿De qué diablos me estás hablando?
– Una especie de secta, Peter.
– ¿Y tú crees que esta secta tiene algo que ver con la muerte de Caroline Parsons, y con la de su marido y su hijo?
– Es posible, no lo sé. Pero Foxx estaba cada vez más nervioso cuando lo interrogué. Ya te he dicho que negó en redondo conocer a Stephenson. Tal vez tu gente no encontrara ningún rastro de su paso por la clínica cuando Caroline estaba ingresada, pero ella no sólo describió su aspecto y el de sus manos, sino también el del tatuaje. Foxx estuvo en la clínica, créeme. Beck estaba con él en Malta, y ahora Beck está aquí en Barcelona y se supone que va a reunirse con él pronto. Estoy intentando averiguar dónde y cuándo. Si lo consigo, tal vez me entere del porqué.
Marten estaba ya en el vestíbulo y lo estaba cruzando. Había un botones que empujaba un carrito de maletas hacia él. Se detuvo y se desvió.
– Peter, hay algo más. Foxx, o alguien, me ha hecho seguir desde La Valetta a Barcelona. Era algo profesional: un tipo me pasó a otro en el aeropuerto de Barcelona. Pensaba que lo había despistado, pero volvió a presentarse en el restaurante donde almorzaba. Más tarde me he enterado de que era alemán, un ingeniero de caminos que trabajaba para una consultoría de Múnich.
– ¿Por qué iba un ingeniero de caminos a…?
– Eso es lo que yo pensé. Pero es real: he llamado a su oficina y lo he comprobado.
– ¿Dónde está ahora?
– Muerto.
– ¿Cómo?
El botones pasó por su lado y Marten se volvió de espaldas. Al hacerlo, las puertas del ascensor al otro lado del vestíbulo se abrieron. Para su sorpresa, vio a Demi saliendo de él. Con ella iban el reverendo Beck y una mujer mayor, tal vez española o italiana, vestida de negro.
– Peter, tengo que dejarte. Te seguiré informando cuando pueda.
Al instante, Marten colgó el teléfono y luego miró al trío cruzar el vestíbulo hacia la puerta principal. Se detuvo mientras salían, observando cómo Beck hablaba con el portero. Al cabo de unos instantes llegó un taxi, los tres se subieron a él y el taxi se marchó.
Marten empujó la puerta y salió.
– ¿Habla usted inglés? -le preguntó al portero.
– Sí, señor.
– ¿Ha visto a esas tres personas que acaban de salir? Soy parte de ese grupo que viaja con el reverendo. Tengo que encontrarme con ellos en algún lugar pero he perdido el itinerario. ¿Sabe usted por casualidad adonde han ido?
– A la iglesia, señor.
– ¿La iglesia?
– La catedral.
Marten sonrió.
– Ah, claro, la catedral. Gracias.
– ¿Quiere usted ir?
– Sí, gracias.
– Bueno, pues tiene suerte, como sus amigos.
Marten se quedó sorprendido:
– ¿Qué quiere decir?
– Que normalmente la catedral cierra a las siete, pero este mes está abierta hasta las diez. Es por una celebración. Estuvo cerrada muchos meses por las obras de restauración y acaban de reabrirla. -El portero sonrió-. ¿Llamo a un taxi para que le lleve?
– Sí.
El portero le hizo un gesto a un taxi. Al cabo de un momento llegó. Marten le dio diez euros de propina, se subió al taxi y se marchó.