Los pensamientos de Marten volvieron a Caroline. Había sido la esposa de un respetado miembro del Congreso que en Washington se convirtió en una figura muy popular, además de ser amigo de la infancia del presidente, y a raíz de la repentina y trágica muerte de su marido y su hijo vio cómo la comunidad política la arropó con todos sus recursos. Eso le hacía preguntarse por qué ella podía pensar que le habían «hecho algo»; por qué podía llegar a imaginar que le habían podido inocular deliberadamente la enfermedad que acabaría con su vida.
De manera metódica, Marten trató de analizar el estado mental de Caroline en los últimos dos días. En especial, pensó en el segundo momento en que estuvo despierta, cuando le tomó la mano y lo miró a los ojos.
– Nicholas -le dijo, débilmente-. Yo… -tenía la boca seca y le costaba respirar. Hablar le costaba un esfuerzo enorme-. Yo tenía que… haber estado… en ese avión con… mi marido y mi… hijo. Hubo un… cambio de planes… de última hora… y yo volví a… Washington… un día antes. -Lo miró con fuerza-. Han matado a… mi marido y mi… hijo… y ahora… a mí.
– ¿De quién estás hablando? ¿Quiénes? -la apremió delicadamente, tratando de obtener información más precisa.
– Los… ca… -dijo.
Intentó hablar más pero fue todo lo que pudo pronunciar. Ya sin fuerzas, se tumbó y se quedó dormida. Y durmió justo hasta aquellos últimos instantes de su vida, cuando abrió los ojos y lo miró a los suyos y le dijo que le amaba.
Ahora que lo pensaba, se daba cuenta de que lo poco que le había dicho había llegado en dos partes, una bastante separada de la otra. La primera había llegado fraccionada: que originalmente ella debía ir en el avión accidentado con su marido y su hijo, pero un cambio de última hora la llevó de regreso a Washington un día antes; lo que ocurrió en su casa después de los funerales; y finalmente, lo que ella le dijo cuando lo llamó a Inglaterra, advirtiéndole de que se estaba muriendo de una infección de estafilococos provocada por una cepa de bacterias contra la que no había tratamiento, que estaba segura que le habían inyectado deliberadamente.
«Los ca…» Sobre qué había empezado a decir cuando le pidió que se explicara mejor, y a quién se refería cuando hablaba de su asesinato, Marten no tenía ni idea.
La segunda parte del mensaje de Caroline llegó a través de los balbuceos que pronunció durante el sueño. La mayor parte habían sido palabras cotidianas, como el nombre de su marido, Mike, o su hijo Charlie, o su hermana Katy, o mensajes como «Charlie, por favor, baja la tele» o «el martes tienes clase». Pero también dijo otras cosas. Parecían ir dirigidas a su marido y estaban llenas de alarma o miedo o ambas cosas a la vez: «Mike, ¿qué ocurre», «estás asustado, lo noto», «¿por qué no me dices lo que está pasando?», «son los otros, ¿no?». Y lo último, una exclamación asustada y repentina: «El hombre del pelo blanco no me gusta».
Esa última parte la conocía porque formaba parte de la historia que Caroline le había contado cuando lo llamó a Manchester y le pidió que fuera.
– Empecé a tener fiebre al día siguiente de despertarme en la clínica -le dijo-. Empeoré y me hicieron pruebas. Vino un hombre con el pelo blanco y me dijeron que era un especialista, pero a mí no me gustaba. Todo en él me daba miedo: la manera de mirarme, la manera de tocarme la cara y las piernas con sus dedos largos y asquerosos, y aquel horrible pulgar con su diminuta cruz de bolas. Le pregunté por qué estaba allí y lo que hacía, pero nunca me contestó. Más tarde me descubrieron la infección de algún tipo de estafilococos en el hueso de la pierna derecha e intentaron tratarme con antibióticos, pero no me hicieron efecto. Nada me ha hecho efecto.
Marten siguió andando. La lluvia caía con más fuerza pero él apenas se daba cuenta. Toda su atención estaba centrada en Caroline. Se habían conocido en el instituto; fueron al mismo college convencidos de que más tarde se casarían y tendrían hijos y pasarían juntos el resto de sus vidas. Y entonces, un verano, ella se marchó y conoció a un joven abogado llamado Mike Parsons. Después de aquello, su vida y la de ella cambiaron para siempre. Pero a pesar del dolor que eso le provocó, de la profundidad de la herida, su amor por ella jamás disminuyó. Con el tiempo, Mike y él se hicieron amigos, y Marten contó a Mike lo que sólo Caroline y unos pocos más sabían: quién era realmente y por qué se había visto obligado a abandonar su trabajo como investigador de homicidios en el departamento de policía de Los Ángeles, y a marcharse al norte de Inglaterra a vivir bajo una identidad falsa como arquitecto paisajista.
Ahora lamentaba no haber acudido al funeral de Mike y del niño, como había sido su deseo. Si lo hubiera hecho, hubiera estado allí cuando ella tuvo el ataque de ansiedad y cuando fue a verla la doctora Stephenson. Pero no lo hizo, y eso había sido cosa de Caroline; ella le dijo que estaba rodeada de amigos, que su hermana y su cuñado irían desde su casa en Hawái y que, teniendo en cuenta el peligro que suponía su propia situación, era mejor que permaneciera donde estaba. Se reunirían más adelante, le dijo. Más tarde, cuando las cosas se hubieran calmado. En aquel momento, a Marten le pareció que ella estaba bien. Tal vez conmocionada, pero bien, y con la fuerza interior para seguir adelante que siempre había tenido. Y entonces ocurrió todo aquello.
Dios, cómo la había amado. Cómo la seguía amando. Cómo la amaría siempre.
Siguió andando, pensando solamente en eso. Finalmente se dio cuenta de la lluvia y de que estaba prácticamente empapado. Supo que tenía que encontrar el camino hasta su hotel y miró a su alrededor, tratando de situarse. Y entonces lo vio: un edificio iluminado a lo lejos. Una estructura clavada en su memoria desde la infancia, desde la historia, por los periódicos, por la televisión, por el cine, por todo. La Casa Blanca.
En aquel preciso instante la trágica pérdida de Caroline lo atrapó. Y bajo la lluvia y la oscuridad, y sin ninguna vergüenza, se puso a llorar.